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Domingo 15 de marzo de 2015

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Cultural El Duende

Rilke: El cajón, los cofres y los armarios

15 mar 2015

Gastón Bachelard, uno de los más extraordinarios filósofos modernos de Francia (1884-1962), aborda en su libro “La poética del espacio” los cofres rilkeanos

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Declarábamos que las expresiones “leer un casa”, “leer un cuarto”, tienen su sentido. Podríamos decir lo mismo cuando unos escritores nos dan a leer su cofrecillo. Entendamos que no podemos escribir “un cofrecillo” dando solamente una descripción de geometría bien ajustada. Sin embargo, Rilke nos dice la alegría de contemplar una caja que cierra bien. En los “Cuadernos” puede leerse: “La tapadera de una caja en buen estado, cuyo borde no tenga abolladuras, semejante tapadera no debe tener más deseo que el de encontrarse sobre su caja.” ¿Cómo es posible, preguntará un crítico literario, que en un texto tan elaborado como el de los “Cuadernos”, Rilke dejara semejante “trivialidad”? no nos detendremos en esta objeción si aceptamos ese germen de ensueño del cierre suave. ¡Y qué lejos va la palabra deseo! Yo pienso en el proverbio optimista de mi país: “No hay puchero que no encuentre su tapadera” ¡Qué bien andaría todo en el mundo si el puchero y la tapadera estuvieran siempre perfectamente ajustados!

A cierre suave, apertura suave; querríamos que toda la vida estuviera bien aceitada.

Pero “leamos” un cofre rilkeano, veamos de qué modo fatal un pensamiento secreto encuentra la imagen del cofrecillo. En una carta a Liliana puede leerse: “Todo lo que se refiere a esta experiencia indecible debe permanecer distante o no dar pábulo, tarde o temprano, más que a los tratos más discretos. Si he de confesarlo, imagino que debería suceder un día como con esas cerraduras imponentes y sólidas del siglo XVII que cubrían toda la tapadera de un arcón, con toda clase de pestillos, pezuñas, barras y palancas, mientras una sola y suave llave retiraba todo ese aparato defensivo de su centro más exacto. Pero la llave no actúa sola. Tú sabes también que los orificios de la cerradura de esos cofres suelen estar ocultos bajo un botón o una lengüecilla, los cuales a su vez no obedecen más que a una presión secreta”. ¡Cuántas imágenes materializadas de la fórmula!: “¡Sésamo, ábrete!” ¡Qué secreta presión, qué dulces palabras son necesarias para abrir un alma, para distender un corazón rilkeano!

Es indudable que Rilke amó las cerraduras. Pero ¿quién no ama las cerraduras y llaves? La literatura psicoanalítica sobre este tema es abundante. Sería, por lo tanto, facilísimo constituir un expediente. Pero para el objeto que perseguimos, si pudiéramos en evidencia símbolos sexuales ocultaríamos la profundidad de los ensueños íntimos. Tal vez nunca se siente tanto como en este ejemplo la monotonía del simbolismo conservado por el psicoanálisis. Que en un sueño nocturno aparezca el conjunto de la llave y la cerradura, es, para el psicoanalista, un signo claro entre todos, un signo tan claro que resume la historia. Ya no hay nada que confesar cuando se sueña con llaves y cerraduras. Pero la poesía desborda el psicoanálisis por todas partes.

Convierte siempre el sueño en ensoñación. Y el ensueño poético no puede satisfacerse con un rudimento de historia; no puede anudarse sobre un nudo complexual. El poeta vive un ensueño permanece en el mundo, ante los objetos del mundo. Amasa universo en torno a un objeto, en un objeto. Helo aquí que abre los cofres, que amontona riquezas cósmicas en un exiguo cofrecillo. Si en el cofrecillo hay joyas y piedras preciosas, es un pasado, un largo pasado, un pasado que cruza las generaciones que el poeta va a novelar. Las gemas hablarán de amor, naturalmente. Pero también hablarán de poder, de destino. Todo eso es mucho más grande que una llave y su cerradura.

En el cofrecillo se encuentran las cosas inolvidables, inolvidables para nosotros y también para aquellos a quienes legaremos nuestros tesoros. El pasado, el presente y un porvenir se hallan condensados allí. Y así, el cofrecillo es la memoria de lo inmemorial.

Si se aprovechan las imágenes para hacer psicología, se reconocerá que cada gran recuerdo –el recuerdo puro bergsoniano– está engastado en su profecía. El recuerdo puro, imagen que es sólo nuestra, no queremos comunicarlo. Sólo confiamos sus detalles pintorescos. Pero su ser mismo nos pertenece y no queremos nunca decirlo todo. Nada que se parezca aquí a una frustración. Este es un dinamismo torpe. Por eso hay síntomas tan manifiestos. Pero cada secreto tiene su pequeño cofrecillo, ese secreto absoluto, bien encerrado elude todo dinamismo. La vida íntima conoce aquí una síntesis de la Memoria y de la Voluntad; aquí es la voluntad de hierro no contra el exterior, contra los otros, sino allende de toda psicología de lo contrario. En torno de algunos recuerdos de nuestro ser, tenemos la seguridad de un cofrecillo absoluto.

Pero he aquí que con ese cofrecillo absoluto nosotros también hablamos en metáforas. Volvamos a nuestras imágenes.

***

El cofre, sobre todo el cofrecillo, del que uno se apropia con más entero dominio, son objetos que se abren. Cuando el cofrecillo se cierra vuelve a la comunidad de los objetos; ocupa su lugar en el espacio exterior; pero ¡se abre! Entonces, este objeto que se abre es, como diría un filósofo matemático, la primera diferencial del descubrimiento. Corresponde a otro capítulo la dialéctica de lo de dentro y lo de fuera. Pero en el instante en que el cofrecillo se abre, acaba la dialéctica. Lo de fuera queda borrado de una vez y todo es novedad, sorpresa, desconocido. Lo de fuera ya no significa nada. E incluso, suprema paradoja, las dimensiones del volumen ya no tienen sentido porque acaba de abrirse otra dimensión: la dimensión de intimidad.

Para alguien que valúa bien, alguien que se sitúa en la perspectiva de los valores de la intimidad, esta dimensión puede ser infinita.

Una página maravillosa de lucidez va a demostrárnoslo, dándonos un verdadero teorema de topoanálisis de los espacios de intimidad.

Escogemos esta página en la obra de un escritor que analiza las obras literarias en función de las imágenes dominantes. Jean-Pierre Richard nos hace revivir la apertura del cofrecillo encontrado bajo el signo de El escarabajo de oro en el cuento de Edgar Allan Poe. Primeramente, las joyas encontradas tienen un valor inestimado. No son joyas “ordinarias”. El tesoro no está inventariado por un notario, sino por un poeta. Se carga “de desconocido y de posible, el tesoro se vuelve nuevamente objeto imaginario generador de hipótesis y de sueños, se ahonda y se evade de sí mismo hacia un infinidad de otros tesoros”. Parece así que en el momento en que el relato llega a su conclusión, una conclusión fría como la de un cuento policiaco, no quiere perder nada de su riqueza onírica. La imaginación no puede decir nunca “no es más que esto”. Hay siempre más que esto. Como hemos repetido varias veces, la imagen de la imaginación no está sometida a una comprobación de la realidad.

Y terminando la valuación del contenido por la valuación del continente, Jean-Pierre Richard ofrece esta fórmula densa: “Nunca llegamos al fondo del cofrecillo.” ¿Cómo explicar mejor la infinitud de la dimensión íntima?

A veces, un mueble amorosamente labrado tiene perspectivas interiores modificadas sin cesar por el ensueño. Se abre el mueble y se descubre una morada. Una casa que está oculta en un cofrecillo. Así, en un poema en prosa de Charles Cros se encuentra una de estas maravillas donde el poeta prolonga al ebanista. Los bellos objetos realizados por una mano hábil son naturalmente “continuados” por el ensueño del poeta. Para Charlas Cros, nacen seres imaginarios del “secreto” del mueble de marquetería.

“Para descubrir el misterio del mueble, para penetrar tras las perspectivas de marquetería, para llegar al mundo imaginario a través de los pequeños espacios”, ha sido preciso que tuviera la “mirada bien penetrante, el oído bien fino, la atención bien aguzada”. En efecto, la imaginación afila todos nuestros sentidos. La aprehensión imaginante prepara nuestros sentidos a la instantaneidad. Y el poeta continúa:

“Pero he entrevisto, por fin, la fiesta clandestina, he oído los minuetos minúsculos, he sorprendido las complicadas intrigas que se traman en el mueble.”

“Se abren los batientes de las puertas, se ve un salón como para insectos, se advierten las baldosas blancas, marrones y negras en una perspectiva exagerada.”

Si el poeta cierra el cofrecillo suscita una vida nocturna en la intimida del mueble.

“Cuando el mueble está cerrado, cuando el oído de los inoportunos está tapado por el sueño o colmado de ruidos exteriores, cuando el pensamiento de los hombres pesa sobre algún objeto positivo. Entonces surgen extrañas escenas en el salón del mueble, algunos personajes insólitos por su aspecto y su tamaño salen de los pequeños espejos.”

Esta vez, en la noche del mueble, los reflejos encerrados reproducen objetos. La inversión del interior y el exterior es vivida por el poeta con tal intensidad que repercute en una intervención de objetos y de reflejos.

Y una vez más, después de haber soñado en ese minúsculo salón que enfebrece un baile de rancios personajes, el poeta abre el mueble: “las luces y los fuegos se apagan, los invitados, los elegantes, las coquetas y los padres ancianos, desaparecen todos juntos, sin preocuparse de su dignidad, por los espejos, los corredores y las columnatas; los sillones, las mesas y las cortinas se evaporan.

“Y el salón queda vacío, silencioso y limpio”. La gente seria puede decir entonces con el poeta, “es un mueble de marquetería y nada más”. Haciendo eco a esta opinión sensata, el lector que no quiera jugar con las inversiones de lo grande y lo pequeño, del exterior y de la intimidad, podrá decir a su vez: “Es un poema y nada más.”

En realidad el poeta ha traducido a lo concreto un tema psicológico bien general: habrá siempre más cosas en un cofre cerrado que en un cofre abierto. La comprobación es la muerte de las imágenes. Imaginar será siempre más grande que vivir. El trabajo del secreto prosigue sin fin, del ser que oculta al ser que se oculta. El cofrecillo es un calabozo de objetos. Y he aquí que el soñador se encuentra en el calabozo de su secreto. Lo quisiera abrir y quisiera abrirse. ¿No pueden acaso leerse estos versos de Jules Supervielle en los dos sentidos?

Busco en los cofres que me rodean brutalmente / Poniendo tinieblas por arriba y por debajo / En cajas profundas, profundas / Como si ya no fueran de este mundo.

El que entierra un tesoro se entierra con él. El secreto es una tumba y por algo el hombre discreto se jacta de ser una tumba para los secretos que se le confían.

Toda intimidad se esconde. Joe Bousquet escribe: “Nadie me ve cambiar. Pero ¿quién me ve? Yo soy mi escondite”

No queremos recordar en esta obra el problema de la intimidad de las sustancias. Lo hemos esbozado en otros libros. Por lo menos debemos señalar la homodromía de los dos soñadores que buscan la intimidad del hombre y la intimidad de la materia. Jung ha ilustrado bien esta correspondencia de los soñadores alquímicos. Dicho de otro modo, hay sólo un lugar para lo superlativo de lo oculto. Lo oculto en el hombre y lo oculto en las cosas corresponde al mismo topoanálisis en cuanto se penetra en esa extraña región de lo superlativo, región apenas estudiada por la psicología. A decir verdad toda positividad hace recaer lo superlativo sobre lo comparativo. Para entrar en el dominio de lo superlativo, hay que dejar lo positivo por lo imaginario.

Hay que escuchar a los poetas.

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