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Domingo 28 de junio de 2015

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Revista Dominical

La Llorona de Cancañiri

28 jun 2015

Por: Víctor Montoya - Escritor

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Quienes la conocieron en Cancañiri, un campamento minero ubicado en uno de los cerros de la población de Llallagua, cuentan que la Llorona era joven, atractiva y madre soltera. Un día se acercó a buscar trabajo en la estación de trenes, pero sin dar explicaciones del porqué llegó a las minas y sin revelar el lugar de su procedencia, aunque por su modo de hablar, todos opinaban que era oriunda de algún pueblo del oriente boliviano. Tampoco nadie sabía cuál era su verdadero nombre, pero ella se hacía llamar señorita Laura.

Con el correr del tiempo, los vecinos se dieron cuenta de que no tenía parientes ni amigos, y no faltaron quienes sospechaban lo peor, incluso que podía estar prófuga de la justicia por algún crimen cometido con premeditación y alevosía. Ella no se molestaba por los comentarios y vivía en compañía de su pequeño hijo en un cuarto de la estación de trenes, donde recogía las encomiendas que llegaban desde Oruro, con el fin de ganarse unos pesos para pagar el alquiler y solventar los gastos de su modesta vida.

La señorita Laura pasaba los días y las noches aferrada al cariño de su pequeño hijo, quien era lo más valioso y sagrado que tenía a su lado. Lo quería demasiado y hasta lo mimaba concediéndole todos sus caprichos. De modo que los vecinos, al observar su extraña conducta de madre, sólo movían la cabeza y no decían nada, como si comprendieran que el amor de una madre es incondicional y no conoce límites, por mucho de que el hijo no tuviera un padre conocido.

Un sábado como tantos otros, a eso del mediodía, cuando se oyó el pitido de un tren aproximándose a gran velocidad entre sinuosas laderas de los cerros, como una enorme culebra de metal, la gente se concentró en la estación, a la espera de que llegaran los vagones arrastrados por una locomotora a vapor.

En ese mismo momento, como cada sábado, la señorita Laura salió del cuarto donde vivía, seguida por su pequeño hijo que llevaba una pelota de goma entre las manos. Aseguró la puerta y ambos se dirigieron rumbo a la estación, donde la gente correteaba de un lado a otro, viendo que el tren estaba cada vez más cerca.

Mientras la señorita Laura tenía la mente ocupada en el trabajo que debía cumplir, cargando las encomiendas desde el vagón hasta la oficina de la estación, su pequeño hijo se entretenía jugando con la pelota, hasta que de pronto se le escapó de las manos y, rebotando una y otra vez, fue a dar en medio de los rieles que resplandecían como metal bruñido bajo el sol.

El niño, en un intento por recuperar su pelota y sin considerar el peligro, se bajó del andén y corrió hacia el carril de la vía férrea, entretanto la locomotora, que en ese instante se le apareció como un monstruo de hierro fundido, lo arrojó entre las ruedas y lo arrolló sin que nadie pudiera impedir la tragedia.

La señorita Laura, alarmada por los gritos de la gente, volteó la mirada hacia donde se agolpaban los curiosos y, al constatar que su hijo no estaba a su lado, corrió empujada por su instinto maternal, como si una voz interior le anunciara que la víctima del trágico accidente era su pequeño hijo. Se abrió espacio entre el gentío y, con el corazón partido por la desesperación y la angustia, apareció delante de la locomotora, que acababa de detenerse haciendo chirriar las ruedas y echando vapor por el tubo de escape.

Acto seguido, ni bien se enfrentó al cadáver ensangrentado de su hijo, tirado como un muñeco de trapo entre los rieles y el andén, con la cabeza destrozada y los brazos mutilados, explotó en gritos y lágrimas, y se aferró al cuerpecito desmembrado del ser que más amaba en su vida. Estaba fuera de sí y no sabía qué hacer, salvo llorar su desgracia abrazada al cadáver de su pequeño hijo, que para ella era el único motivo de su existencia y el único que le daba alegría en este mundo.

La gente, conmovida por el suceso y el dolor de una madre que imploraba al cielo postrada de rodillas, ayudó a juntar los restos del niño en un manta. Lo envolvieron como un bulto de carne sanguinolenta y lo llevaron a la botica de Cancañiri, con la esperanza de que el médico pudiera devolverle la vida o hacer algún milagro, pero era ya demasiado tarde, pues según informó el galeno, el niño perdió la vida en el mismo instante en que fue impactado por la locomotora.

La señorita Laura, que no quería aceptar ni creer lo que vieron sus ojos, como si todo lo sucedido fuese el fruto de una simple alucinación y no una realidad fatal que le dio un vuelco a su vida en un segundo, enloqueció de pena y se ahogó en llantos de amargura, porque al poco tiempo de haber enterrado a su pequeño hijo, dejó de comer y se refugió en la soledad, hasta que un día decidió quitarse la vida haciéndose tronar el pecho con un cartucho de dinamita.

Los vecinos cuentan que desde entonces, desde que la señorita Laura se quitó la vida, se escuchaban por las noches los lamentos de una mujer que, transitando por las vías férreas de la estación de Cancañiri, lloraba la muerte de su pequeño hijo, dejando escapar de sus labios un lamento que se oía a la distancia: "¡Ay, mi hijito!...".

Algunos trabajadores mineros que cruzaban por la estación de Cancañiri, pasada la medianoche y de regreso a sus casas, aseguraban haber visto a una mujer espigada y macilenta, vestida de blanco y con un velo negro en la cabeza, que no sólo deambulaba por medio de los rieles, sino también por el cerro San Miguel, muy cerquita del túnel, donde se paraba para contemplar la población de Llallagua que, bajo un cielo encapotado por nubarrones, parecía una alfombra de luces tendida a sus pies.

El susto se apoderó de los pobladores y nadie se atrevía a cruzar por el túnel después de cierta hora, por temor a quedar sordo con los gritos de la mujer que retornó de la muerte para buscar a su hijo. Su lastimero llanto era tan desgarrador que hacía estremecer al más valiente de los mortales y sus palabras de lamento: "¡Ay, mi hijito!...", se escuchaban como ecos a lo lejos.

Asimismo, como en todo cuento que raya en lo sobrenatural, no faltaban quienes, más por superstición que por un razonamiento lógico, aseveraban que incluso las ráfagas del viento arrastraban su lamento hasta los oídos del conductor de la locomotora que arrolló y mató a su pequeño hijo.

Lo único cierto es que, desde la noche en que la señorita Laura se condenó convertida en la Llorona, los niños dejaron de salir de sus casas por las noches y dejaron de jugar en los predios de la estación de trenes, porque pensaban que podía aparecerse la Llorona como una fantasma de ultratumba, dispuesta a llevarse a cualquiera de ellos para reemplazar a su pequeño hijo.

Los niños, que vivían sugestionados y aterrados por todas las recomendaciones que les repetían sus padres, sabían también que si escuchaban llorar a una mujer a sus espaldas, no debían voltearse para verla, porque la Llorona era capaz de quitarles el habla y robarles el alma, mientras decía entre sollozos: "¡Ay, mi hijito!...".

No había una sola persona en Cancañiri que, de sólo pensar en la Llorona, no sintiera un escalofrío recorriéndole por el cuerpo, sobre todo, cuando se precipitaba la noche y los perros comenzaban a aullar como lobos sin dueño. Todos se imaginaban que se si los perros se alborotaban y aullaban sin cesar, como en las noches de luna llena, era porque la Llorona estaba rondando por la estación de trenes, los campamentos mineros y las laderas del cerro San Miguel.

Así es como la Llorona de Cancañiri, cuya aparición y lamentos estaban asociados a los espíritus errantes que, después de la muerte, retornaban al reino de los vivos, sembró el pánico y el terror entre los pobladores, hasta el día en que la mina se cerró definitivamente y tanto la estación de trenes como los campamentos quedaron reducidos a escombros y sucumbieron entre los polvos del olvido.

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