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Domingo 15 de febrero de 2015

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Cultural El Duende

Qhoya loco

15 feb 2015

Qhoya loco es un cuento que revela en sus pasajes una vivencia real. Sus personajes en esa su actitud respetuosa hacia el Tío, y la influencia de su poder en la sicología de estas gentes sencillas, es el vivo ejemplo de experiencias repetidas constantemente en todos los ámbitos mineros de Bolivia. Quizá su final un tanto fantástico, explica también por sí solo la saturación de este mito en el mundo de los trabajadores del subsuelo. “El Tío de la mina. Una supervivencia de la mitología andina” - 1977 Alberto Guerra Gutiérrez. Patricio orureño, poeta y escritor, 1930-2006.

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“Me ocurrió al ingresar a interior mina. No en las primeras mitas porque esos días estaba temeroso, pensando que tal vez podrían hundirse las galerías y en un instante aplastarme el cerro con sus millones de toneladas. Fue después, cuando algo del miedo hube perdido. El día que, haciéndome pareja con el Tucán, el jefe mandó a carroñar del buzón tres en el rajo del Capulina. El Tucán por las galerías protestaba entre explicaciones. Me decía que las troceras ahí eran grandes, que mucha curva para moyar en los rieles, que hartos de subida por el suelo, y el calor oyes, me avisaba, asfixia mucho y hay poco aire, yo por detrás, alumbrándole con la espalda con mi lámpara enganchada al guardatojo, y fijándome en la roca dura que por todo lado nos rodeaba, le seguía los pasos pijchando mi coca, fumando mi k’uyuna. Si maestro, le contestaba, sí maestrito, huevada es, y continuábamos caminando. Íbamos de una galería con tojos esparcidos a otras con rieles, salíamos de esta a otra caliente, con lluvia de chaqa. Y a otra, a otra, a otra, distintas todas: cortas, largas, estrechas, amplias, llenas de frío, calor, frío, tibio y el ambiente siempre con algo de gases. El Tucán me preguntaba si era nuevo, sí maestrito, de dónde eres, de San Pedro maestrito, tus papás tienes, en la cosecha están maestrito, te has de acostumbrar a la mina, yo le escuchaba, difícil los primeros tiempos, yo callaba, a la vista se reconoce al nuevo, yo le escuchaba, después no se quiere ni salir, así maestrito, ven por aquí amiguito, ¿maestrito?, ven por aquí te voy a mostrar. Y ahí lo conocí realmente, a los pocos pasos de ese instante ya en el exterior mina me habían hablado y dicho muchas cosas sobre él. Yo, antes de recibir de la Gerencia mi orden de ingreso como carrero, lo había imaginado, temido y respetado, pero no sabía concretamente cómo era. En esa mita pude verlo y frente a él sentí miedo y atracción:

Estaba sentado dentro de una gruta en la roca horadada, tenía un k’uyuna apegado a sus labios, sus ojos de canicas, con franjas verdes, azules y rojas, me impresionaban, me asustaban y atraían su cara larga, lisa, plomo, rojiza y sus orejas puntiagudas, sobresaliendo de la cabeza ovalada: estaba desnudamente sentado y con el miembro grande erecto y grueso. Tenía los brazos pegados al cuerpo delgado, los pies sin dedos, el cuello envuelto en serpentinas, y a su alrededor botellas –muchas de medicamentos– llenas de quemapecho, y hojas de coca, k’uyunas, igual a otros que después vi de diversos tamaños.

–Tío –le dijo el Tucán.

–Tío –le dije.

Nada más. Un momento nos quedamos mirándolo y yo me encontraba embobado. Hacía calor en esa galería y cuando rompí el hechizo y desvié la cabeza enfocando al Tucán, el sudor de mi cuerpo humedecía la ropa.

–Tío –volvió a decirle el Tucán.

Yo callé. No quise volver a mirar. Lo tenía en mi mente y estaba impresionado:

Sentí que dentro de mis botas no había dedos, como en los pies de él. Pero una vez más el Tucán dijo Tío y, ¿jaku? (¿vamos?) me preguntó. Le seguí hasta el lugar del carroneo y esa imagen no pudo borrárseme: pensaba en él, y pensaba volviendo, una y otra vez, reconstruirlo en la forma que lo había visto. Al final de la mita me vi impulsado a verlo nuevamente. Lo saludé y en la noche soñé con él. No recuerdo cómo.

Las mitas posteriores, y a primera hora, antes que el jefe me señalara pareja y el lugar de trabajo, lo primero que hacía era ir donde el Tío.

Los martes y viernes le llevaba coca, quemapecho y k’uyunas que le encendía entre los labios ya formados para fumar, me pasaba frente a él, mirándolo, me obsesionaban sus ojos, su rostro, su figura íntegra, me paraba frente a él, mirándolo, y si algún día no hubiese tenido que trabajar, seguro toda la mita yo me la pasaba mirándolo. Pero no era posible. Había que producir y el jefe varias veces me llamó la atención. “¿Por qué yana ullu llegas tarde?”.

Yo entregaba mi tarjeta de asistencia. El jefe me destinaba al carroneo. Entonces del buzón chuseaba las troceras, llenaba de carga al carro metalero y con mi compañero empujábamos hasta la parrilla. Carroneábamos y no dejaba de pensar en el Tío: su rostro, sus orejas, su cuerpo, su quietud expectante. Me obsesionaba y fuertemente me atraía ese Tío. Solo ante él iba y no daba importancia a los otros que eran más grandes, más pequeños, o de igual tamaño que ese, en las demás galerías, en todos los niveles. Sólo ante él iba y muchas veces como un desesperado corría por las galerías desde la bocamina. Dejaba atrás a todos mis compañeros que ya me llamaban qhoya loco, loco de la mina. No les hacía caso y detenía mi carrera frente al Tío. Él siempre estaba lo mismo y yo, después de encenderle un k’uyuna, imitándolo me sentaba frente suyo. Me complacía observarlo y colocar mi cuerpo en idéntica postura a la de él. A veces me sentía todo un Tío y muchas otras me costaba romper mi quietud, adquirir movilidad e irme a carronear. Había algo en el Tío que me dejaba estático, apresándome en la imitación de su postura. Pero no daba importancia hasta que en una mita, seguramente por el traquido de los dinamitazos, se desprendió un tojo del techo de su gruta y cayó a su cabeza destrozándola en parte. Yo ese día había sentido dolores por la frente, la sien, la oreja y parte del mentón, en el mismo lado izquierdo que al Tío le faltaban su frente, su sien, su oreja y parte de su mentón. Llegué: Estaba ahí, incompleto, como esperándome con soberbia y reproche en sus ojos, en el brillo de sus canicas de franjas verdes, azules y rojas.

Los veo, me atufo, me desespero y entonces me encuentro arañando barro del suelo hasta tener un montón en ambas manos, luego, las partes que le faltan las construyo con rapidez, como creándolo nuevamente. Lo dejo tal como era, le enciendo un k’uyuna y me voy a carronear. Ese día estaba alegre, más que ningún otro en mi vida. Alegre, pleno y feliz hasta el final de la mita en que voy a verlo, a despedirme como siempre y por algunas horas, ya regresaré. Voy a verlo chapoteando de cansancio por las galerías y alguien al pasar le había encendido un k’uyuna nuevo. Al llegar vi que el humo tapaba su rostro y súbitamente no resistí el tenerlo frente a mí y no verlo, me acerqué para verlo de más cerca y desde el Tío vi mi propia cara desesperada por apartar ese humo, vi mi cara de pronto transformarse en pavor por el miedo que sentían esos ojos que no querían apartarse de los míos, que los retenían absorbiéndolos, vi desfigurarse mis gestos de obsesión hacia una risa loca, fuerte, delgada que no salía de mis labios de Tío, vi ese anterior cuerpo mío, retirarse con movimientos bruscos, torpes, perturbados, dementes, nada acostumbrados, le escuché gritar por las galerías, insultar, bromear suciamente y desde entonces, con tanta pasión, algún otro, no se detiene a mirarme, con tanta obsesión, algún otro, con tanto quemapecho, k’uyunas, coca, algún otro, con esos ojos fascinados, a algún otro Tío están mirando, a algún otro.”

Para tus amigos: