Loading...
Invitado


Domingo 12 de abril de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

Qatari y Asiru

12 abr 2015

Gladys Dávalos Arze

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

Estaba esperando a mi hija Cecé en su dormitorio. Todas las noches realizábamos un viaje imaginario antes de que ella se durmiera. Ella había oído hablar mucho de los viajes al pasado en una máquina del tiempo. Me sugirió entonces hacer un viaje al pasado, pero en una máquina, que no la teníamos, sino con nuestra mente y nuestra imaginación. Nos echamos cómodamente y nos abrigamos bien. Estando ya muy juntitas y abrazaditas, cerramos los ojos y viajamos en el tiempo. Volamos a los Andes. Delante de nosotros aparecieron montañas gigantescas cubiertas de nieves eternas y, a sus pies, hermosos valles y lugares selváticos y tropicales. Escogimos la época de los Incas y nos imaginamos lo difícil y dura que debió ser la vida para ellos, cruzando esas montañas, a veces con ejércitos numerosos.

–No tenían problemas de abastecimiento –dijo entonces Cecé muy letrada–. Los habitantes del incario sabían deshidratar los alimentos. Hacían secar la papa, de donde nace el chuño, la carne, de donde viene el ch’arki la k’isa (fruta seca). Siempre tenían comida y no necesitaban refrigerador –dijo recordando lo aprendido en el colegio.

–Sí, así es… pero ¿cómo habrá sido cuando llegaron los españoles? –le pregunté.

Y ahí fue que las dos pensamos en guerra, porque las relaciones no fueron muy amistosas que digamos. Debió ser dramática, como toda guerra, desde luego, aunque, en medio de tanta crueldad, ha debido haber ocurrencias con tintes divertidos. Por lo menos así quisimos nosotras imaginarnos ese encuentro de culturas tan dispares.

Aparte de las montañas, habían muchos animales desconocidos para los conquistadores, como el oso, la vicuña, el guanaco, el quirquincho en las alturas y el puma, el mono, el gato montés y… la víbora en sus faldas. Los conquistadores contaban con un animal que les ayudó mucho a impresionar y a asustar a los habitantes originarios: el caballo. Algunos de estos pensaban que eran una sola cosa y, ambos juntos, un dios. Un dios que vomitaba fuego, pues los españoles introdujeron las armas de fuego. Al principio, los aborígenes se asustaron muchísimo porque nunca habían visto disparar un arma. Además los conquistadores eran barbudos.

–¡Entonces asustaban el doble! –añadió Cecé, muerta de la risa.

Con el tiempo, los del incario se dieron cuenta que el caballo era una cosa, y el español que lo montaba otra, y que eran vulnerables y el español tan humano como ellos. Entonces, un día se reunieron en asamblea. Varios indígenas hablaron, pero fueron especialmente los más jóvenes, los lloq’allas (muchachitos), los que llegaron a la conclusión de que era hora de asustar a los conquistadores, como ellos habían asustado antes a ellos.

–Propongo que les invitemos a almorzar y les pongamos gran cantidad de llajua para que les pique y arda la lengua, se pongan colorados como el sol al atardecer y lloren como mujeres –finalizó sonriente uno de los muchachos.

–Sí, sí, que salten como un guanaco por toda la montaña –dijo pícaramente uno de los más jóvenes, encantado con la idea.

–Lo que dices suena bien –replicó otro–, pero al enemigo no se lo invita almorzar.

Todos rieron a carcajadas.

–¿Por qué no? –preguntó otro de los lloq’allas, muy serio– podríamos fingir ser amables e invitarlos a almorzar y luego…

–No, no, no queremos hacerles daño, sino darles un susto que les dure el resto de su vida –dijo otro y continuó–. Tengo otra idea mejor. He notado que los españoles miran con curiosidad a nuestros animales de la selva. Creo que ellos no conocen una asiru (víbora venenosa), por ejemplo. Por eso sugiero que cada uno de nosotros lleve en la próxima batalla cientos de culebras, asiru serpientes, qatari (víbora grande que estrangula) y apasanka (arañas) en su q’epi (atado) – finalizó el valiente joven.

