Loading...
Invitado


Domingo 26 de abril de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

Mujer, perro y abrigo

26 abr 2015

Carlos Medinaceli

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Yo era un enamorado alfeñique que toda vez que me encontraba cara a cara con la Emperatriz de Hungría, quiero decir con Ernestina Campoverde, que era mi enamorada, me volvía inconsútil melcocha. Cierto es que le tenía una pasión sincera, que, sin embargo, no pasaba del castaño oscuro, ni llegaba al rojo vivo. Rondaba la calle donde vivía ella hasta altas horas de la noche, con solo un confidente y amigo: mi abrigo… ¡Oh, mi abierto! Buena prenda en mal poder; nunca pude averiguar si yo deshonraba a mi abrigo, o el abrigo me deshonraba a mí. Su origen se perdía en la noche de los tiempos y su color en los abismos del misterio. Para hacer su biografía sería preciso un libro; ella no es posible en los estrechos límites de una nota periodística. La Historia, haciéndole justicia, recogerá en sus páginas de oro la odisea de la vida.

Yo lo recibí inmerecidamente de uno de mis antepasados y dieron en afirmar las gentes que el finado seguramente, fue más alto que yo. Pero me adapté al abrigo como el caracol a su concha.

Amábalo tanto como a Ernestina; aunque esta no era de ilustre linaje me era tan útil como él. Ernestina tenía dieciocho años, buen corazón, mala dentadura y un horror feroz a mi abrigo.

–¡Este abrigo macfarlán, o qué demonios! –me decía– te da un aire de pasado de moda, apocalíptico, matusalénico. ¡Cuando te veo con él… me resisto a quererte!...

¿Qué hacer? Yo no me resolvía a dejar mi abrigo; tampoco a perder el amor de Ernestina. Estaba entre la cruz y la espada. En fin, a duras penas, como “se arranca el hierro de una herida”, del centro del cuerpo me arranqué el abrigo. Solo entonces la familia consintió en cederme la mano de Ernestina.

Dejé al abrigo en el ropero de casa y me casé con Ernestina.

Los primeros meses no dejó de salir la Luna en nuestra miel. Pero, ¡lo que son las cosas! Mi mujer había conservado indeleble un amorcillo de soltera: su faldero. Se llamaba “Cupido”. Era, como todos los perros distinguidos, remolón, voluntarioso, malentretenido. Siempre estaba chupando los dedos de Ernestina. ¡Qué asco! Esa mano que me concedieron a mí; pues fui yo quien me casé con Ernestina. ¡El perro qué tenía que hacer con ella? Y, todavía, la muy tonta me confesó ingenuamente su profundo amor por “Cupido”. Cómo a sus faldas se encaramaba el muy bribón; cómo le olfateaba el odore di fémina…

–Bueno, Ernestina –sin poder más le dije un día–: si te empeñas en seguir fastidiándome con ese maldito animalucho, yo me veré obligado a traer mi abrigo.

–No seas animal– gruñó ella–. Esa tu reliquia es digna de un magistrado; pero a ti no te sienta bien.

–¿Pero, qué tiene que ver el perro con el abrigo?

–Que no me agrada.

–Menos a mí tu abrigo.

–Caprichosa.

–Extravagante.

–Beata.

–Alguacil.

No nos hablamos el resto del día. Llevé mi abrigo. Ernestina se la pasó en unos coloquios místicos con el tal “Cupido”. El ambiente se presentaba amenazante. La cocinera huyó.

Transamos por intervención del médico. El doctor Pereza intercedió para que Ernestina mandara a su perro donde mi suegra y yo obsequiara mi abrigo a un mendigo de la vecindad. Continuamos nuestra vida matrimonial. Yo me volví taciturno; Ernestina una neurótica. Nuestros diálogos, cada vez más irónicos, escondían en toda frase lo acerbo de una ponzoña. Hasta que, otro día, sin respetar ninguno de nuestros pactos de “no agresión”, rompimos relaciones, una copa y algunos platos. Fue el día en que, más tarde que se costumbre, Ernestina volvió de casa de su madre, donde había encontrado lloroso y alicaído a su faldero.

–Canalla –le dije: vuélvete al antro de donde has salido. Histérica, mala mujer.

Nos divorciamos.

Retorné, más desencantado que nunca, a mi destartalada buhardilla de soltero. Nada me gustaba. Se me hacía imposible la vida. Tarde, que paseaba mi tedio por una calleja, tropecé con el mendigo de marras y cómo me emocioné al considerar el miserable estado de mi abrigo. Si el mendigo se había hecho, además, de un perrito; yo no tenía ni abrigo, ni perrito, ni mujer. Reflexioné. Decidí matarme. Fue a cas ay escribí lo que sigue:

“Yo, Cipriano Malpartida, declaro que muero por mi propia voluntad. A nadie se culpe de mi muerte sino a mí mismo y a la flaca naturaleza humana que hace odiar lo que se tiene y amar lo que se ha perdido. Lego esta experiencia, inútil como todas las experiencias, a la humanidad. ¡Jamás traicionéis la sinceridad de vuestros sentimientos y no llegasteis a ser sinceros como vosotros mismos y consecuentes con vuestras acciones, no tendréis derecho a la vida, y moriréis como yo, sin perro, sin mujer y sin abrigo!”

* Carlos Medinaceli. Potosí, 1899-1949. Narrador, crítico y profesor

Tomado de “Archipiélago 32-33”

Para tus amigos: