Loading...
Invitado


Domingo 21 de junio de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

Porfirio Díaz Machicao: La paz de la vida

21 jun 2015

De su autobiografía

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

¡Cuánta fatiga da el vivir! Apenas concluido la guerra, volví ansioso al hogar, al mío, al que formé, como un pájaro, en la tibieza del valle cochabambino. Las emociones del reencuentro no se describen: vibraba el espíritu como en una extraña máquina que tuviera el poder de devolver los años perdidos en la angustia. Las cosas volvían a sonreír. Las viejas losas del patio se transfiguraban, parecían mosaicos árabes, en un ambiente de luz y de color, en medio de las flores. Me precipité sobre mis viejas cosas, mi ropa de civil, olvidada en un rincón del ropero, oliendo a naftalina. Los papelitos de mis notas, comidos por los ratones, hablaban de otros días encantadores, de antes, de mucho antes al gran paréntesis de sangre.

Mi mujer me otorgó el premio: pantalones con raya, camisa limpia, corbata... Baño... La sucia ropa del soldado en guerra fue echada al basurero. ¡Cuánta satisfacción! ... Volví a coquetear con los objetos, casillas menudas: la podadera, la máquina de escribir.

Pero? Los días se hacían largos. Largos, hechos a medida para la pereza y el desaliento. Había que reconstruir la economía privada. Tornar a ser un hombre decente, como mejor se pudiera. Hicimos unos ahorros, realizados por mi compañera, ya que personalmente fui y seré siempre un hombre con la mano abierta, dispuesto a que el viento haga la higiene de cualquier indicio de avaricia que pudiera almacigar en los secretos del ser dormido, del ser no revelado. ¡Ah, siempre debe cuidarse uno, porque el hombre nace muchas veces, en constantes revelaciones!

Un día, mi buena mujer, toda alegría, me brindó el primer obsequio de aquella era de paz. Era una camisa de seda, cosida por sus blancas manos, hecha en un desvelo y una urgencia. Me la puse y salí a la calle, como salen los desesperados, a buscar lo que no tienen. Hice una introspección:

-¿Para qué sirvo? ¿Estoy positivamente capacitado para luchar y trabajar?

Entonces recordé que mi pobre alma era una cadena rota en la propia Universidad. No era pues nadie. Pero... pero? pero? ¿Acaso no aprendí positivamente lo que me enseñaron mis buenos maestros? ¿Acaso no fui el antiguo y aventajado discípulo de Juan Capriles y Rafael Ballivián? Nunca necesité de un tribunal para demostrar lo que pude haber aprendido. Surgió el audaz. Me encaminé a la Universidad de "San Simón" e invadí, con mi ansiedad, el despacho del Rector Francisco Prada.

-Usted puede admitir que yo trabaje en esta organización universitaria, señor Rector -le dije.

El inteligentísimo viejo -que nunca dejó de atender la demanda humana- me devolvió una sonrisa.

-¿Usted sabe algo? Claro que tengo conocimiento de sus aficiones literarias?

-Sé un poco de Gramática? Tengo conocimientos generales? En resumen, puedo ser un pasable secretario de oficina.

Se iluminó el rostro del señor Rector. Se iluminó con la luz de la simpatía espontánea por mi persona.

-Bueno, bueno? Hágase cargo de la Secretaría del Instituto Tecnológico y enseñe usted Gramática a los alumnos.

Así, sencillamente, me convertí en un profesor de la Universidad, humildemente encajonado en una oficina pequeñita, con las tareas propias al cargo.

-¿Por qué obliga usted, señor Director, a firmar un libro de asistencia a los profesores? -observé.

Aquello me pareció un ultraje. El maestro no tiene necesidad de supeditarse a estas exigencias que desmedran su autoridad y su espíritu. Por rebeldía personal, dejé de hacer rayas en aquellos cómputos aborrecibles. Pero el trabajo de secretariado se compensaba con las charlas que daba a mis alumnos. Hablábamos de todo, menos de Gramática. Leía el alma de los mozos en la melancolía o la vivacidad de sus miradas, adentraba en la niebla azul de su alma, martirizada por todos los ímpetus. Yo también opino, como otros, que es al adolescente a quien se debe cuidar más que al niño. La adolescencia es el primer crepúsculo de la vida, luz y sombra que admite en sus nieblas la presencia de muchos fantasmas.

No siempre se suspira en esa edad por aquello que se dice suceso romántico. Es la ansiedad que pugna por manifestarse sin cauce, como el volcán que revienta el cráter sin fecha fija, y de tanto mirar en esas almas, me atreví a escribir una pequeña novela: " El estudiante enfermo", tema que trata de las insatisfacciones físicas de los mozos. La tirada se agotó en una semana. ¿Habrá muerto aquel pobre libro mío que puso fiebre en muchas cabezas jóvenes?

Entonces volví a confirmar mi amistad con mi Jefe, el pintor Raúl Prada, a quien siempre encontré profundidad en sus conceptos. Él organizó nuestro Instituto Tecnológico y le dio todo impulso.

En la Universidad volví a encontrar a mi amigo Eduardo Ocampo Moscoso que también enseñaba en otro instituto de la Universidad. Recordamos los días de Oruro, nuestras inquietudes de muchachos, nuestras correrías.

Como teníamos el veneno, íbamos con frecuencia al bar, ese embrujado recinto que otorga actividad a los nervios, fantasía al alma, soltura al deseo encadenado por la moral. Nunca fuimos habitúes desaprensivos ni violentos. El alcohol, en nosotros -perdone el amigo Ocampo- siempre encendió lámparas líricas. Nunca dejó de fluir de nuestros labios la canción de Rubén Darío, Herrera Reissig, Jaymes Freyre, Capdevila, Rega Molina. ¡Todos los poetas del mundo asistían a nuestra mesa porque nosotros los citábamos respetuosamente! Y si los muertos estaban presentes en la cita, nunca dejaron de venir los vivos: Gregorio Reynolds, Antonio José de Sainz, Roberto Wieler. Toda la gente de espíritu. Ocampo solía decir socarronamente:

-Para sentarse en nuestra mesa no se necesita más credenciales que un poco de espíritu.

¡Pero el espíritu era grande y los sueldos de la Universidad pequeños! Desde estas páginas íntimas, purificadas por la vida, dejo un saludo cordial y sincero a todos los cantineros del planeta. No saben ellos, bondadosos comerciantes, que nos han proporcionado horas ideales y gloriosas. Por su magia y su servicio fuimos dueños del mundo, de la gloria, de la vida y de la muerte. Ningún ser más milagroso para provocar la evocación que el modesto cantinero que atiende los pedidos de la gente sedienta... Nunca dejaré de agradecer su solicitud, su bondad y su claro concepto del alma humana. Por ellos sé que los hombres alcoholizados merecen respeto. Por ellos he incorporado en mis costumbres una que es hábito: la de socorrer al sediento, al pobre borracho que pasa la calle y pide una limosna. Las gentes dicen: "A ese vicioso no le deis limosna". Farsantes. Yo se la doy por una causa que no admite espera: la sed, la terrible sed de la intoxicación, patrocinio heroico de Baudelaire, de Verlaine. Signo terrible de miles de gentes que en nuestra tierra mestiza gustan de embriagarse inocentemente.

Entre nosotros, solamente Jesús Lara era el más parco.

No miento si digo que yo traté, sin lograrlo, de enseñar a Lara siquiera una irregular asistencia al bar o, como dicen los españoles, al café. Adusto, con la severidad del indio en el gesto y la mirada, Lara fue siempre un buen compañero. Rectilíneo, apasionado en su concepción de las cosas, intransigente si se quiere, duro para calificar el error humano, sin piedad para perdonarlo. Sin embargo, en aquella naturaleza terrígena, hombre de hogar humilde, nacido en un rincón del valle, afloraba un recio temperamento lírico y una porfiada tenacidad revolucionaria. De sus amores y sus odios que hable él mismo, pero por la misma razón, fue un hombre completo. El alma se desata entre las dos pasiones pero no quita los verdaderos quilates personales. Su vida y su obra dirán mucho más de lo que puedo contar en este libro.

En cambio, nunca conocí espíritu de mayor serenidad que el de Raúl Prada: quieto como sus paisajes, iluminado, como sus cumbres configuradas entre los secretos del azul. Hablaba con paciente insinuación, arrastrando las palabras como si fueran bueyes que iban abriendo surcos en el concepto mismo. Tal era Prada.

Hasta que un día se presentó en nuestra mesa el queridísimo amigo Andrés Cusicanqui, nervioso, vivaz como una ardilla, ligero, en la concepción, apto para la ironía que era su disposición plena. ¿No era aquel un suceso que podía engendrar muchos otros sucesos? Claro que sí.

Quemaba el sol de agosto sobre el campo y la ciudad.

Las campanas de los templos tocaban la gloria de los santos y la gloria de la Patria que se celebraba con las tradicionales costumbres: desfiles, fuegos artificiales, teas...

