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Domingo 26 de abril de 2015

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Cultural El Duende

Reflexiones sobre mi propia existencia

26 abr 2015

H. C. F. Mansilla

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Mi formación fue promovida en el hogar paterno por una atmósfera liberal y simultáneamente interesada por toda manifestación de la esfera cultural, cosa que ha marcado mi evolución posterior. En Alemania estudié lenta y cómodamente ciencias políticas y filosofía, antes de que las universidades de aquella nación abandonaran su carácter humanista y se convirtiesen en fábricas de meros técnicos y tecnócratas. Guardo de aquellos años, que probablemente fueron los mejores y decisivos de mi vida, el mejor de los recuerdos y una nostalgia irremediable. De mis maestros en Berlin y Frankfurt aprendí sobre todo la función filosófica de criticar lo obvio y lo sobreentendido, o sea a poner en cuestionamiento los valores supremos de nuestro tiempo: la normativa del progreso material incesante, el crecimiento económico ilimitado, las modas dictadas por los medios masivos de información y las identidades de cuño nacionalista y populista. Por otra parte, el espíritu crítico, que mantiene distancia con respecto a todas las modas, doctrinas e insensateces del momento, resulta ser algo incómodo para las sociedades de todos los tiempos. A comienzos del siglo XXI, cuando movimientos nacionalistas, populistas y socialistas vuelven a ganar relevancia y cuando la industria de la cultura, en su versión globalizada y plebeya, establece una especie de dictadura inescapable, los individualistas como yo sentimos una soledad muy grande.

Y esto es lo que creo ver en el mundo del presente: la impostura hecha norma en el terreno de las ciencias sociales (las variantes del postmodernismo y del relativismo axiológico), el retorno del populismo autoritario en el Tercer Mundo, el avance del fundamentalismo y fanatismo en muchas naciones, la civilización del despilfarro y la vulgaridad en los países del Norte, el desastre ecológico-demográfico a escala global. Convivir con todos estos fenómenos en el otoño de la vida es ciertamente un castigo, tal vez inmerecido.

Después de una larga existencia y de leer mucho sobre asuntos históricos, puedo afirmar, con temor a equivocarme, que la evolución histórica no deja traslucir claramente un sentido general, y menos uno de índole racional. Si uno ha experimentado el siglo XX, es difícil aseverar que la humanidad se encamina, de modo más o menos seguro, hacia el progreso material y moral para todos los habitantes de la Tierra, hacia la convivencia civilizada de todas las naciones y hacia la reconciliación del Hombre con la naturaleza. Es improbable que exista algo así como un sentido general de la vida de carácter positivo y promisorio para la mayoría de los seres humanos. El totalitarismo del siglo XX fomentó la posibilidad de ver la vida como un contexto inescapable de locura, violencia y caos. Pero aun así podemos crear o suponer pequeños sentidos parciales, individuales y temporales. Después de todo, hay mucha gente cuya vida ha sido y es relativamente bien lograda, es decir con ciertas alegrías y variados triunfos, sin demasiados sufrimientos materiales y dolores espirituales. Y lo mismo puede afirmarse de ciertos periodos históricos. La acumulación de sentidos parciales, que paso a paso en sí mismos tienen algo que da coherencia a nuestros actos, forma un conjunto, una totalidad, que, por más casual y relativa que sea en sus componentes, posee un sentido racional y suficientemente amplio para contrarrestar la doctrina contemporánea del relativismo a ultranza.

Mi preocupación principal ha sido el individuo expuesto a los avatares de las sociedades modernas, la persona sometida al sinsentido de la historia y el destino, el ser pensante topándose con las perversidades del colectivismo y las necedades de la opinión pública. La promesa de un mundo feliz se ha transformado hoy en la posibilidad de la destrucción ecológica y la regresión histórica. Leí estas cosas en los libros de mis maestros Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, textos terribles y cargados de una amarga verdad, donde hallé las primeras formulaciones de esta concepción pesimista que se aviene tan bien con mi carácter. Creo ser fiel a mis maestros de la Escuela de Frankfurt cuando reivindico el valor superior del individuo frente a las coacciones manifiestas de los sistemas totalitarios, por un lado, y ante las seducciones sutiles de la industria contemporánea de la cultura, por otro. Al mismo tiempo mis maestros pusieron énfasis en la distancia que existiría entre el ámbito de lo real (la facticidad cotidiana de las sociedades contemporáneas) y las posibilidades derivadas del desarrollo acumulado: la diferencia entre la estupidez predominante y un mundo razonablemente organizado sería simplemente enorme y por ello decepcionante en grado sumo. La pesadumbre y la melancolía, el desencanto y el desconcierto serían entonces el estado de ánimo de toda persona medianamente informada e inteligente. El sueño de la razón terminó engendrando monstruos. En un rapto de entusiasmo racionalista, Karl Marx exclamó que nuestro deber era cambiar el mundo según los dictados de la razón histórica; hoy, más humildes, sabemos que nuestra obligación es preservarlo de las pesadillas y las tentaciones de la razón, apoyándonos, como nos enseñó Hans Jonas, en un principio de responsabilidad basado paradójicamente en la modestia histórica.

Mi talante escéptico se vio reforzado por la lectura de Sigmund Freud y por autores que han enfatizado el lado irracional del quehacer humano. Debo a San Agustín la convicción –la base de sus Confesiones–de que el alma humana es ambivalente: los propósitos más nobles conviven con los apetitos más abominables, los motivos más puros con las intenciones más turbias. Las ambigüedades de nuestro espíritu se originan en el ansia ilimitada de saber, que es, al mismo tiempo, un ansia irrestricta de poder. Queremos saber siempre más y más, y eso nos conduce a influir sobre las mentes, los corazones y las acciones de los mortales. Pero el alma encierra también el anhelo de conocer y amar a Dios y de vivir de acuerdo a Sus mandamientos. Este deseo empieza desde la profundidad de los fosos del pecado y del orgullo. Y esa es nuestra esperanza, aunque sea pequeña. Como escribió Hannah Arendt, la fidelidad se convierte en el signo y símbolo de la verdad: “Al término de nuestra vida sabemos que sólo es verdad aquello a lo cual le pudimos conservar la fidelidad hasta el final”.

Finalmente quiero dejar testimonio de agradecimiento a todos aquellos que me enseñaron la bondad de los grandes corazones –como mis padres–, la belleza del arte y la literatura y la virtud inapreciable de la gente sencilla. El tiempo lo estropeará todo, sin duda alguna, pero aun así hay que dejar una constancia de gratitud en favor de las personas que posibilitaron y facilitaron nuestra vida.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en filosofía.

Académico de la Lengua

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