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Domingo 21 de junio de 2015

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Cultural El Duende

El poeta necesario

21 jun 2015

Tedi López Mills

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Es como si hubiera tres planetas: el sol, la luna y la imaginación?

Wallace Stevens

En una más de sus frases contundentes, Harold Bloom dice que "en nuestro tiempo, entre los escritores de primer orden, solo la vida de Wallace Stevens da la impresión de ser tan opaca en cuanto a sucesos externos o excitaciones como la de Shakespeare". Los hechos parecen convalidar la vasta afirmación, aunque a estas alturas Shakespeare ya haya tenido todas las vidas y ninguna y sea, según la hipótesis en turno, la creación de varios autores o, más brutalmente, el alias de Francis Bacon o Christopher Marlowe. En todo caso, la especulación ilimitada equivale ya a una compleja aventura y sus extremos, la vacuidad o la plenitud, convergen al menos en un punto, el de la leyenda.

Wallace Stevens, en cambio, no deja espacio para la duda. En su vida no pasó casi nada. Nació en Reading, Pennsylvania, el 2 de octubre de 1879 y murió en Hartford, Connecticut, el 2 de agosto de 1955. Entre una fecha y otra se intercalan unos cuantos episodios ordinarios: tres años de estudio en Harvard, una breve temporada como periodista en el Herald Tribune de Nueva York, más estudios en la New York Law School donde se recibió de abogado en 1904, algunos años de práctica profesional, hasta que en 1916 se incorporó a una compañía de seguros en Hartford, de la que terminó siendo vicepresidente a partir de 1934. Se casó sin convicción y tuvo una hija. Viajó escasamente, algunas veces a Florida, otras a Cuba (donde nació su intensa relación con José Rodríguez Feo), pero nunca a Europa. Publicó sus primeros poemas en 1914, en la famosa revista Poetry de Harriet Monroe, y

en 1923, un poco antes de cumplir los 44 años, apareció su primer libro, Harmonium. El siguiente, Ideas of Order, se editó doce años después. Ninguno de los dos fue un acontecimiento literario. No obstante, Wallace Stevens prosiguió con su callada actividad.

Componía los poemas mientras iba a su oficina o durante sus caminatas nocturnas. Sus libros siguientes -The Man with the Blue Guitar (1937), Parts of/a World (1942), Transport to Summer (1947), The Auroras o/ Autumn (1950) y The Necessary Angel (1951), un pequeño volumen de ensayos- circularon de modo discreto y fueron acumulando un lento prestigio, hasta que por fin, en 1954, cuando salió el volumen de sus Collected Poems, Stevens obtuvo el reconocimiento que quizá ni siquiera buscó. Se ganó el National Book Award, y unos cuantos meses antes de su muerte, el Pulitzer. Su vida terminó antes de que fuera notoria.

Extrañamente, la cronología de Stevens no compagina con su edad literaria. Colocado en la perspectiva de la era poundiana, en esa línea milagrosa que incluye a TS. Eliot (nacido en 1888), William Carlos Williams (en 1883) y, claro, al propio Ezra Pound (en 1885), Stevens es el más viejo. Sin embargo, en el universo abigarrado de sus poemas se opera una transmutación que tiene un efecto curioso, pues Stevens se convierte en el joven discípulo que, habiendo ya leído a esos maestros, logra desviar la tradición oscilante entre el acendrado localismo que desemboca en Paterson y el caótico cosmopolitismo que culmina en los Cantos. Y la desvía hacia una zona libre de grandes rupturas y de riñas geográficas, donde los lugares y las cosas conviven en medio del estupor filosófico y donde las circunstancias se erigen en la única utopía codiciable.

Stevens cree con fervor en la realidad y en la imaginación como el principio activo que la pone de manifiesto. El poeta, según él, debe contraponerle al mundo el equivalente exacto del mundo, apenas interferido por la analogía y por la semejanza, y darle a la vida las "supremas ficciones" sin las cuales ningún acto vital sería concebible. La verdad poética es fáctica; concuerda siempre con la realidad y posee una verosimilitud tal que parece, una suerte de emanación física. No hay ruptura entre lo diáfano y lo misterioso: lo que se ve es también lo que no se ve, y la experiencia de percibir la intemperie, el "afuera", como un intercambio persistente de regiones luminosas y regiones oscuras, es la más primitiva de todas y la única que no se modifica. El poeta habla desde ahí. Al menos Stevens, cuyo objetivo es revelar lo que él llama el relato oficioso del ser, nunca enseñar. Y eso lo distingue de sus contemporáneos más jóvenes. Carece, como dice Hugh Kenner, de paideuma y "lleva a un extremo total" la nonsense poetry de Edward Lear, lo cual evidentemente excluye cualquier forma de enseñanza.

Sin embargo, la conexión Lear-Stevens es poco convincente. Stevens desconfiaba de cualquier retórica que no antepusiera el titubeo como su método principal: vacilar entre una visión y una palabra, entre una pregunta y una respuesta, es la única prueba que puede otorgársele al lector de que en el fondo uno tampoco está seguro de que existen los vínculos esenciales y que quizá uno solo los inventa. En esta angustia la extravagante apuesta de Lear difícilmente podría desempeñar un papel. Es cierto que a Stevens lo seduce el giro coloquial, pero más como un contraste frente a la misión sagrada del poeta que como arma estética. Se permite cierta comicidad porque está consciente de la profunda seriedad de su tarea y de que su vocación solo debe trazarse en términos absolutos, El poema, para él, surge de una vida cuya labor cotidiana consiste en generar el poema. Eso significa vivir poéticamente; es decir, en un vacío hecho de pura realidad donde la imaginación "como la luz" escribe Stevens, "es lo único que se añade".

El vacío sugiere también una caja de resonancias, donde el ruido no es referencial salvo en la maquinaria que fabrica el poema. La veta excéntrica, casi bufonesca, que innegablemente posee Stevens -más cercana a Jules Laforgue que a Lear- puede definirse como una especie de fe filosófica en las onomatopeyas y los juegos de palabras. Stevens los usa como asideros y como música de fondo. Son la atmósfera que rodea a sucesos más graves y son, asimismo, un recordatorio de datos locales, de mitos casi chuscos. Stevens nunca hace a un lado el lugar. El suyo durante años se llamó Hartford, que gracias a los méritos de la abstracción, pudo adquirir los rasgos de un sitio plagado de acontecimientos primigenios. Stevens pobló Hartford como si e! mundo se hubiera creado ahí por primera vez. Y no lo hizo por inocencia, sino para forzar hasta sus últimas consecuencias una artimaña espiritual. Sin embargo, no perdió nunca su sentido del ridículo e incluso lo convirtió en un dispositivo formal que se pone a funcionar en sus poemas cuando hace falta.

Entre la idea de Hartford y Hartford, Stevens interpuso un artefacto de sonidos y de imágenes. Su esperanza era llegar lo más lejos posible: a las cosas mismas.

Este peculiar culto también tuvo como adepto a William Carlos Williams, aunque detrás de sus cosas se cuelan a veces un tufo ligeramente patriotero y una pequeña dosis de beligerancia. Como dice Octavio Paz, muchos poemas de Williams se escribieron para llevarle la contra a Pound. Y en ocasiones se nota la manipulación: las cosas se truecan en símbolos, conquistas de una cruzada, portadoras de mensajes. Obstruyen el poema porque representan un dogma. En cambio, las cosas de Stevens son fenómenos cautivos de la vista. Su poema "Trece maneras de ver a un mirlo" -que cierta crítica norteamericana relaciona acertadamente con Yosa Buson, poeta japonés del siglo XVIII- podría servir como un resumen de su poética. Para Stevens, las cosas no son nuestras; a lo mucho, pertenecen a las palabras que las nombran. Le ocurren al ojo que las devuelve en un manantial de metáforas; y le ocurren al tiempo. Las cosas pasan como pasan las horas. Por eso cambian cada vez que uno las mira. El ojo es su reloj. A él hay que preguntarle por la hora. Su manera de señalarla consiste simplemente en ver una cosa: "Fue de noche toda la tarde. / Estaba nevando e iba a nevar. / El mirlo se posó / en las ramas del cedro".

Visto así, el mundo es misceláneo. Stevens creó una obra que fluyera paralelamente a esa variedad. A diferencia de Eliot, Pound o Williams, no hizo poesía, sino numerosos poemas sueltos. Ahí reside su fuerza y también su debilidad. En sus libros no hay un poema definitivo, aunque sí toda la parafernalia para que surja. Cada poema promete llegar a un punto culminante y de repente concluye sin develar el secreto. Uno empieza el que sigue y continúa así hasta la última página. Es entonces cuando uno se da cuenta de que la verdad sí estuvo en la lectura, pero no permaneció.

* Tedi López Mills.

México City, 1957.

Estudió filosofía.

Es poeta y escritora

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