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Domingo 12 de abril de 2015

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Cultural El Duende

René Zavaleta Mercado y la consolidación de los prejuicios colectivos

12 abr 2015

H. C. F. Mansilla

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La popularidad de René Zavaleta Mercado entre los estratos intelectuales de Bolivia se debe, en última instancia, a que su obra condensa ideas e imágenes relativamente rutinarias y convencionales en torno a la historia, al ordenamiento social, a la moral colectiva y a la programática para el futuro. Se trata de concepciones expuestas mediante una vigorosa retórica de alto nivel teórico. Los escritos zavaletianos deben su éxito, entre otros motivos, al hecho de que comparten los prejuicios de una buena parte de la población y apelan constantemente al memorial de agravios de la nación profunda. Estos prejuicios colectivos contienen porciones dolorosas del propio pasado y, por ende, una representación de verdad indubitable para la sociedad involucrada. El cuestionar estos prejuicios significa poner en duda una especie de dogma nacional: una labor siempre mal vista.

Zavaleta abrazó la doctrina del nacionalismo revolucionario en base a sus vivencias personales y a sus emociones profundas en abril de 1952, cuando, siendo adolescente, experimentó de modo directo y casi físico los violentos acontecimientos de Oruro que dieron comienzo a la llamada Revolución Nacional. Utilizando una expresión de Mauricio Souza Crespo, se podría sostener que el “momento constitutivo” de la obra de Zavaleta ha sido la “fidelidad intelectual y política a la Revolución de 1952 y al destino del Estado de esa insurrección”. A ello, dice Souza Crespo, regresará Zavaleta “en todas sus derivas históricas. De varias maneras, decíamos, su obra es una biografía del 52”. A este momento constitutivo pertenece la centralidad del proletariado minero boliviano, que Zavaleta mantiene de por vida como un factor eminentemente positivo y no como un problema que puede contener elementos negativos.

En 1971 escribió en un rapto poético y existencial: “Abril ¡qué palabra! El gran viento del tiempo no apacigua a este símbolo violento y poderoso, certero como un balazo. Símbolo, por cierto, del poder del pueblo innominado pero también un texto”. Efectivamente: la llamada Revolución Nacional se transformó muy pronto en un mero texto, es decir: en un objeto de estudio. El símbolo, desdibujado por la acción de la misma élite que tomó el poder en abril de 1952, no fue “certero como un balazo” — ¿son estos siempre tan exactos y tan necesarios? —, sino difuso y equívoco. Y ello fue así porque el poder político no estuvo jamás en manos del “pueblo innominado”, ni siquiera en los primeros y gloriosos días de ese Abril ahora tan lejano y tan mitificado por la propaganda y las interpretaciones posteriores. El poder, como siempre, estuvo y está en manos de los que hablan en nombre de las masas explotadas. Y Zavaleta no fue ajeno al ejercicio del mismo. Lo que afirmó en 1962, cuando pertenecía a ese grupo privilegiado, es importante, porque nos muestra, por una parte, el vigor decisivo de la experiencia vivida y, por otra, la identificación acrítica de nuestro autor con el régimen instaurado en aquella ominosa fecha: “Recuerdo el 9 de abril de 1952 bajo el cielo de metal azul de Oruro, cuando los mineros de San José se descolgaron desde los cerros y nuestro pueblo mostró la fuerza de sus brazos y el calor de su sangre y tomó la ciudad y liquidó la marcha de los regimientos del sur sobre La Paz. ¿Quién sabe ahora de esas horas? Definición de balazos en los extramuros de un cuartel terroso, conjuración más bien caótica como el corazón de un cholo. […] Las buenas abstracciones no servían para sacarnos del agravio natural, de la frustración infalible que nos esperaba de no haber llegado aquel día de abril, que fue un día de sangre cumplida y de muerte derramada pero también de un nacimiento histórico”.

Este trozo literario nos relata que el advenimiento de Abril — con su sangre derramada y su muerte cumplida, como yo lo recuerdo aún hoy con espanto — significó para Zavaleta un despertar de emociones y, al mismo tiempo, de conocimientos políticos: ciertamente un nacimiento histórico. Es de justicia mencionar que en 1972/1973 nuestro autor se distanció severamente de los dirigentes del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR, 1952-1964) — como si no hubiese pertenecido nunca a ellos —, afirmando que lo que comenzó como un golpe de Estado, “se había convertido, merced a la acción espontánea de las masas, en una insurrección popular, la primera triunfante en la América Latina. Ellos mismos no comprendieron jamás la grandeza del acontecimiento que vivieron, lo que suele ocurrir a hombres convencionales puestos en medio de acontecimientos supremos”. La crítica, con ribetes poéticos y morales, a los gobernantes del MNR está obviamente justificada, pero deja de lado tres elementos de gran relevancia: (1) la glorificación, exagerada y romántica, de ese suceso como si realmente hubiese sido una insurrección popular mediante la acción espontánea de las masas; (2) el desdén que este partido y todos sus dirigentes, incluyendo a Zavaleta, exhibieron por los derechos humanos, el Estado de derecho y los procedimientos institucionalizados; y (3) hacia el interior del partido, la falta de democracia interna y de discusión libre en el seno del MNR. En todos estos puntos se puede detectar una identificación de Zavaleta con el nacionalismo revolucionario que es demasiado inmediata y emotiva, identificación que no le permite un análisis adecuado de los fenómenos mencionados.

Podemos comprender mejor este desarrollo vital y su contexto existencial acudiendo a uno de los pocos estudios que han aparecido en Bolivia sobre mentalidades colectivas y sus manifestaciones en individuos concretos. En su libro Los mitos profundos de Bolivia, Guillermo Francovich afirmó que “los hombres no son naturalmente racionalistas”, sino, por el contrario, “son originalmente románticos, poéticos, mágicos”. En cambio, de acuerdo a Francovich, el pensamiento científico moderno requiere de una predisposición de distancia y desafección ante los asuntos que deben ser analizados. Probablemente Zavaleta no tuvo una actitud básica de imparcialidad y desapego frente a las cuestiones que estudiaba y menos aun frente a su propia evolución intelectual y a sus creencias más profundas. Zavaleta no tenía una distancia crítica, lúdica o irónica con respecto a su propia obra. Y esto tiene que ver con un trasfondo religioso o, mejor dicho: teológico-filosófico, que impregna sus escritos. Fernando Molina dice lo siguiente: “Veremos entonces que si buscábamos un científico, un teórico de lo social, lo que encontramos, más bien, es un profeta y un moralista. Muy dotado, como todos, de la habilidad de palabra y de la ‘visión’, pero también muy alejado de la objetividad, como quiera que concibamos este concepto”.

Lamentablemente el ámbito de las ideas puede ser empleado para aligerar y acelerar la marcha hacia el poder político. En este caso se da una especie de infidelidad con respecto al espíritu crítico. La amplitud, la importancia y la profundidad de la obra de Zavaleta Mercado impiden, evidentemente, que se la califique como una deslealtad hacia el espíritu crítico, pero en ella se pueden detectar, en forma condensada, algunas carencias de las ciencias sociales latinoamericanas y bolivianas: la indiferencia ante los logros de la democracia moderna, la insensibilidad frente a las vulneraciones de los derechos humanos, la apreciación positiva del organicismo antiliberal y el desprecio de la civilización occidental. Todo esto está unido, paradójicamente, a una tecnofilia algo ingenua y fomenta, de rebote, la actual inclinación a considerar que el humanismo es algo meramente anacrónico y nostálgico.

* Hugo Celso Felipe Mansilla. Doctor en filosofía.

Académico de la Lengua

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