Domingo 01 de marzo de 2015
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Evocar en tres minutos cuatro décadas de amistad con Octavio Paz es un reto imposible pero lo intentaré. Coincidí con él por primera vez en los Encuentros Literarios de Formentor a fines de los cincuenta del siglo que dejamos atrás. Yo le conocía solo de nombre. En el erial franquista su obra no se difundía en razón de su peligrosidad. Recuerdo que alguien de mi entorno me había prevenido contra ella: era de un agente trotskista, me dijo. Ello no me disuadió de leerla y a comienzos de los sesenta, instalado ya en Francia, di con El laberinto de la soledad y un volumen de su poesía reunida hasta la fecha. Su lectura me conmocionó: era la de un autor que necesitaba desesperadamente un país enclaustrado como el nuestro. Me carteé con él y nos encontramos de nuevo en París en un hotel cercano a la Ópera. Hablamos un buen rato de política y literatura y allí se selló nuestra amistad, para mí imprescindible.
Volví a verle en París tras su renuncia a la embajada de México en India a raíz de la revuelta estudiantil y la matanza de Tlatelolco. Paz encarnaba ya a mis ojos ese maestro capaz de introducir el pensamiento crítico en el ámbito de la poesía y la imaginación en el del pensamiento crítico. El hilo de mis lecturas de su obra es largo y no las enumeraré aquí. Nos volvimos a ver en Valencia en 1987 con motivo del cincuentenario del Congreso de Intelectuales Antifascistas en defensa de nuestra República, en el que había participado solidariamente en su juventud, y allí releí el poema que dedicó a los combatientes republicanos, dotado de esa belleza indemne de la poesía comprometida ante todo consigo misma y no al servicio de causa alguna, por noble que fuera.