Loading...
Invitado


Domingo 01 de marzo de 2015

Portada Principal
Cultural El Duende

Bala en boca

01 mar 2015

Augusto Guzmán

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

En el enorme edificio habían quedado solamente dos vigilantes después de la medianoche: un miliciano y un carabinero trabados en un amable diálogo. El diálogo consistía en que uno hablaba y el otro escuchaba permitiéndose apenas ligeras intervenciones estimulantes. La noche subía, caliente, desde la calle, por la angosta gradería hasta envolverlos con su impalpable manto de sopor.

–Se nos están terminando los cigarrillos –dijo uno de ellos.

De sus esferas iluminadas el reloj de la Catedral lanzó al espacio el vuelo metálico de cuatro notas altas, agudas, y una sola nota grave, indicativa de la hora. Entonces la lluvia se desató torrencialmente como si los golpes de campana hubiesen aflojado el misterioso sistema de contención de las nubes encima de la ciudad dormida.

El mocetón musculoso de aceitunada piel, ojos pequeños y nariz breve, de fosas visibles por la conformación redondeada de las aletas, interrumpió su relato para decir:

–Con esta lluvia estamos perdidos. Ni dónde hallar los cigarritos.

El carabinero metido en su uniforme verdeamarillento replicó tranquilizador:

–Lluvia loca pasa en un momento. Ya van a llegar los de la ronda; pueden darnos algunas cajetillas y hasta un poco de pisco. Sigue nomás contando.

–Como te decía –continuó el otro–, entre estos chóferes hay malditos. Ayer casi doy cuenta de uno con este mi fusil. Él se libró de morir y yo de ser criminal. Serían más o menos las dos de la mañana cuando me mandaron a la esquina del Banco. Me puse a fumar en la puerta, con el fusil en bandolera. No había un alma por las calles. De repente por la otra esquina de los mercados, se dio la vuelta una mujer que lloraba. Me pareció enferma y no borracha. Se acercaba apenas, apoyándose en la pared. Era una pobre india con la cara manchada y los pies desnudos, sucios, enormes. Le pregunté en quechua qué le pasaba y me dijo que le dolía la barriga. Cólico, indigestión, dolor de barriga, dije yo. La india no sabía explicarse. Se dobló con las manos en la cintura y cayó en la vereda como un trapo. Creí que era epilepsia y la sacudí. Estaba embarazada. Parecía que iba a tener un hijo ahí mismo, en la calle, al instante. Un auto venía por suerte. Aunque hubiera sido particular, lo habría parada. Era de alquiler y lo paré…

La lluvia había cedido casi instantáneamente de comenzar. La noche refrescaba como si hubiese cambiado su mando ardiente por otro de temple suave. El relator seguía narrando que el chofer había parado de mala gana su destartalado coche diciéndole:

–Qué cosa quiere, estoy yendo a una llamada urgente.

–Esta mujer se muere, o por lo menos va a tener un hijo, compañero, hay que llevarla al hospital –había sido su pedido en el mejor tono de solicitud.

–Búsquese otro –dijo el chofer, resueltamente.

–Oiga usted, so bruto, esto no tiene espera. Además yo le obligo –había respondido él, también resueltamente, exigido por las circunstancias.

–¿Usted me va a pagar? Mire que ya tiene la ropa sucia de sangre y me va a manchar el asiento. Llame usted mejor a una Ambulancia.

En medio de la discusión, la pobre mujer, más práctica, con un esfuerzo supremo había alcanzado a abrir la puerta y a meterse en el coche sin interrumpir sus quejidos. El chofer furioso quisiera echarla, con el motor ya encendido para alejarse.

–Salga de ahí, cochina…

Entonces el hidalgo que había en la sangre mestiza del joven miliciano, preparó el fusil, apuntó y disparó por encima de la cabeza del chofer que, estupefacto, acertó a exclamar:

–¡Voy en seguida, señorcito, no me mate!

El estampido del fusilazo despertó al vecindario de su descanso. En un minuto se congregaron varias personas y encima llegó el grupo de la ronda. Averiguado el caso, el chofer tuvo que llevar a la enferma hasta la Maternidad.

–Muy ligero eres tú para disparar, por lo visto –observó el carabinero, risueñamente, a manera de comentar el relato del miliciano locuaz, que ahora cogía otro hilo del ovillo de sus memorias:

–Así nomás soy. En verdad solo quise asustarlo y lo asusté. Otra ocasión, en Viacha, cuando estuve haciendo mi servicio militar, me ocurrió una cosa curiosa. Por poco no me hago volar la cabeza. Estaba enamorado de una birlochita a quien le decíamos Rosacana, porque se llamaba Rosa. Nos tenía locos a los sargentos del regimiento. Yo me arreglé con ella; pero ella se arregló también con otros. Sus enamorados la llenábamos de obsequios y eso parecía ya su negocio. Uno que otro beso, una que otra corrida de mano en la pulpería de su madre que nos vendía cerveza. Total, nada. Como nadie lo conseguía, todos la queríamos para novia y no para querida, porque así habíamos sido los hombres. La mujer coqueta nos domina y acobarda. Si ella no se nos entrega, nos entregaremos nosotros como sus esclavos. Un día, nada más que para impresionarla, resolví hacerle cree que era capaz de pegarme un tiro en su delante, un tiro de amor y de protesta por sus coqueterías con los otros sargentos. Me fui con el fusil a la tienda de mis encantos. Estaba sola, detrás del mostrador. Después de un momento de charla, en que pedía celos y ella se enojaba, me puse el cañón así, y con la otra mano, ajusté el gatillo así…

