Domingo 29 de marzo de 2015
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Ascendí a la más alta cumbre. La montaña se coronó de mi inteligencia, y yo me incorporé en su grandeza.
La eminencia con su altura y mi alma con su conciencia, hicieron un gigante que tenía los pies en el Océano y la cabeza en las nubes.
Mi grandeza fue enorme; mas, se advertía que sólo era la grandeza ilusoria de un coleóptero posado en la cabeza de un saurio –detalle de prolijas sutilezas que no amenguaba la magnitud de mis pensamientos–. Yo me encontraba realmente admirable y en mi encumbramiento, con arrebato olímpico, sentí el vértigo de las alturas artificiales.
En mi fatiga y en mi esfuerzo dejé en el camino la bondad de mi ser, y la cima, gélido ambiente de vanidad y soberbia endureció mi corazón.
La luz de mi buen espíritu se difundió en la mole como el radium en las escorias y las acritudes de las inmensas rocas y las profundas oquedades del abismo infundieron a mi alma sus sombras y deformidades.
El sol, poniéndose tras de mí, con majestuosa lentitud cubrió mis espaldas con un sutil manto de resplandores. Como un rizado perro de aguas, el mar lamía mis calzas de granito, y el cielo convertía las nubes en flores para esparcirlas sobre mi cabeza.