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Domingo 21 de junio de 2015

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Cultural El Duende

La araña

21 jun 2015

Oscar Cerruto

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En la calle los ruidos apagábanse uno a uno, devorados por la soledad y el silencio de la serranía. El sol de Llallagua brillaba con luz hiriente en las techumbres de los ingenios, se deslizaba en millares de arroyuelos de oro líquido por entre el cuarzo pórfido de los montes y era una llamarada hirviente en la patena de las represas.

Los mineros habían subido en grupos bulliciosos a divertirse en la población, y las olas de sus voces alborotadas se fueron remansando, poco a poco, en los bares y las cocinerías. Jerónimo asomó en el fondo de la calle, las manos en los bolsillos, contoneándose. Tenía doce años y, mirando a la alta cumbre mineral de Espíritu Santo, decidió que el mundo estaba bien. El polvo que levantaban sus pies tardaba en asentarse en el suelo.

Sí, todo está bien. Y se puso a silbar alegremente.

Tal como esperaba, junto a una de las ventanas del bar La Fraternidad estaba Carlitos, la pierna de niño inválido un tanto encogida. Aceleró el paso. Están desplumando a alguien, pensó. Carlitos le hizo un guiño y Jerónimo pasó a su lado sin detenerse.

No debía interrumpir el trabajo del cojito. Detrás del vidrio brillaba la cara afilada del Embudo, sentado en torno a una mesa, con otras personas. Algún ganso, se dijo Jerónimo. Pero la vida está bien, y penetró en el bar, espeso de conversaciones, de voces, de humo de tabaco y de olor a cerveza volcada. En todas las mesas, los mineros manoteaban pesadamente y hablaban y reían con esa risa indefinida de la proximidad de la embriaguez. Cañipa, el mozo, arrastraba sus pies hinchados yendo de un grupo de clientes a otro y luego al mostrador, con un delantal corto, gris de suciedad y manchas. Las llamadas de los parroquianos golpeaban vanamente en sus oídos, acosándolo de todas partes, sin conmover su calmosa indiferencia. El propietario del bar, don Marcelino Moncayo, comía un plato de guiso con ají, detrás del mesón, llenos los bigotes de grasa, que limpiaba con la manga de la chaqueta cada vez que tenía que atender los pedidos del mozo.

-No les sirvas más a los barreteros del rincón. Esos ya están borrachos, y cada vez arman camorra.

Cañipa se encogió de hombros, refunfuñando sin contestar, y volvió a sus trajines.

Jerónimo, instalado encima de uno de los barriles de cerveza, junto al pasillo que comunicaba el bar con la cocina, se puso a esperar pacientemente a que Carlitos se desocupara. En la mesa de la ventana, el Embudo y sus compañeros jugaban a las cartas.

El Embudo, en ese momento, barajaba el mazo y repartió los naipes. Carlitos, la pierna enferma como un ala tronchada, se balanceó en la otra, alargó el cuello con rapidez y echó una mirada al juego del individuo sentado de espaldas a la ventana, luego se apartó y se puso a lanzar pequeños guijarros en medio de la calle, sin mirar a ningún sitio determinado. Retozo inocente de niño que se aburre solo. Pero el ojo del Embudo estaba sobre él, conocía el código secreto de esos gestos, y un leve chispazo iluminó fugazmente su rostro de pájaro rapaz.

Jerónimo, entretanto, había descubierto un entretenimiento. Junto a la estantería se veía una hermosa tela de araña, dorada y elástica. En el centro se agazapaba un arácnido rubio, de vientre abultado y ojos voraces. Iba a destruirlo de un manotón pero cambió de parecer y, bajándose del barril, recogió del suelo un palo de fósforo quemado. Quebró un trocito y lo arrojó a la tela, donde quedó oscilando, prendido a los sutiles filamentos. La araña se revolvió, inquieta, y luego de contemplar un instante la astillita que pendía de la malla, se acercó rápidamente y la desprendió con las patas. Jerónimo se disponía a quebrar otro pedazo del fósforo cuando observó que una mosca revoloteaba muy cerca de la tela. Zumbaba alegremente, ajena al peligro, trazando amplios círculos como una patinadora. La araña fingía dormir, agazapada en su urdimbre, mimetizada con el sucio encalado del muro, pero sus ojos abiertos seguían con disimulo las evoluciones del insecto.

Del otro lado de la ventana, en la calle, Carlitos arrojaba piedrecitas al centro de la calzada, y de cuando en cuando echaba una mirada dentro del bar, como un niño que aguarda con vaga impaciencia la salida de su padre, que podía ser cualquiera de aquellos bebedores aturdidos por el alcohol y las disputas. El Embudo dobló la puesta. El minero sentado de espaldas a la ventana miró las cartas que tenía en sus manos con indisimulable confianza. Había recibido un buen jornal, los billetes abultaban agradablemente en sus bolsillos. Los palpó como al descuido, apretando apenas el brazo contra la cartera que guardaba en un costado del saco. Sonrió para sus adentros: tenía un buen juego.

Quién sabe si no estaba en su día. Nunca venían mal unos pesos ganados sin esfuerzo. Volvió a sonreír, gozoso de su buena suerte.

De pronto, la mosca descendió roncando como un avión, en una arriesgada maniobra, segura de sí misma, pero cuando quiso ascender otra vez, la curva demasiado cerrada de su elipse la llevó a clavarse de cabeza en la tela, casi en el mismo sitio donde había estado antes el palito que arrojó Jerónimo. Allí quedó debatiéndose.

En la mesa, el minero puso un fajo de billetes junto a la apuesta del Embudo.

-¡Así me gusta, hermano! ¿Quién dijo miedo? -exclamó el fullero, y fue descubriendo una a una sus cartas, dejándolas sobre la mesa, con fingida emoción de novato.

La araña salió del centro de la tela, pasando de hilo en hilo, con agilidad de grumete, y se apoderó de la mosca, que cesó de repente su desesperado aletear. De vuelta a su rincón, la mantuvo firmemente aprisionada entre sus patas.

El minero había palidecido; alargó la mano, tornó con cierto desmaño su vaso de cerveza, entibiada por el ambiente pesado del bar, y se lo llevó a los labios sin mirarlo. El Embudo daba nuevamente las cartas.

La araña, entretanto, estrujaba a la mosca, concentrada en su tarea, ausente a lo que ocurría a su alrededor. Jerónimo le había arrojado un nuevo palito, pero el arácnido no se movió. Finalmente, después de un rato, soltó a su presa; el cadáver del insecto descendió, ingrávido, en el aire espeso, y fue a perderse detrás del mostrador.

El juego había terminado.

Apuró el Embudo, golosamente, el contenido de su vaso, se limpió los labios con el dorso de la mano. Sentado de espaldas a la ventana, el minero se rascaba la cabeza, serio, con aire absorto. Luego tomó su sombrero, y, sonriendo sin expresión, a modo de saludo, abandonó el bar, con pasos pesados de autómata. El fullero llenó otra vez un vaso, vaciándolo de un trago, volvió la cabeza hacia el mesonero.

-¿Tengo alguna deudita por ahí, don Marcelino?

Este había concluido de comer y contemplaba al trasluz una copita de aguardiente que sostenía entre los dedos.

-Raro sería que no, pues -respondió con aparente desgano.

El Embudo estalló en una carcajada que hizo alzar la cabeza a los parroquianos. Manoseaba los billetes, contándolos.

Jerónimo salió a reunirse con Carlitos. La calle comenzaba a llenarse otra vez de tierra y de actividad. El frío de las cumbres solitarias descendía como una niebla invisible, llena de innumerables látigos de hielo, sobre los ateridos campamentos. Mientras le refería su fascinante experiencia con la araña, salió el Embudo. Grave detrás de su sonrisa, le alargó al cojito un billete de quinientos pesos.

-Te has portado como un gigante, ñato.

Y al ver a Jerónimo, cuando ya se había dado vuelta para entrar de nuevo en La Fraternidad, se llevó la mano al bolsillo y le pasó cien pesos.

Está bien, la vida está estupendamente bien, pensó Jerónimo.

Apretando con fuerza su dinero, los dos niños echaron a correr calle abajo, Carlitos dando pequeños saltos, como un gallito herido.

Oscar Cerruto. La Paz, 1912-1981.

De su libro de narrativa:

"Cerco de Penumbras"

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