Tenía cumplidos los 18 años y cursaba la mitad de mi último año de colegio preparándome mental pero sobre todo físicamente para lo que había decidido como mi vida futura, ingresar al Colegio Militar del Ejército, cuando con un grupo de compañeros de curso a invitación de mi añorada amiga Verónica Ibáñez nos fuimos a su casa, una verdadera joya arquitectónica paceña de principios de siglo ubicada en plena esquina de la Av. Mariscal Santa Cruz y Sagárnaga, y desde su tercer piso nos asomamos a la ventana para, junto al resto del pueblo paceño apostado frente a frente por la columna vertebral de la ciudad de La Paz, darle la bienvenida de la manera más cálida a Juan Pablo II que llegaba a Bolivia en medio de una algarabía pocas veces vista por mí hasta entonces.
La plaza San Francisco en aquel entonces era testigo como tantas veces de la reunión de miles de ciudadanos, esta vez no exaltados para explotar con ira contra el Gobierno de turno, o para ensalzar a algún prometedor político que estaba postulando su persona para liderarnos y que en poco tiempo se encargaría de darnos un palmo de narices y mostrarnos que sólo era más de lo mismo; esta vez la aglomeración de personas estaba puesta en decirle al Vicario de Cristo, que esta tierra de Dios lo recibía con los brazos abiertos y con la esperanza que su arribo nos trajera días mejores y la bendición divina de manos del ser humano más cercano a Dios en la tierra.
Durante meses, tengo la impresión que hasta un año antes, la Iglesia Católica y toda la comunidad de la misma fue preparando a la ciudadanía para este acontecimiento. Aún escucho con regocijo aquella inolvidable melodía de Sembradores de Justicia y Esperanza, preciosa canción muy acorde con la visita y que conmocionaba el alma. La recepción fue apoteósica y nos emocionamos realmente con el paso de su santidad en el Papa móvil a través de las calles paceñas, con gente que se estremecía hasta las lágrimas con la presencia de su Santidad.
Al día siguiente nos trasladamos como pudimos hasta la ciudad de El Alto, donde en un aeropuerto sin rejas ni paredes se abría a posiblemente medio millón de visitantes que asistían a la homilía que brindaría el Santo Padre. Las condiciones tecnológicas de aquel entonces no eran las de hoy en día lógicamente, el sonido era deficiente, y tampoco habían las pantallas gigantes que seguramente ahora disfrutarán los cruceños que no puedan acercarse mucho al Cristo en la Ramón Rivero, pero aun así pudimos ser parte de esa ceremonia que como para muchos es imborrable y que guardamos como un recuerdo espiritual viviente.
Miles de voluntarios ayudaban con todo tipo de tareas, desde los primeros auxilios, pues vino gente de todas partes y el sorojchi fue el fantasma antilitúrgico que más afectó a los asistentes. Muchos subimos a pie hasta El Alto y hasta ampollas había que curar, señoras y señores con mandiles se preparaban para ofrecer la comunión a todo aquel que requería la eucaristía.
El mensaje en La Paz tuvo un tinte esperanzador, de unidad, de lucha, pero sobre todo de compromiso con Cristo, sin embargo, aquel memorable Juan Pablo II se estaba guardando sus mejores mensajes para la ciudad de Cochabamba donde se reuniría con la juventud de Bolivia en el "Félix Capriles" y le regalaría un recado de esperanza de vida, lleno de fe, Ilusión y motivación para quienes en aquel momento éramos el futuro de Bolivia y hoy su presente. También tendría un mensaje que trastocaba la espina dorsal cuando en Oruro les pedía a todos aquellos mineros relocalizados y desesperados, fuerza y esperanza, fe en días mejores y no pudimos contener las lágrimas cuando un dirigente minero le colocaba el guardatojo en la testera papal y se confundía en un abrazo de clamor con el heredero de Pedro. Santa Cruz y Tarija también tendrían la oportunidad divina de sentirlo en sus tierras bendiciendo todo el suelo Boliviano.
Después de dos horas aproximadamente que duró toda la ceremonia, comenzamos el camino de vuelta hacia la ollada paceña por aquellas escarpadas pendientes que hoy son, en los barrios, de verdad unas hermosas pero interminables escalinatas para llegar al centro de la ciudad. Con mi madre fuimos a almorzar y nos dirigíamos al domicilio cuando al pasar por la Universidad Mayor de San Andrés el Papa subía rumbo al aeropuerto ya para ir otra ciudad de Bolivia. Esta vez no fue planificado, sino más bien de improvisto, y pude verlo transitar por la vieja avenida Villazón que ya no existe, a aproximadamente unos 5 metros, y créame gentil lector que la garganta se me vuelve a cerrar y mis ojos se vuelven a llenar de lágrimas al recordar una imagen que ante mis ojos era de pura luz y energía.
27 años después de aquel acontecimiento, llegará a Bolivia Francisco, un Papa totalmente diferente a todos los que han llevado en su mano el anillo del pescador. Un hombre casi de la casa, pues en su condición de argentino y latino, lo sentimos como propio. Un sacerdote que está llevando en sus hombros la intención de modificar, modernizar y conducir una nueva iglesia, mas inclusiva, más humana, más sensitiva, que no se hace de la vista gorda con las atrocidades que cometen algunos de sus miembros, que le dice a la gente que ni su voz es sagrada sino solo humana y que desea llevar al mundo el mensaje de Dios.
El tiempo de preparación a diferencia de la anterior visita ha sido menor y las condiciones son diferentes pero la ahora impresión y fuerza que dan los diferentes medios de comunicación y las redes sociales hacen que esta visita vaya a ser mucho más mediática que la anterior.
Deseo para Jorge Mario Bergoglio una estadía llena de paz y bendición, que su mensaje contenga lo que necesitamos los bolivianos, más y mejor contacto con los evangelios, que su visita a Palmasola conmueva los cimientos de una justicia casi inexistente en nuestra Patria y que cuando deje nuestras tierras, Bolivia no solamente sea otra, sino que sea mejor. Bienvenido Papa Francisco.
(*) Es paceño, estronguista y liberal
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