La tremenda detonación sacudió las vidrierías del recinto. El relator fidedigno se había desplomado, con la frente deshecha por el impacto mortal. Aterrado el carabinero no acertaba a explicarse el horrible suceso. Se puso a llorar como un muchacho sin atreverse a tocar siquiera el cuerpo de su compañero. Y sin embargo, el propio terror de verse solo, con un hombre que era ya cadáver, le hizo abrir la ventana y gritar:

–¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Favorézcannos!

Llegaron pronto los curiosos, los agentes de policía y los del servicio de ronda. Felizmente para el carabinero había signos inequívocos del caso fortuito. Las manos salpicadas de sangre del infortunado occiso, oprimían todavía el arma que le había volado el hueso frontal. Se probó que el arma del carabinero, distinta a la del miliciano, no había sido disparada. Un agente de investigaciones anotó el número de esa arma antes de devolverle. El caso era claro. Sin embargo el carabinero fue detenido preventivamente en su propio cuartel hasta que el juez se hiciese cargo del asunto al siguiente día.

En la celda de su encierro a donde había llevado su carabina sin que nadie se opusiera a ello, oyó que el reloj de la Catedral daba la hora dos. Tenía de cinco a siete horas para dormir sobre el camastro que le entregaron los de la guardia. ¿Pero cómo podía dormir con semejante excitación y con el gusano que le ría el cerebro, en busca de una explicación del suceso? ¿Quién dejó preparada el arma homicida? ¿El Diablo, como en otras ocasiones? Pero el Diablo es una explicación para tontos y perezosos. Comenzó a cavilar. Tendido de espaldas recompuso una y mil veces la escena en sus mínimos detalles. Estaba seguro que el fusil había venido con el tubo en el cañón. Una angustia infinita le apretaba la garganta. En aquella ciudad tibia, donde nunca nevaba, le pareció que caía una nevada sin fin, y no de nieve, sino de ceniza. Bajo esa sensación interminable de hundimiento y dispersión el sueño lo vencía cerrándole los ojos que sin embargo vieron, rápidamente, como en una revisión sumaria, la escena de la esquina del Banco con el chofer y la mujer encinta, y el fusil que, después del fogonazo, quedaba automáticamente preparado para un segundo disparo.

–El loquito tenía el fusil bala en boca –se dijo tranquilamente, y se durmió.

Al entrar en el despacho del juez instructor, su ánimo comenzó a deprimirse un poco. Le incomodaba someterse a un interrogatorio judicial. Detrás de una mesa tosca con pretensiones de escritorio, gracias a una rejilla de madera que enmarcaba la tabla horizontal, posaba el magistrado alta, moreno, grueso, de ojos pequeños, inquisitivos, penetrantes y desconfiados. El gesto de los labios carnosos no era severo ni agrio, sino más bien un tanto sarcástico. El carabinero se cuadró ruidosamente delante de la mesa.

–Con permiso, mi doctor, he venido a declarar –dijo humildemente.

–Con qué asunto viene –preguntó indiferente el juez.

–Asunto del miliciano mi doctor, el miliciano que se mató casualmente.

El juez no tenía la menor idea del caso del miliciano. Entró el auxiliar, con los papeles, y le informó muy pronto.

–Sáquese la gorra y siéntese aquí –ordenó el juez, displicente.

El carabinero, sin gorra, perdió el aire militar y se sentó resignado haciendo descansar su carabina en el suelo de ladrillo cubierto con estuco, no sin antes entregar el informe de Investigaciones que acreditaba su inculpabilidad. Después de varias preguntas y respuestas, en momentos de firmarse la declaración, por causa no averiguada, el señor juez, dio en repantigarse en su asiento de juzgador y por dirigirse, con cierta sorna, el excitado guardián del orden:

–¿De modo que tú no mataste al pobre miliciano, con quien estabas a solas?

La horrible pregunta lo demudó un instante, con el miedo de los inocentes a la justicia; pero, tomando con la misma prontitud, repentino coraje, se puso a explicar demostrativamente:

–Pero mi doctor, ahí está pues el informe que le he dado. ¿Acaso era mi enemigo ese difunto, alma bendita? Apenas nos conocíamos, hace años, en la cancha de pelota de mano. El pobre creyó que el fusil no estaba preparado, y manejó así, como yo puede manejar esta mi carabina…

Una detonación explosiva se produjo en el despacho judicial en cuya pared empapelada estalló un minúsculo forado a dos cuartos de cabeza del juzgador que, después de ponerse lívido, mientras la gente invadía su despacho, alcanzó a decir entre furioso y asustado:

–Estúpido, animal, firme usted su declaración y mándese a mudar antes que lo despache a la cárcel.

* Augusto Guzmán.

Cochabamba, 1904-1995.

Narrador, historiador,

crítico literario y ensayista.

Para tus amigos: