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Domingo 15 de marzo de 2015

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Cultural El Duende

Frida Kahlo y Benita Galeana, vidas imparalelas

15 mar 2015

Illan Stavans

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Desde su muerte en 1954, la conversión de Frida Kahlo en una figura mítica, sobrepasando aún la estatura de su abrasivo esposo, Diego Rivera, comporta una dañina y peligrosa consecuencia: la mujer mexicana de hoy es apreciada a través del distorsionado prisma de su vida y obra. Octavio Paz una vez describió a Kahlo como una “artista fascinante y complicada figura, perseguida por hostiles fantasmas”. Y Carlos Fuentes sugería que ella reducía la cultura hispánica a su propio cuerpo, “tan a menudo sacrificado y denegado”. Pero uno debe ir más allá: Kahlo hizo un arte de su sufrimiento. Ella usó imágenes para alcanzar una expurgación de su propia alma e, indirectamente, la de su pueblo. Heridas sangrientas, una dividida identidad, una paralizada autocontemplativa: ¿es Kahlo realmente una alegoría de feminidad del sud del Río Grande? Ciertamente no.

El mismo Paz ha escrito sobresalientes páginas en su clásico “El laberinto de la soledad” sobre la feminidad en México. “La mujer mexicana” escribe, “simplemente no tiene voluntad propia”.

“Su cuerpo está dormido y solamente vuelve a la realidad cuando alguno la despierta. Ella es una respuesta, más que una pregunta, un vibrante y fácilmente trabajado material que está formado por la imaginación y la sensualidad del macho. En otros países las mujeres son activas, intentando atraer a los hombres a través de la agilidad de sus mentes o de la seducción de sus cuerpos, pero la mujer mexicana tiene una especie de calma errática, una tranquilidad construida sobre la esperanza y la necesidad. El hombre circula alrededor de ella, la corteja, le canta, adiestra su caballo (o su imaginación) para hacer ‘caracoles’ a fin de complacerla. Mientras tanto ella permanece detrás del velo de su modestia y su inmovilidad. Ella es un ídolo y como todo ídolo es dueña de fuerzas magnéticas cuya eficacia aumenta así como su fuente de transmisión se vuelve más y más pasiva y secreta”.

Todo viaje turístico a la ciudad de México revela el impacto de Kahlo en la vida cotidiana. Su retrato está infinitamente reproducido en periódicos, revistas y libros. Reproducciones sobre su arte, compiladas por Hayden Herrera, Raquel Tibol y otros críticos, están desplegadas en supermercados, tiendas de moda y aún en restaurantes. Fotografías de Frida sola y con Diego, su padre Guillermo Kahlo y su amante León Trotsky están disponibles como postales. Imitaciones de sus idiosincráticos vestidos y coloridas vinchas, a la venta, se ha convertido en una corrosiva moda. La pintora sin duda ha atravesado un largo camino desde su rol de pasiva esposa de un notorio muralista, hasta el equivalente mexicano de Marilyn Monroe: un escandaloso símbolo barroco del sexo –la corporización de la mujer mexicana, un llamado a la rebelión, un renovado comienzo feminista.

Y todavía, como parte de las minorías europeizadas que han conducido México desde los tiempos coloniales, Frida Kahlo es puro artificio, un híbrido, una consumada actriz. Ella domina el arte de adaptar ropajes nativas a su laberíntica personalidad y entonces revender el paquete a sus contemporáneas y al mundo entero. Eternamente dividida entre su nativo, maternal lado, y su extranjero, paterno ego, ella fue rechazada por muchos, cuando estaba viva, y otros enemigos emergieron cuando murió. Ellos la acusan de reinventar el ideal de la mujer mexicana, convirtiéndola de una pasiva, secreta transmisión, en un fuego de artificio.

