La película “Still Alice” (Siempre Alice), interpretada magistralmente por la premiada Julianne Moore, me ha motivado una reflexión que quisiera compartir con mis lectores, especialmente con los que valoran este tiempo cuaresmal.
La película, basada en una historia real y novelada por la escritora-neuróloga Lisa Génova, muestra el drama de una madura profesora de Lingüística de la Universidad de Columbia desde el momento que se descubre enferma precozmente de Alzheimer.
Still Alice, a pesar de su ritmo desigual, es conmovedora en cuanto busca responder a la pregunta “qué hacer” ante una enfermedad terminal que deteriora progresivamente las facultades mentales. Esta vez no se trata de hacer una lista de deseos a realizar “antes de partir”, sino de decidir cuándo se termina de vivir. Alice concluye que su vida perderá sentido cuando sea incapaz de responder, mediante un test programado en su computadora, unas preguntas elementales. La respuesta incorrecta implica optar por el suicidio mediante un coctel de pastillas que la hagan transitar del sueño a la muerte. Accidentalmente el plan fracasa y la vida de Alice sigue malográndose inexorablemente, encontrando en los recuerdos y en el amor y dedicación de su hija menor, la “oveja negra” de la familia, un alivio inesperado.
Dos aspectos de la película me interpelan. En primer lugar, la perspectiva “laica” de la vida, típica de la sociedad posmoderna, apadrinada por Hollywood, sin ninguna apertura a lo trascendente, a Dios, al sentido religioso del dolor y de la muerte. Como se ha hecho costumbre en muchas películas y novelas y hasta en nuestro lenguaje, el desafío del más allá es remplazado por la búsqueda de la “calidad de vida” para el enfermo terminal.
Creo reconocer, en esta corriente de “pensamiento débil”, incluso no ajena al mundo cristiano, la sutil influencia judía que se manifiesta especialmente en el cine, donde su presencia es importante entre productores y guionistas. La gran diferencia entre el cristianismo y el judaísmo, a pesar de sus raíces comunes, está en la concepción de la salvación. Según el judaísmo moderno, que ha reconsiderado su milenario mesianismo, la salvación viene “desde adentro” básicamente a través de la educación, mientras para el cristianismo la salvación viene “de afuera”, como gracia de Jesús, el Natzoreo, quien venció al pecado y a la muerte. Para los circuncisos la solución es pedagógica y moral, para los bautizados es teológica (porque es Dios quien actúa) y teleológica (porque tiene una perspectiva inmortal). Para unos el horizonte es este mundo, para los otros es la eternidad.
La segunda consideración se refiere al título de esta columna. Más que la Coca Cola o la comida chatarra, creo que la globalización que está penetrando nuestras culturas es el reduccionismo del sentido de la vida. Películas como Still Alice, conscientemente o no, inculcan en nuestro medio, que tiene otra valoración de la vida, de la enfermedad y del dolor, una visión pesimista, de indefensión, propicia a opciones como la eutanasia.
El cristianismo no predica la resignación ante el dolor y la enfermedad, sino que el amor es más fuerte que la muerte. De hecho, en la manera de enfrentar las arremetidas del mal se juega, como en la Pasión de Jesús, la batalla decisiva. Se pierde esa batalla cuando se cree y se actúa como si todo acabara con la muerte, para luego, consecuentemente, cortar la vida cuando ésta parece perder su sentido. Se la gana, tras las huellas de Cristo y con la ayuda de su Espíritu, cuando se “transfigura” el dolor, aceptándolo y superándolo con la fe en que la vida misma será definitivamente transfigurada por el paso obligado de la muerte.
(*) Es físico
Para tus amigos:
¡Oferta!
Solicita tu membresía Premium y disfruta estos beneficios adicionales:
- Edición diaria disponible desde las 5:00 am.
- Periódico del día en PDF descargable.
- Fotografías en alta resolución.
- Acceso a ediciones pasadas digitales desde 2010.