Todos quedaron pensativos. La idea no era mala, sin duda, pero significaba reunir una enorme cantidad de animales ponzoñosos y otros que no lo eran tanto, pero que causaban una impresión para darle infarto a cualquiera.

–Yo estoy de acuerdo –se apuntó pocos minutos después uno de los guerreros más robustos.

–Sí, ¿pero alguien ha pensado cómo vamos a reunir tanta víbora? –preguntó preocupado otro.

–Sí, yo –dijo el chico que había hecho la sugerencia–. Ustedes saben que nuestras indias son capaces de hechizar con sus cánticos. Iremos a visitarlas y les contaremos de nuestro plan. Estoy seguro que nos ayudarán.

–Ah, no sé –dijo dudando uno de los indiecitos más tímidos–. Eso de meter a las hechiceras en esto… seguro que va a salir mal…

–¿Hechiceras? ¿Quién habla de hechiceras? Son mujeres muy sabias, layqas. Conocen de yerbas, curan enfermedades, tranquilizan a los enfermos con sus pócimas, realizan sortilegios de miradas penetrantes y de cánticos especiales, que te hacen cambiar y te hacen sentir diferente.

–Si, tal vez a ti, claro. Cuando a mí me mira una mujer con ojos penetrantes, también me siento raro –se rió el indiecito de su amigo–, pero aquí se traba de ví-bo-ras. De culebras venenosas, ¿entiendes? No sé si una de ellas va a permitir que una de las señoras la esté mirando siquiera –dijo moviendo la cabeza de un lado a otro, preocupado.

–No. No las van a mirar siquiera. Van a atraerlas con su melodiosa voz. Esos cánticos son sensacionales. Yo los escuché una vez. No hay bestia que pueda resistirse. ¡Ya verán!

Todos quedaron convencidos con estas últimas palabras. Estaban dichas con tanto entusiasmo y seguridad, que nadie se animó a contradecirlas, aparte que no había otra mejor idea en ese momento. Se fueron entonces en busca de las hechiceras del imperio incaico.

Al escuchar a los jóvenes, las viejas encantadoras (no por sus encantos, sino por sus habilidades de encantar) reaccionaron fascinadas. Era un desafío para ellas y, además, una prueba de su poder dentro del imperio.

–¿Cuándo empezamos? –quiso saber la mayor, de pronto llena de energía.

–Cuanto antes –dijeron los jóvenes.

Y todos juntos emprendieron el camino hacia la ladera de las montañas, donde habitaban las boas y otras serpientes peligrosas. Las layqas se sentaron en rocas y peñascos encima de los yungas y empezaron con sus dulces cánticos. Tenían voces agudas, altas, arrobadoras, tal vez algo plañideras y melancólicas, como el sonido de la quena. La melodía misma era algo a lo que ningún ser viviente podía sustraerse. Los muchachos quedaron cautivados.

–Tenías razón –dijo el joven indio que en un principio estaba escéptico–. Es algo sensacional, creo que también yo voy a quedar hechizado –dijo en tono burlón.

Pero no hubo tiempo para mayores comentarios. Ya las víboras empezaban a acercarse en grandes cantidades a una poza que había en medio de los Yungas, lugar donde las layqas habían planeado atraerlas. Algunas se contorsionaban, con medio cuerpo en el aire, como si estuvieran danzando. En todo caso se contoneaban y parecían muy alegres y concentradas. Otras, como las boas, llegaban lenta y pesadamente, algo extrañadas por los cánticos, pero también fascinadas.

Fue así que los jóvenes del incario reunieron gran cantidad de víboras, serpientes, culebras y arañas. Cada uno metió a muchas de ellas a su q’epi y se lo cargó a la espalda. Como las boas eran demasiado grandes para entrar en los bultos y demasiado pesadas para ser cargadas en la espalda, las layqas les dieron una extraña y misteriosa pócima que las anestesió y las mantuvo tiesas y rectas. Así pudieron los indiecitos cargarlas entre dos, como troncos. Caminaron hasta el campamento donde los conquistadores españoles estaban haciendo la siesta y empezaron a llamar la atención tirando piedras a sus hogueras.