Una auténtica, inimaginable doble de Kahlo, existe bajo el hombre de Benita Galeana, una apasionada activista también estrechamente ligada al Partido Comunista. Ellas comparten el día del nacimiento: 1907 (aunque algunos dicen que Galeana es tres años más joven). Una nació en la capital mexicana, la otra en el Estado de Guerrero. Como testifican las fragmentadas memorias, originariamente escritas en español, y reimpresas una y otra vez en Hispano América, su camino fue dolorosamente transitado. Benita se transformó ella misma de una seducida y abusada muchacha rural, en una sobresaliente luchadora por la libertad, del sufrimiento anónimo hasta su famosa asociación con José Clemente Orozco, José Revueltas y Fidel Castro.

Junto con Kahlo, a la que Galeana detestaba cordialmente, la nación vecina del límite Sur, tiene una vergonzosamente corta lista de directas, cándidas mujeres, ficticias y de las otras. La lista debe incluir a la Malinche, querida de Hernán Cortés, la poeta Sor Juana Inés de la Cruz, la mujer del Corregidor de Querétaro, José Ortiz de Domínguez, la fotógrafa italiana Tina Modotti, Elena Poniatowska, Jesusa Palancares y, naturalmente, la siempre Virgen de Guadalupe. Benita Galeana, sin duda sobresale entre ellas. Su autobiografía es un invalorable documento crucial para comprender el disenso ideológico en México, desde que el Partido Revolucionario Institucional llegó al poder en 1929, un testamento de resistencia y afirmación de mujeres hispanoamericanas a través del siglo XX.

Ninguna vida humana es realmente individual. Nuestros actos son repeticiones y siguen preconcebidas pautas. La odisea de Galeana no es distinta de la de Dantón y Robespierre, de Martin Luther King, David ben Gurion, Lech Walessa y Rigoberta Menchú. Sus capítulos están marcados por la repentina muerte de su madre, pobreza, el alcoholismo de su padre, sindicalismo y la unión de fuerzas con los trabajadores urbanos, persecución por los regímenes de Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, prisiones y torturas. Era todavía una muchacha cuando el cuerpo sin vida de José Guadalupe Posada fue quemado en una fosa común. En esa época ella aprendía sobre las revueltas de Emiliano Zapata y Pancho Villa. Desgraciadamente, hay momentos en que ridiculizaba su pasado.

Como adulta, Benita Galeana, repetidamente, hizo la alianza ideológicamente equivocada: se hizo amiga íntima de Orozco, denigró a Lázaro Cárdenas y luego aplaudió a su hijo Guauhtémoc, besó a su ídolo Fidel Castro en La Habana y, más aún, adoró al General de Panamá Manuel Antonio Noriega.

Junto con Pablo Neruda y muchos otros, Benita Galeano fue parte de una infausta generación de la izquierda latinoamericana, que vio esperanza en el dogmatismo y utopía en la tiranía. Siguió siendo una devota marxista mucho después de la caída del muro de Berlín y la balcanización de la Unión Soviética. Pero a pesar de su obcecación, a pesar de su tentación ideológica y sexual y de su miopía, Benita permaneció como un atractivo emblema, debido a su coraje infinito. Por cierto, sus amoríos marcan una invaluable jornada para las mujeres en México, desde la periferia cultural y política hasta su sede céntrica. No es accidental que el Taller de Gráfica Popular, Carlos Monsiváis, y el cartonista Abel Quezada le paguen tributo. Al contrario del “average” de la mujer mexicana de su era, el cuerpo de Benita nunca estuvo dormido. Ella no fue una respuesta, sino más bien una pregunta y nunca fue moldeada por la imaginación y la sensualidad del “macho” mexicano. La de ella no fue una hierática calma, una tranquilidad hecha a la vez de esperanza y desprecio. Mientras ella se ingenió para sobrevivir a Frida Kahlo por más de cuatro décadas, los logros de Galeana nunca fueron histriónicos. Ella puede haberse vestido como una “acateca” o “tehuana”, pero sus atuendos nunca fueron parte del manierismo.

Dado nuestra actual insaciable sed por el exhibicionismo, dado la complejidad de la identidad colectiva de México, no es sorprendente para mí que Benita Galeana y No Kahlo, permanezca como la sombra de una figura, como una nota o una advertencia en la historia, (1994).

* Ilan Stavans. México, 1961. Ensayista, lexicógrafo y comentarista cultural.

Tomado de “Repertorio Latinoamericano” 200

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