Chile pasa por una contradicción latente y profunda entre sus grados de desarrollo económico, en su apertura al mundo y su considerable retraso democrático y cultural, la que es debida a la persistencia de muchos síndromes dictatoriales, los que la mayoría de sus habitantes se resiste a entender y menos todavía aceptar. Históricamente, el pueblo chileno ha sido manipulado por una oligarquía ambiciosa al extremo que en su afán de riqueza ajena lo ha arrastrado a guerras de rapiña contra países prácticamente inermes como Bolivia y Perú. Esta casta, además de garantizar su acceso cuasi absoluto al excedente monopólico, ha sabido astutamente generar un nivel de vida relativamente aceptable para millones de personas, a pesar de sus graves asimetrías, ya que era necesario un pueblo educado para sostener un sistema capitalista de mediano avance en el sur del continente, pero le vedó el acceso a una información crítica sobre su propia historia y la posibilidad de pensar por sí mismo. Los contenidos de las materias en escuelas, colegios y universidades son muy expresivos: ricos en metodologías y sistemas de carácter técnico, muy requeridos para el desarrollo tecnológico, pero pobres en ciencias sociales, políticas y humanísticas reflexivas. Muy pocos han podido liberarse de esta tenaza, y más todavía a partir de 1973.
En la actualidad, las clases dominantes poseen dos bloques organizados: uno en la Alianza por Chile y el otro en la Nueva Mayoría (NM), los que sustentan el modelo neoliberal, aunque mediatizado en parte por una mínima ala de izquierda en esta última. Para el mundo, el país es abundante en logros sociales, posee un sólido sistema de beneficios y la oposición es entre la izquierda y la derecha. No obstante, la realidad es distinta: el país ha sido privatizado en extremo y la discusión con Bolivia parece absurda cuando se rechaza entregarle una porción de tierra mientras las concesionarias privadas son dueñas efectivas de las carreteras y el mar.
El Gobierno actual, apuntalado por la degeneración consumista como progreso, tiene un control social impecable pues se ha explotado al máximo la desideologización general a través del ocultamiento de lo que pasa afuera (el chileno medio es ignorante de lo que sucede en países limítrofes, e incluso en su propio territorio), hay exceso de farándula, exacerbación del consumo-chatarra, predomina la cultura individualista, el sindicalismo está minimizado, los medios de información son parcializados y es grave la carencia de discusión democrática al interior de los partidos, entre otros elementos. Estos síntomas son los característicos de una sociedad que vive bajo los síndromes de la dictadura de Pinochet, criminal que asesinó e hizo desaparecer a 30 mil chilenos. El pueblo chileno se encuentra amordazado por su propia falta de conciencia histórica y política.
El gobierno de Michelle Bachelet, como lo fueron otros de su coalición política, no es más que la continuación orgánica, con algunos matices, de la dictadura. Las políticas de Estado siguen siendo las mismas en la educación, la salud, el empleo, la defensa, los órganos de represión a la diversidad de pensamiento y acción, los problemas de las minorías étnicas y sociales y las relaciones exteriores, en este último campo confrontadas con la demanda de Bolivia ante el Tribunal de la Haya por la posibilidad de un acceso soberano al Océano Pacífico vía negociación de buena fe.
En cuanto a la crítica social, no existe oposición de magnitud al modelo neoliberal sino en pequeños sectores vinculados a la Nueva Mayoría como son Izquierda Democrática, MAS, Partido Comunista, y partidos con sentido social aunque de escasa trascendencia debido a la inexistencia de un frente amplio nacional.
En síntesis, el pueblo chileno se encuentra acogotado por sus propios síndromes, basados en un chovinismo atrasado y en una suerte de resignación ante el poder de una casta eficiente en la defensa de sus intereses angurrientos, pero mezquina en la satisfacción plena de las necesidades de sus ciudadanos y atrozmente pérfida en el irrespeto a los derechos de otros pueblos. Finalmente, Chile es un país prisionero de sus ambiciones desenfrenadas, su amnesia histórica y sus traumas bicentenarios.
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