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Domingo 01 de marzo de 2015

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Cultural El Duende

El barroco de Alejo Carpentier

01 mar 2015

Marc E. Blanchard - (Casa de las Américas 2006)

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Última parte

Hay dos maneras de corroborar este tipo de perspectiva: en primer lugar, nuestro reconocimiento de que la idea que tenemos de la ejecución de la música moderna es en realidad reciente. El criterio de que la ejecución de un concierto o sinfonía es un asunto solemne, en que el público, los músicos y el director de orquesta comparten la defensa de la autenticidad o el carácter sagrado de la obra, es algo relativamente reciente. En segundo lugar, el ensayo como repetición de la representación de una obra, en el sentido del ensayo como composición literaria, es, como nos recuerda Montaigne, parte de una filosofía de la vida en la que solo el riesgo de abrir la vida a las experiencias, sin determinar de antemano los pasos que definen dichas experiencias, es lo que le da su “densidad”. Montaigne utiliza el término “ensayo”, que significa “sopesar” la experiencia de forma tal que pueda surgir un nuevo significado. Por ejemplo, en el ensayo de Montezuma presenciado por el Amo y su sirviente, la falsedad y la hipocresía en torno a una Conquista mitologizada se vuelven insoportables, y el Amor puede decir que, después de esa constatación, se siente ahora más cerca de los americanos, e incluso abriga nostalgia por su tierra; el hecho de que ahora comprende que su deseo de regresar a su tierra no puede separarse ya de la fábula que experimentan los criollos como él, es también un producto de ese mito. En la música y el arte dramático, el ensayo de la obra tiene un saludable efecto purificador, ya que elimina de esta la fatalidad que le es inherente por el hecho de que, al final, cuando el ensayo termina, da paso a la verdadera interpretación de la obra.

El hecho de ensayar lo anterior en una novela breve orientada al posterior desarrollo de una ópera sobre la caída del México azteca podría interpretarse como una representación dramática que nos ofrece Carpentier de un trauma cultural inicial. Si ese fuera el único argumento que se expusiera en favor de Concierto barroco, también constituiría un logro significativo, como han indicado muchos críticos, el acontecimiento histórico de la Conquista no es una cuestión histórica, sino semántica y cultural. Es preciso enfocarla de manera que explique el poder semiótico del acontecimiento, su capacidad para generar los signos de una cultura homogénea y una cultura de la resistencia. A ese respecto, ha de tenerse en cuenta que Carpentier quiso que esta obra fuera especialmente barroca en el sentido de que estuviera marcada, y nadie lo duda, por los ingredientes de la música. De este híbrido, apenas probado por otros (no estamos hablando aquí de armonías de estilo, rimas o cesuras), brota algo que el texto literario por sí solo no habría podido producir: no hablamos del significado de la ejecución, el ethos del personaje a que hace referencia Aristóteles en su poética, sino de la imitación de los gestos y ritos que, por ser improvisados y no preparados de antemano, imaginados aunque no inventados, llevan consigo la esperanza de un acto no consumado aún (¿quizá el fin de la esclavitud, o la Revolución Cubana?); de hecho, la esperanza de cualquier acto que sabemos que podemos calificar de histórico porque en su ejecución reconocemos algo del espíritu que se revela que llamamos historia.

Arrastrados por el entusiasmo de hacer juntos el famoso concertó grosso que constituye el núcleo del libro (e inmediatamente después, la propia ópera Montezuma, de Vivaldi), Vivaldi, Haendel, Scarlatti y sus jóvenes solistas arden de pasión al seguir la partitura musical. Sin embargo, el hábil novelista asegura el realismo de la imitación cuando coloca estas muestras de creatividad y pasión, no en el medio cerrado de la ejecución ordinaria, la cual ocurre solo una vez y pasa a la posteridad como lo creado y autenticado en el ahora, sino en el medio abierto del ensayo, en el que las peculiaridades de la interpretación son per se parte integral de la creación y la crítica de la obra todavía no resuelta en sí misma.

Apenas unos instantes después, el conjunto de músicos agregados lleva el concertohasta sus límites, momento este en que un extraordinario ritmo afrocubano hace que aquella ventura veneciana trascienda sus fronteras históricas y geográficas. Mientras Filomeno, otrora esclavo, asume la dirección del grupo y lo conduce hacia una imitación cada vez más incontenible. El trío de estrellas barrocas comienza a dar golpes acompasados y a cantar el estribillo que el africano logre imponer a todos. Carpentier –eterno guardián de la interpretación, su servidor, erudito autoburlón que con fervor redefine el círculo de un conocimiento imaginario en torno a los hechos, monstruoso, inexplicable– inserta, cual incrustación en una obra de marquetería, una viñeta de pintura típica del barroco del momento: una Eva, tentada por la Serpiente. En un gesto surrealista, a lo Max Ernst, infunde la sensación de que él, al igual que Eva, puede recibir la manzana y cantar a la pintura.

Filomeno está dirigiendo todo un coro, golpeando calderos y haciendo que los demás repitan sus palabras, lo mejor que puedan, aunque de manera distorsionada: aquello que anunció como “Ca-la-ba-són, Son-són” –un tema común en las canciones que giran en torno a la calabaza, a cuyas propiedades eróticas se hace alusión aquí y allá en la música afrocubana– es asumido ahora por los demás que, al no estar familiarizados con esa música, creen que Filomeno se está refiriendo a la Kábala, que sí conocen. Atónito con los sonidos y la letra, Haendel dice que se trata de algo “magnífico”. El también atónito Scarlatti bromea diciendo que Filomeno es un “¡diablo de negro!” con una fuerza llena de embrujo: “Cuando quiero llevar un compás, él me impone el suyo. Acabaré tocando música de caníbales”. Los golpes acompasados alcanzan ya niveles de paroxismo: en esta representación final el narrador ha trascendido la frontera entre el análisis y la síntesis, pues no ofrece una interpretación del concerto que va más allá de cualquier otra ejecución posible: en una sensacional contracción del tiempo, la música barroca se ha tornado ahora afrocubana.

Llevar el tiempo barroco al paroxismo de un festival afrocubano incontenible presenta varias ventajas. El narrador desplaza el centro de gravedad de su historia lejos de Europa, incluso de América (el Amo no participa en esta escena), y lo coloca en África, o en la parte africana de Cuba. Al hacer esto, Carpentier reafirma una de las grandes esperanzas del proyecto planteado en La música en Cuba: reinsertar en la historia de una nueva música caribeña los instrumentos, los sonidos, el ritmo, la gestualidad, los movimientos corporales y los rituales de África. En cierto modo, este pasaje de Concierto barroco logra algo que en La música en Cuba había comenzado, sin llegar a completarse, pues este proyecto había estado dirigido a lograr dos cosas: en primer lugar, recuperar la mayor cantidad posible de información y documentos sobre las primeras etapas de la producción musical en Cuba, lo cual Carpentier había logrado yendo de un lugar a otro de la Isla, consultando en bibliotecas y volviendo a escribir la historia del desarrollo de una música local bajo el empuje combinado de la iglesia y de los negros, quienes –y esto es un aspecto que Carpentier quiso poner de relieve– desde el principio habían querido integrar lo negro en la música y la liturgia de la iglesia. Carpentier también había podido afirmar su narrativa sobre el origen mixto de la música cubana en la más temprana poesía cubana: Espejo de paciencia, en la que el negro, un cierto Salvador [Golomón], es antepasado de Filomeno según este último. No obstante, como da a entender Brennan en su introducción a la nueva traducción al inglés de La música en Cuba, lo que su autor hizo fue demostrar cómo los rituales de la creación danzarina y musical fuera de la iglesia no solo habían sobrevivido, sino que también habían influido tanto en la esencia de la música cubana que si uno pudiera presentar (como trata de hacerlo, sin lograrlo, el héroe de Los pasos perdidos) una imitación de esa influencia, uno también podría, por igual motivo, demostrar cuán integrada podría estar esa experiencia en el conjunto de la música cubana. Esto permitiría explicar, como esperaba hacerlo Carpentier (y tampoco logró hacerlo) en La música en Cuba, el potencial historicista de la música afrocubana. Con ella podrían negarse algunos de los efectos de la Conquista: ya no se trataba de educar a los salvajes, sino de producir –bajo la nueva dirección de Filomeno, quien había contemplado la imagen de la Eva tentadora, pero quien estaba libre del pecado original de Adán y Eva– el tipo de música que podía incluso cambiar el rostro de la música europea. La sugerencia de que Vivaldi no puede resistirse al atractivo de la música de caníbales demuestra lo impactante que ha sido este viaje a Venecia, que lo ha sido también para el Amo, quien regresará a América, con pleno conocimiento de la manera en que lo presentan otros colonos. Y hasta para Filomeno, su sirviente, quien paradójicamente permanecerá en Europa donde, a diferencia de su Amo, descubre que se ha encontrado a sí mismo y ha ganado el respeto de los demás.

En esta historia, los personajes se han trasladado de América a Europa, pero está claro que su viaje es también un viaje en el tiempo para volver sobre los orígenes de la historia que ha hecho que América dependa de sus cimientos europeos. Al hacer que se crucen la composición literaria y la ejecución musical, Carpentier no solo ha desplegado su erudición e irritado a críticos como Severo Sarduy, quienes ya se han quejado de que la literatura de Carpentier es una literatura de citas y no de ejecución. También ha demostrado que el barroco, el cual siempre ha dicho que forma parte integral de su condición de escritor, no es un género que se define en dos continentes, sino uno que permite un nuevo tipo de pensamiento colectivo, dimanante de la transformación de las experiencias inconexas de períodos independientes en un “nuevo” concierto barroco”, cuyo principal patrocinador es Louis Armstrong: “nuevo concierto barroco al que, por inesperado portento, vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio”.

Fin

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