Los muchachos habían acordado decirles que estaban trayéndoles regalos. Los conquistadores siempre esperaban regalos de los nativos. Estos tenían que llegar con cargas de oro y plata, si no, los ambiciosos hombres se ponían de mal humor. Los perros ladraron, llamando más aún la atención de los españoles, que empezaron a salir de la modorra de la tarde. De pronto tuvieron que abrir los ojos desorbitadamente, porque no podían creer lo que veían: cientos de indígenas les traían bultos llenos de lo que más querían. Cayeron en la trampa y creyeron que se trataba de oro y plata. Cuando abrieron los “regalos”, ¡sorpresa! las víboras saltaron y atacaron, se enredaron en sus cuellos, en sus piernas, en sus brazos. Los hombres barbudos no tuvieron tiempo de reaccionar ni de usar sus armas. ¡Les llovían culebras! Algunas, muy negras, eran las pocos conocidas serpientes-látigo, que muy pronto estaban volando por los aires, haciendo brincar de dolor a los españoles con sus latigazos en el trasero. Los troncos, mejor dicho, las boas les cayeron desde lo alto. Una buena parte de los españoles cayo desmayado o por lo menos, atolondrado. Al despertar, buena parte de ellos se vieron envueltos como niños. Las boas, reaccionando del efecto del brebaje, se estiraron con esfuerzo hacia los cuellos y tórax de los hombres y parecía que les iban a romper algunos huesos. Tal era la fuerza con la que los apretaban.

Hubo un caso curioso, que no lograron entender ni los indios. Al atacar a uno de los conquistadores, la cabeza de una de las arañas se puso roja de rabia y sus patas también. Iluminó la cabeza el conquistador como un curioso sombrero y… ¡empezó a ladrar como un perro! De puro asombro, el conquistador perdió el conocimiento.

Otra araña, la apasanka, que es peluda, huesuda, grande y muy negra, hizo de las suyas entre los caballos, ayudada por una nube de thaparakus (mariposas nocturnas), pero que fueron a dar al campo de batalla como hipnotizadas por los cánticos. Con la luz del sol se arrebataron y empezaron a aletear agitada y nerviosamente en la cara de los caballos y conquistadores. Estos daban manotazos a diestra y siniestra, sin lograr ningún efecto. Es más, después de un momento, se les unió un animal al que los indígenas llaman wayronqo (moscardón negro). Nadie sabe de dónde apareció este moscardón negro, enorme, que vuela haciendo un tremendo e infernal ruido. No tiene ojos y esto horrorizó más aún a los atemorizados conquistadores. Vino acompañado de otros de su especie y, ciegos, a tientas, solo se daban cuenta al tacto, de estar en algún caos y chocaban con las barbas de los hombres. Como se pinchaban, reaccionaban y pinchaban más fuerte, haciéndolos gritar de dolor.

El desorden y el susto entre los caballos no fue menor. Muchos empezaron a relinchar de miedo, haciendo un ruido infernal.

Es sabido que las víboras vuelven locos a los caballos y hubo una escena muy violenta: una de las boas atacó a uno de ellos con fiereza y crueldad. No lo soltó más, lo fue empaquetando, apretando, dejándolo sin respiración, hasta que hizo crujir sus huesos y lo reventó. Entonces empezó a succionarlo y a tragárselo, centímetro a centímetro. Los jóvenes quedaron boquiabiertos, paralizados de miedo y muertos de pena, porque no contaron con que podía suceder una escena tan espantosa. Pero toda batalla es cruenta y a menudo no se pueden evitar las atrocidades.

Los jóvenes lograron su propósito de asustar a los conquistadores. Pero la diversión, si se la puede llamar así, les salió cara. El Inca Viracocha, al enterarse de estos desmanes, los reprendió con dureza y habló personalmente con las hechiceras para que con sus cánticos devolvieran a los animales a la selva. Pero como los conquistadores casi, casi se mueren de susto, los jóvenes del incario decidieron que dos de los más valientes y osados, el de la idea y otro que fue el que llevó más culebras venenosas en su q’epi, llevaran para siempre como apellido el nombre de dos serpientes de las más peligrosas: Qatari y Asiru.

* Gladys Dávalos. Oruro, 1950-2012

. Escritora, académica

de la lengua

De su libro “Qatari y Asiru”

Para tus amigos: