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Domingo 14 de junio de 2015

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Revista Dominical

"Sin rencor: Cuentos sobre la Guerra del Chaco"

14 jun 2015

(Versión paraguaya) ? Antonio Revollo - Past Presidente de la Sociedad de Historia y Geografía Oruro

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Los cuentos en supra fueron transcritos por Antonio Revollo F., del libro" Sin rencor: Cuentos sobre la Guerra del Chaco", Edit., QR, Producciones Gráficas, Asunción-Paraguay, 2001, joya literaria adquirida de una librería de antigüedades de la Guerra del Chaco en la ciudad de Asunción, en un viaje realizado el año 2011, con motivo de trabajo en la Dirección de Relaciones Nacionales e Internacionales, Convenios y Becas, perteneciente al Programa de Intercambio Estudiantil (PME-Criscos) de la cual es signataria la UTO.

El objetivo del presente trabajo es conocer la visión y pensamiento de escritores paraguayos y bolivianos sobre esta contienda bélica internacional a través de cuentos breves, denominada con acierto por Roberto Querejazu Calvo "Masamaclay", es decir, "lugar donde pelearon dos hermanos".

Durante la tregua

Por: Estella Coscia de Martino (1)

"Hacia finales de setiembre, en el Chaco, luego de veinte días de sangrientos asaltos al Fortín Boquerón, se presentía un acontecimiento extraordinario: lo que se percibe antes de una victoria esperada.

El 29 de ese mes, las tropas paraguayas comenzaron a hacer fuego desde muy temprano, como de costumbre. Esa vez respondieron muy pocos disparos enemigos.

A la luz aún difusa del amanecer, los atacantes no distinguieron unas manchas blancas que, con un poco de esfuerzo, podían divisarse a simple vista, a lo lejos, hacia los montes.

Cuando el sol iluminó el campo, pudieron observar claramente tiras de camisas y mosquiteros convertidos en banderas blancas que ondeaban en la punta de palos diminutos clavados como estacas por doquier.

Era el pedido de tregua.

Los soldados paraguayos, alertados contra posibles astucias, desconfiaron. Temían caer en una trampa.

Hasta que surgió entre la maraña del bosque la figura del oficial boliviano Tte. Salinas, que caminaba demudado aunque decidido hacia nuestras filas.

Había sido enviado por el comandante de las fuerzas bolivianas para entrar en tratativas con el Jefe del Regimiento de Infantería paraguayo, Tte. Coronel Arturo Bray. Cuando el oficial parlamentario fue recibido, manifestó que su jefe, el Tte. Coronel Marzana, deseaba negociar la capitulación de la plaza.

Mientras en el campamento de la Comandancia se desarrollaban las gestiones, unos soldados bolivianos fueron acercándose lentamente, con gran desconcierto por parte de nuestra tropa. Fueron llegando y llenando poco a poco las inmediaciones. Eran los enemigos que atacaron a la patria sin razón; eran los responsables de las fatigas y penurias que soportaban; los que constituían la causa de su alejamiento de sus hogares y de sus seres queridos; los mismos a los que juraron no perdonar la vida.

Pero allí estaban convertidos en una masa de gente suplicante, de fantasmas de los montes surgiendo de sus refugios, implorando un poco de agua y galletas.

Cuando la tropa paraguaya tuvo al alcance de sus manos esa avalancha de harapientos, sucios y maltrechos, se disputó el placer de darles de comer y de beber.

En esa mañana cada uno de nuestros soldados se privó de su jarrito de agua y de su ración de galleta para dárselos al enemigo.

El Coronel Marzana, se dirigía en esos instantes al recinto del Comandante, y pudo ver el trato que recibían sus soldados. Luego, frente a frente con el Comandante del regimiento Boquerón, el jefe boliviano manifestó:

Es usted un caballero, mi mayor. El jefe paraguayo replicó:

Coronel Marzana, usted es un valiente..."

(1) Estella Coscia de Martino, nació en Asunción en 1942, profesora de Artes Plásticas, formó parte de la Asociación de Amigos de la Academia de la Lengua Española del Paraguay.

Tres años menos un día

Por: Carmen Escudero de Riera (2)

"La paz es el sueño de los hombres, pero la guerra es la historia de los hombres". Lo he leído hace pocos días y es lo que me ha impulsado a escribir el relato que escuchara de boca del hoy veterano, Gregorio Santos. El encuentro fue buscado, la conversación fluida. Su mirada, al hundirse en el recuerdo, traducía la huella patética de aquella guerra con más de olvido que de memoria. La tarde, serena, transcurría entre el que contaba y yo, que escuchaba. Iba quedando espacio a la noche estrellada, noche muy distinta de aquella lejana y oscura noche de junio, en la que Gregorio Santos, tirado en su camastro, fumaba un cigarrillo reparador, escondiendo la lumbre bajo la tienda de campaña en el sector de Ingavi. Las noches de junio son largas, larga también se iba haciendo la lucha.

Con diez y ocho años cumplidos, se había enrolado en el ejército. Habían transcurrido casi tres durante los cuales Paraguay y Bolivia estaban enfrentados en una guerra sangrienta, guerra de la que reflexiones posteriores dirían: "fue la culminación de una larga cadena de choques e incomprensiones", guerra en la que ambos países se internaron en una región desconocida, guerra en la que ambos bandos probaron su valentía.

El entonces joven soldado, Gregorio Santos, combatió en zonas inhóspitas, desérticas, en bosques achaparrados y espinosos; en tierras resecas, ardientes, resquebrajadas, hostiles, del llamado Chaco Boreal.

Desde Pitiantuta hasta Ingavi, muchos nombres se sucedían y entremezclaban en esa lasitud que impedía a Gregorio sumirse en sueño profundo. Boquerón, Nanawa (donde ascendió a Teniente), Gondra, Campovía y tantos más.

Lejos, muy lejos veía su casa asunceña, sus padres, sus amigos. La vigilia continuaba. Recordó su colegio; ese colegio que se adentra como ninguno en quienes hayan estudiado en sus aulas, en quienes hayan jugado en ese patio duro, afrancesado y cercado de corredores. Vio la entrada, con sus palmeras enhiestas, altivas y al fondo la imagen de San José. Fue allí donde el grupo de compañeros tomó la decisión; prácticamente se juramentaron: partirían a defender el Chaco. Época generosa, romántica de la vida, en la que todo es dar.

Después vinieron los preparativos: marchas y contramarchas, elemental instrucción militar, entrega del equipo de campaña, glorioso "verde olivo", y la partida. Es imposible olvidar la confusión de sentimientos y emociones vividas en esa mañana clara en el puerto de Asunción. La flamante cañonera atracada al muelle, los cabos aún amarrados, la planchada tendida y la sirena llamando imperiosa.

El escuadrón, calle abajo, acercándose: marchaba al son de su banda con marcialidad acabada de aprender. Abrazos. Rostros resueltos que partían hacia lo ignorado y rostros que quedaban escondiendo lágrimas a punto de aflorar. "Jamás se me borrará el rostro de mi madre, en esa mañana asunceña".

Casi han pasado tres años, somos un destacamento de ochocientos hombres en el sector Ingavi. Una división boliviana nos viene atacando tenazmente desde los primeros días del mes. Nos llegan noticias al frente desde Buenos Aires, de las tratativas de una posible y pronta paz. De firmarse el armisticio se respetarían las posiciones alcanzadas por los respectivos ejércitos. "Ingavi no debe caer en manos del enemigo", ha sido la orden recibida por José María Casal, nuestro comandante. Orden precisa. Las sombras de la noche chaqueña precedían al amanecer del que sería el postrer combate de esa guerra costosa e inhumana. Nuestro comandante ultimó detalles". "Buenas noches, traten de descansar, al alba redoblaremos los controles, el alto mando teme una acción desesperada de nuestros enemigos. Que Dios nos ampare".

Clarea apenas. La niebla invernal y tempranera disimula nuestros movimientos, cubrimos los puestos a los que nos destinaron. Quietud total, silencio, espera. Suenan los primeros tiros de fusil: ha comenzado la ofensiva. El cañoneo se escucha cercano, arrecia el ataque, nos aturden los estampidos. Con angustia veo valientes caídos a mi alrededor. Se dispara sin tregua, atruenan los obuses, ráfagas de metralla nos obligan a desplazarnos a rastras, imposible asomarnos; protegidos dentro de las trincheras, sentimos la proximidad de las balas, los morteros emplazados estratégicamente contribuyen con este esfuerzo desesperado del ejército boliviano. Resistimos. Maniobramos. Contraatacamos. Vencemos. La orden está cumplida: "En el sector de Ingavi destruimos totalmente a la segunda División del Tercer Cuerpo de Ejército boliviano". Así reza el parte abierto enviado por el Gral. Estigarribia al presidente Ayala. Nuestro destacamento, a pesar de su inferioridad frente a la tropa enemiga había conseguido detener el pretendido avance boliviano; con fatiga acumulada, nos dejamos estar.

Mientras, en Buenos Aires, el 12 de junio a las tres de la tarde se firma el Protocolo de Paz. Dos días después a las doce en punto, ante meridiano, cesaría el fuego.

"Las tropas harán alto a la hora indicada, en el lugar alcanzado, donde permanecerán hasta nueva orden". Firma el General José Félix Estigarribia. Este comunicado recorrió un frente de seiscientos kilómetros de extensión. Se aguardó en acecho y relativa calma la llegada de este "momento estelar". Paradójicamente, en Ingavi, un cañoneo tenaz y furioso se desencadenó a las once de esa mañana, extendiéndose por toda la línea. La orden del cese del fuego estaba impartida, faltaba menos de una hora. Los disparos certeros daban en el blanco, otros mal calculados caían en tierra de nadie. El sol lucía en el cielo transparente, el polvo de los impactos opacaba por turno sus rayos que, a pesar de la época, abrasaban; ardía la piel, los ojos entrecerrados percibían el peligro. El ruido infernal, el temor de los últimos instantes nos hacían temblar; ¿seré yo la última baja? El entendimiento embrutecido por la lucha y las privaciones nos hacía eterna la espera. La idea nos obsesionaba, ¿y si fuera ese segundo el final propio e intransferible de nuestra existencia? Nos aferrábamos a la vida, a lo que nos quedaba de ella. Abstraído, a pesar del espanto del momento, cegado por el sol y la arena que ese viento extenuador apenas llegado estaba levantando, contemplando a mis camaradas, héroes de ese infierno, divagaba: "Difícilmente se saldará esta deuda contraída con ellos, deuda de sangre, de vida, de lágrimas; deuda con quienes también combatieron contra la sed, el hambre, la muerte. Algún día escribiré estas historias y, como dijo un pensador "No seré narrador de sus vidas sino testigo de sus grandezas".

Ensordece el ruido, retumba el cielo, el tiempo no cuenta pero inexorablemente pasa y cuando he perdido la noción de ello, un silencio, un silencio abrumador nos invade, nos agobia, nos asusta más que el propio cañoneo. No podíamos ni hablar, el reír se nos había olvidado, paralizados en nuestros puestos nos mirábamos unos a otros. Suena el teléfono. Contesto en clave y me responden: "Solicito permiso para saltar a tierra de nadie y abrazar al hermano boliviano". Al mismo tiempo y desobedeciendo órdenes impartidas por sus jefes de disparar a quien se acercara a menos de cien metros de las líneas, soldados bolivianos, ayer adversarios, saltan a su vez y tirando las armas nos estrechan en un esperado abrazo. ¡Júbilo compartido!

Zumba de nuevo el cielo, pero son aviones, aviones engalanados con insignias blancas y negras sobrevuelan el campo de batalla, arrojando flores sobre los muertos de ambos ejércitos.

La guerra había terminado; duró exactamente tres años menos un día".

(2) Carmen Escudero de Riera, nacida en España, naturalizada paraguaya, pertenece a varias entidades literarias de su país de adopción y componente del Taller de Cuento Breve y del Club del Libro No. 3 de Asunción Paraguay.

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