-¿Y nosotros a dónde vamos?

Diabólica y contumaz, brotó la respuesta de labios de Cusicanqui:

-¡Vamos a los toros!

Después de un trayecto breve por bellísimos caminos de la campiña, llegamos al pueblecito de Quillacollo, cuya plaza estaba repleta de gente, miles de personas, en un abigarramiento bello, que daba la sensación de haberse echado papel de color por todas las tribunas. La chola valluna viste con los colorines más apropiados para jugar con el sol y pone sombra en la tez morena con las alas del amplio sombrero de paja que enseña su donaire a manera de una gallarda torrecilla blanca, con pulcritud de nieve.

La fiesta ardía y la multitud era un coro que ponía clamor de expectativa en todos los corazones. ¡Vaya usted a ignorar que los indios bolivianos, sin la técnica de Joselito o de Belmonte, son acaso guapísimos toreros! El poncho por capa y la valentía por toda escuela, ¡Zas, una suerte, otra y otra!

-Bravooo...

Entonces fue Cusicanqui el que me propuso:

-¿Toreamos?

Vi el ruedo. Un toro, bermejo como los crepúsculos de que habla el poeta Guillermo Viscarra Fabre, paseaba su ímpetu por sobre el empedrado. Medí el caso, sin mucha timidez y respondí resueltamente:

-Claro que sí, toreamos.

Los dos, en pareja espontánea, con la chaqueta en las manos, entramos en el ruedo. Un clamor sonoro y crecido aplaudió el riesgo. Cusicanqui citó a la bestia y salió airoso del trance. Una nueva ola de aplausos le apretó el alma.

¡Bravo, mozo! Entonces, me tocó a mí la alternativa. Por primera vez en mi vida me puse delante de la bestia y la llamé.

¡Yo también fui un campeón!

-¡Bravooo!...

Volví a citar al animal. Pasé con mucha suerte la chaquetilla por sobre sus pitones y su alzado lomo. Volví a retarle. Pero, esta vez, perdí el dominio de mi persona y sentí que un piafante edificio, pleno de ira, se estrelló contra mi pecho. La bestia clavó uno de los pitones en mi tórax.

El pueblo, el generoso pueblo indígena, libró mi vida de un destripamiento seguro. Salí del ruedo ensangrentado, con la preciosa camisa de seda que había cosido mi mujer, hecha trizas, con las desflecaduras junto a los coágulos. ¿Cuándo recuperé la razón? Pues cuando volvía a perderla por efecto del comedido remedio: unas copas de singani el fino licor de uvas de Luribay?

¿Cómo volví al hogar querido?

Volví cantando, como buen torero criollo, cantando para disimular mi desgracia, mi derrota y el desecho de mi prenda de seda:

"No hay mujer más desgraciada

que la mujer del torero..."

Y la mujer del torero tuvo que llamar a los médicos y atender, durante veinte días, una congestión al pulmón derecho.

El hombre, frente a la bestia, asume una actitud de coraje que abona su poder de libertad. El coraje, como cualquier reacción anímica, nubla la conciencia. Solamente los toreros profesionales pueden, de seguro, jactarse del desarrollo armónico de un arte. Aquello que me ocurrió, sin embargo del desastre, tuvo una poderosa influencia en mi existencia. Supe que el miedo no está escondido en los pliegues de mi espíritu y que lo mismo lucharía contra la bestia y el hombre en los casos extremos.

¡Todos los mozos deben practicar el toreo, vamos!.. Es una escuela magnífica de dominio personal y constituye el descubrimiento de una otra calidad de belleza: la entrega generosa de la vida por un alarde.

Por este secreto precioso amo a España y su genio, la raza del riesgo, del ensueño y de la nobleza.

Después volví a la Universidad y continué en ella dando halago al mayor de los orgullos humanos: el de convivir con las ideas, el estudio y el análisis del pensamiento humano.

La Universidad es el hogar sagrado del hombre. ¡Cuántas cosas aprendí en mi improvisada vida de profesor! Ah, y cuánto me toleraron los compañeros y los alumnos. Perdonaron mi espontaneidad, colaboraron en el anoticiamiento de mi cultura y perdonaron todos mis caprichos y mis faltas. Porque, en verdad de verdades, yo no dejé de ser lo que he sido en las páginas de esta novela.

He ahí una revelación.

Habemos seres que no vivimos una biografía, sino una novela?.

* Porfirio Díaz Mahicao.

La Paz, 1909-1981.

Escritor e historiador.

Intelectual polifacético

Para tus amigos: