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Domingo 07 de junio de 2015

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Cultural El Duende

Tres modelos de rechazo intelectual a las posiciones incómodas

07 jun 2015

H.C.F. Mansilla

En sociedades conservadoras y tradicionalistas se pueden constatar tres modelos recurrentes para rechazar opiniones que parecen incómodas o peligrosas para el consenso general.

(1) Las comunidades académicas y universitarias en gran parte del Tercer Mundo contemporáneo han adoptado posiciones marxistas, revolucionarias y anti-imperialistas como el enfoque general y normativo, aunque se trata habitualmente de una retórica inofensiva en la praxis, pero muy difundida en el plano teórico. Esto significa que los enfoques racionalistas y liberal-democráticos no son aceptados como válidos porque estarían alejados de los hábitos intelectuales de estas sociedades. Se rechaza, por lo tanto, toda perspectiva opuesta a una especie de mística revolucionaria y nacionalista. La originalidad de los aportes propios y la pertinencia actual de los planteamientos socialistas y nacionalistas no podrían ser captadas mediante categorías conceptuales que provienen del racionalismo y liberalismo del Norte. Estas últimas, en realidad, serían el fiel reflejo de las estrecheces teóricas y del carácter anacrónico del pensamiento eurocéntrico e imperialista.

Contra esta posición se puede argüir lo siguiente. Liberal suena a libertad o, más precisamente en el ámbito popular latinoamericano, a un exceso de libertad, a un intento de no acatar las normas generales del orden social y al propósito de diferenciarse innecesariamente de los demás. Por ejemplo: las consecuencias práctico-políticas de la modernidad racionalista y liberal no han sido aceptadas del todo en el ámbito andino, donde siguen produciendo una especie de alergia colectiva. Con muchas reservas se puede decir que el ejercicio efectivo de las libertades políticas y de los derechos humanos nunca ha sido algo bien visto por las colectividades latinoamericanas, sobre todo por aquellas que no han experimentado un proceso profundo de modernización. Por ello la libertad individual y grupal y la autonomía de pensamiento y de criterios valorativos no han conformado valores positivos en el imaginario colectivo de estas sociedades premodernas.

Las concepciones más usuales en el terreno académico y universitario se mueven todavía dentro de una plausibilidad hermenéutica conformada por el marxismo-leninismo gramsciano y las modas relativistas y deconstructivistas que ahora son obligatorias. Es decir: lo atendible, lo que puede ser admitido a la discusión y hasta ser aprobado como lo aceptable, tiene que estar en el seno del legado civilizatorio edificado por las rutinas teóricas y las convenciones políticas de este dilatado ámbito cultural. Lo que necesitamos, en cambio, es salir de los criterios angostos de este tipo de plausibilidad, ya que, por ejemplo, las insuficiencias del marxismo son más o menos evidentes: esta doctrina no estuvo en la condición de explicar de modo idóneo la constelación de las naciones altamente desarrolladas en la segunda mitad del siglo XIX ni tampoco pudo pronosticar la evolución y el colapso del sistema socialista mundial en la segunda mitad del siglo XX.

(2) Las sociedades conservadoras y tradicionalistas reaccionan con marcada irritación ante toda muestra de ironía, lo que descalifica ipso facto cualquier enfoque teórico que tenga huellas irónicas. Evidentemente: uno está en clara desventaja si usa términos o giros que estén vinculados a un propósito irónico, aunque sea muy vagamente. Es un asunto muy amplio, que tiene que ver con mentalidades autoritarias que vienen de muy atrás. En el ámbito latinoamericano - como en el islámico - no ha existido una tradición intelectual que vincule la ironía con logros cognoscitivos o con otras posibilidades válidas de percibir el mundo y la propia identidad, como en las dos grandes variantes representadas por Sócrates y Michel de Montaigne. Aquí la ironía no tiene la significación de una distancia lúdica o crítica con respecto al orden social, a las doctrinas prevalecientes o a uno mismo. Ironía es sinónimo de burla, mofa y escarnio, y por ello es muy peligroso el usarla. Georg Christoph Lichtenberg afirmó, en cambio, que detrás de toda ironía están la angustia y el desconsuelo, pero no creo que esta sentencia cause la menor impresión positiva en la mayor parte del área latinoamericana.

No se debe utilizar locuciones y planteamientos irónicos en una sociedad que tiene aversión al riesgo, como son, en general, los modelos sociales conservadores. Estos últimos no atribuyen un valor positivo a la duda y al cuestionamiento como un camino del conocimiento y más bien estiman en alto grado las doctrinas establecidas de vieja data, las certidumbres avaladas por la tradición y los modos convencionales y rutinarios de comunicación. Ante el avance de la modernidad, estas sociedades han ingresado en una crisis general de identidad, lo que transforma su cultura en algo frágil. La fragilidad no se aviene con un talante irónico, que podría significar una vulneración de su identidad precaria, porque toda ironía conlleva distancia.

Observaciones irónicas en torno a la obra de los pensadores nacionalistas o socialistas son consideradas como una mera impugnación escandalosa de las glorias nacionales respectivas y, en casos graves, una ofensa contra toda la colectividad. Uno de los grandes temas abordados por Hannah Arendt es el análisis de la opinión pública convencional, la mayoritaria por amplio margen en cualquier sociedad. Y esta voz colectiva preguntará en tono irritado y acusatorio: ¿Cómo vas a ensuciar nuestro propio nido? Uno no critica la casa, la familia, la nación de uno mismo. Si uno pone en evidencia los rasgos negativos de la propia tribu y del propio país, uno perpetra un agravio a la identidad nacional. Es un acto de deslealtad, lo que nunca es perdonado. El traidor es percibido como el sujeto pérfido que comete el pecado más horrible, ya que actúa así con alevosía incurable. Arendt mostró que este es uno de los tabúes más antiguos y más persistentes en todo orden social. A pesar de ello el deber del espíritu crítico es justamente analizar a fondo estas prohibiciones de ejercer el pensamiento independiente en uno de los campos más interesantes de las ciencias sociales.

(3) En la esfera académica y universitaria de las sociedades conservadoras y tradicionalistas se da, paradójicamente, una curiosa aversión contra la fenomenología. En la acepción latinoamericana más usual, fenomenología no tiene nada que ver con el sentido que G. W. F. Hegel y Edmund Husserl dieron al término. Aquí significa una ocupación tercamente innecesaria y parasitaria con minucias de la vida cotidiana. Actúa superficialmente, por ejemplo, aquel que analiza la situación del Poder Judicial y su instrumentalización por el Poder Ejecutivo con fines políticos o el que menciona el burocratismo de la administración pública o la existencia de enrevesados trámites administrativos. Este tipo de interés indagatorio es calificado como una pérdida de tiempo o una muestra de un espíritu reaccionario, anacrónico y enemigo de las mayorías populares. Lo mismo ocurre con aquel que intenta esclarecer los dilemas y las estrecheces diarias de la población cubana. (Hacerlo anteriormente en el caso de la Unión Soviética era un testimonio antirrevolucionario y pro-imperialista.)

Como asevera Juan Cristóbal MacLean para el caso boliviano, en lugar de luchar "por causas y razones concretas, pragmáticas, material y tangiblemente beneficiosas", la tradición cultural prevaleciente obliga a hacerlo por las "Grandes Causas Abstractas": todo en aras de un futuro presuntamente glorioso. Para estas causas, la preocupación por la realidad, dice MacLean, resulta ser una cosa de "chiquillerías, burguesas, por cierto". Y añade: "Ninguna fe barata admite, como bien se sabe, el ser contaminada por la impura realidad". Se lucha por programas irrealistas y se aceptan estoicamente las penurias del presente porque se supone que el mañana ─ radiante y revolucionario ─ solucionará todos los problemas imaginables. Esta inclinación a generalidades eufónicas y a descuidar el debate racional de lo concreto proviene de la herencia colonial ibérica y la republicana de los últimos siglos, pero también del legado leninista. La exposición a la realidad cotidiana, sin embargo, puede causar un choque intelectual saludable. Eso sería conveniente porque la facticidad diaria no es del todo manipulable según las doctrinas en boga ni tampoco puede ser arreglada totalmente de acuerdo a las necesidades del poder político.

Creo que estos tres modelos de pensamiento nos impiden comprender mejor los dilemas contemporáneos. Un impulso crítico-analítico sería una buena contribución para superar las insuficiencias de nuestras tradiciones cognoscitivas. Lo mejor es recurrir a un principio central del racionalismo clásico y también caro al maestro Karl Marx: la duda sistemática. Ya Sócrates nos mostró un procedimiento muy razonable: mediante el cuestionamiento permanente hay que debilitar los prejuicios colectivos, sin establecer nuevos dogmas obligatorios.

* Hugo Celso Felipe Mansilla Ferret. Doctor en Filosofía. Académico de la Lengua

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