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Domingo 29 de marzo de 2015

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Cultural El Duende

El avispón

29 mar 2015

Un loco goza de fama tardía en todo el mundo… salvo en Alemania. Una visita al director de cine Werner Herzog en Hollywood Hills • Jörg Häntzschel

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Segunda y última parte

A veces uno piensa que Herzog es como un personaje de dibujos animados que, aprisionado y agujereado, se levanta y vuelve a andar. En Nueva York se rompe una pierna al saltar de una ventana. Después pasa el invierno en un Volkswagen escarabajo, con la pierna escayolada y cubierta de papel de periódico para protegerla del frío. En México participa en un rodeo como domador de toros con el nombre de “El Alamein”, aunque no sabe ni siquiera montar a caballo. Y no hay nada que le guste más que contar esas historias en sus películas, las suyas y las de otras almas afines a él.

En Grizzly Man reconstruye los últimos meses en la vida de un hombre que vivía entre osos hasta que uno de ellos un día lo despedaza. Para Las lecciones en la oscuridad visitó a los bomberos que apagaron los pozos de petróleo incendiados por las tropas de Saddam. En Encuentros en el fin del mundo estuvo con los buceadores de aguas profundas de la Antártida. “La curiosidad me lleva a encontrar a gente que da vueltas a sus problemas de relación en el sofá”.

Tampoco quiere ver esas cosas en las películas de sus discípulos. Si no, no hubiese exhortado a los asistentes a su primer seminario sobre cine en enero de 2010 en Los Ángeles a leer: “¡Leed, leed, leed, leed! ¡Quien no lee no llegará nunca a ser un buen director!” o no les hubiese enseñado a abrir cerraduras con la ganzúa, una condición para emprender excursiones, la mejor manera, según él, de aprender el oficio de cineasta.

En 1985, cuando recorrió a pie zonas de Alemania del oeste y del este, pasó muchas noches en casas inhabitadas. “La lluvia te está empapando, se hace de noche, y el próximo pueblo queda a doce kilómetros. De repente descubres una cabaña de esquí que sólo se usa una vez al año. En tal situación hay un derecho natural a refugiarse allí. No ocasiono ningún daño. Dejo la cama perfectamente hecha y lavo y seco la vajilla.”

Pero Herzog no viaja por viajar, y nada le resulta más ajeno que el escapismo romántico del tipo de Memorias de África. Lo que busca con sus películas es una definición de la verdad que tiene primero que arrancar al mundo: “Actualmente estamos enterrados bajo un alud de realidades inventadas. Encuentros inventados en Facebook; imágenes inventadas gracias a Photoshop; la realidad inventada en la red, en la Reality TV; combates inventados en Wrestlemania. Tenemos que enfrentarnos a esto. Y tenemos que definir de nuevo qué es hoy la verdad en el cine”.

Por eso Herzog compró un barco de verdad para Fitzcarraldo y pasó una montaña de verdad arrastrándolo, en lugar de rodar con un modelo de plástico, como le habían sugerido los aterrados jefes de los estudios. Por eso no teme entreverar sus documentales con ficción y escenificación. “No para engañar al público, sino para acceder a una capa más profunda de la verdad que en caso contrario permanecería oculta.” la frase “Si estallara ahora una guerra mundial yo no me enteraría”, no la pronunció nunca Fini Straubinger, la mujer sorda y ciega que Herzog retrata en El país del silencio y la oscuridad. Los especialistas en Kwait no vuelven a encender los pozos petrolíferos tras la extinción de las llamas porque “no pueden vivir sin fuego”, sino para quemar de forma controlada una peligrosa mancha de petróleo.

Y en El pequeño Dieter necesita volar, Dieter Dengler, el piloto estadounidense de origen alemán que fue abatido sobre Vietnam, no tiene en absoluto la manía de abrir y cerrar puertas continuamente. “Me di cuenta de que en el salón de su casa colgaban muchos cuadros de puertas abiertas y entonces le dije: ‘Venga, Dieter, vamos a rodar’. Es algo inventado y escenificado por mí. Está más allá de la verdad del contable, ¿es la verdad estática de Dieter Dengler!”

Al defender la “verdad extática”, la clave de su obra, atrae sobre sí la cólera de sus colegas, que se sienten herederos del cinéma verité, la norma del cine documental. Si se toca el tema, se altera considerablemente: “Hace poco estuve en una discusión pública en Ámsterdam. Una mujer proclamaba en medio del aplauso de todos que un documental tenía que ser como una mosca en la pared, que sólo observa, no interviene. Yo no me pude contener y exclamé: ¡No quiero ser una mosca, sino el avispón que pica y extiende el pánico entre la manada de vacas!”.

Las “nuevas imágenes” que entremezcla una y otra vez con el realismo de sus películas de ficción tienen el mismo efecto. Sienta a un liliputiense sobre el mayor tocón de árbol del mundo; filma la película de ciencia ficción La salvaje y azul lejanía bajo el hielo de la Antártida. E interrumpe la vertiginosa trama de Teniente corrupto, un febril drama policiaco con Val Kilmer, Eva Mendes y un Nicolás Cage que hace una memorable creación de una personalidad límite, con irisadas tomas de video de iguanas. “Cuando las vio el productor, me dijo: ‘Werner, las iguanas las cortamos, no tienen nada que ver con la historia’. Pero todos los que veían la película hablaban de las iguanas. Así que las dejamos.”

No quiere que lo califiquen de artista. “Artistas sólo los hay hoy en el circo: artista del trapecio, artista del alambre. André Heller ha inventado incluso un artista pedorrero. El que emplea todavía hoy la palabra artista se ha quedado estacado en el tiempo en el que las señoritas jóvenes se desmayaban en el sofá y los hombres se batían en duelo con pistolas al alba.”

Una vez pasado este arrebato, canta loas al arte con un énfasis que a la mayoría hoy le resultaría embarazoso: “Los mayas y los asirios conocían el ‘pathos’ humano. Pero el primero que lo hizo visible fue Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Un barco sobre una montaña es asimismo una imagen que nos es familiar a todos. ¡Yo he despertado –como si fuera una vieja y querida conocida– esa imagen en usted! ¡Yo puedo hacer eso! Y eso es lo hermoso de mi trabajo”.

Cuando un avión de mercancías dejó a Herzog en la Antártida, donde rodó Encuentros en el fin del mundo, llevaba consigo las Géorgicas de Virgilio, un libro que le aportó claridad. El clásico es ahora lectura obligada para sus estudiantes de cine. “No sabía nada y no conocía a nadie. ¿Cómo explicar todo un continente en seis semanas?” Decidió imitar a Virgilio: “él no explica nada, no es didáctico. Sólo nombra el esplendor de la colmena y los manzanos y los horrores de la peste. Yo pensé: ¡Nosotros ahora nombramos aquí en el hielo el esplendor de la Antártida! Y las personas cuyos destinos nos conmuevan nos cuentan algo al respecto”.

Una de ellas era un conductor de excavadoras búlgaro que había estudiado filosofía y literatura. “Le pregunté qué lo había llevado a la Antártida. Me respondió que ya antes de que supiera leer y escribir su abuela le había hablado de Ulises y los argonautas. Y entonces, dijo: ‘Me enamoré del mundo’.

“Casi me quedo de piedra”, dice Herzog en el sofá de su bella casa en la pendiente del Laurel Canyon, “pues sabe lo que pensé en ese momento: ¡pero si este conductor de excavadoras soy yo!”.

Fin

* Jörg Häntzschel. 1968. Escritor con estudios en Literatura General y Comparada, Anglística y Romanística.

Tomado de “Humboldt 156”

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