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Domingo 15 de febrero de 2015

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Cultural El Duende

Una brizna de infinito

15 feb 2015

Ángeles Mastreta

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Lo recuerdo a cada rato, hermoso y viejo como lo conocí. Tenía largos los dedos de las manos y el cabello canoso pero salvaje y descuidado le daba a su cabeza un aire de juventud que ningún hombre de treinta compartía ya con él. Tenía un rayo de burla en las pupilas y una guerra en los labios. Era encantador y adorable, como debió serlo desde los siete años en que lo mandaban a comprar el petróleo cerca de su casa.

Se los vendía una mujer sobre cuyo trasero, según él evocaba, se podía tomar el té y jugar barajas. Renato entraba en la tienda con dos monedas y la esperanza de que algún efecto embriagante le hiciera el aroma que corría bajo el mostrador, siempre que la mujer tenía a bien curarse las reumas con una poción de alcohol y mariguana en la que hundía los pies apacible y distraída. Cuando la recordaba, yo sentía que su memoria de poeta aún podía tocarla. Escucharlo contar el pasado fue siempre un privilegio.

Se han dicho tantas cosas de Renato Leduc, yo misma he recontado tantas veces el aire atrevido que traía con él, sin embargo sé que no acabaré de aprehenderlo nunca, por más que lo añore todos los días. Este agosto derruido y peleonero se cumplen diez años de su muerte, diez años cruzados por tal cantidad de acontecimientos y desfalcos impensables en 1986 que no puedo dejar de preguntarme qué opinaría ese poeta del desencanto de este mundo que nos corroe. Había en él, que eternamente jugaba al descorazonado, al desengaño sin matices, una dosis de esperanza y de vocación lúcida que ahora, quién lo día, parecen inocentes.

Tal vez por eso, invocarlo resulta siempre consolador. Renato no creía en los amores duraderos, ni en la fe de los templos, ni en la patria de la Historia Patria. Pero era un eterno enamorado, creía en las estrellas y en el fuego que las ampara y era, junto con los sencillos héroes de todos los días, un venerador sonriente de la patria que se hace conversando, bebiendo, imaginando que el mundo es noble porque nunca ha negado que no tiene más remedio que acatarlo, con sus desfalcos y destellos.

Eran breves las tardes escuchando a Renato tras la comida en el café de románticos obsoletos que era el Rincón de Cúchares. Largas, polvosas y tercas eran las tardes de toros con los ojos prendidos a Manolo Martínez, soñándolo, creyendo que algo veía desde el palco lejano en que nos encerrábamos con unos binoculares a gritar ¡ole! Y venerar el valor y la estampa del torero cada vez más imaginario. Digo que lo imaginaba más de lo que podía verlo, porque por esos días me pidió que lo acompañara a una reunión regida por el entonces presidente José López Portillo. No recuerdo qué premios se entregaban ni qué sucedió en el famoso evento, pero recuerdo que había mucha gente y que se me ocurrió liberar a Renato de los empujones propios de la salida, llevándolo por una puesta alterna que se abrió un segundo hacia un pasillo de aspecto privado en el que me detuve asustada a dudar por dónde salir. Ahí estábamos detenidos cuando entró López Portillo con tres acompañantes.

–Renato, qué gusto verlo –dijo el presidente.

–¿Cómo has estado? –le preguntó Renato dejándose estrechar la mano.

–Yo no ando mal. Pero lo veo mejor a usted.

–No exageres, tú también te ves bien. Cuídate.

–Claro te la doy: haz siempre lo que se te pegue tu chingada gana.

El presidente rió, le palmeó la espalda y le dijo que tomaría muy en cuenta su recomendación. Luego siguió su camino.

–¿Quién era este cabrón? –me preguntó Renato al sentir que se alejaba.

Veía mal, entre sombras, pero caminaba erguido como si no temiera al acantilado que podría abrirse a sus pies, y siempre tenía un consuelo en los labios y otro en las manos con los que parecía saberlo todo.

Me gusta encontrar a Patricia su hija y decirle cuánto lo extraño, cuánto jugué a ser su otra hija y cuánto me hubiera gustado ser la novia desatada y adolescente que hubiera sido, si ambos hubiéramos sido juntos sesenta años antes de conocernos.

–Yo me hubiera ido a París contigo –le dije un día

–Y yo te hubiera llevado –me contestó.

–Mentiroso –le dije riendo.

–Entre que me llames mentiroso y me llames poeta prefiero que me llames borracho. Aquí la única mentirosa eres tú.

A veces el aire trae su recuerdo con cualquier cosa. En las mañanas me dice aún desde el espejo que parezco un dibujo del 400, levemente celeste y fantasmal.

No creo que la vida vuelva a darme un amigo capaz de hacerme tantos regalos. A él le debo la voz de Catalina Ascencio, algunas mujeres de ojos grandes durmieron con un hombre de su estampa, y Daniel Cuenca le robó a su recuerdo algo de la inconstancia y el fervor con que lo imaginé siendo joven. Renato es de esos muertos cuya sombra matiza cualquier intento de catástrofe interna. Seamos impasibles, inmutables y eternos como el fondo del mar, dice un poema suyo que me repito a cada tanto.

O invoco de repente como el mejor auxilio en mitad de una aflicción que tiene remedio: no llores, muchacha, que el llorar afea, y quien mucho llora, muy escaso mea. Y parece que lo oigo reírse de mí, de él, de todos nosotros.

y se abrirá en el silencio –breve y única ventana– como voz de la esperanza la verde voz de una rana: Quien gana en amor se pierde, en amor quien pierde gana.

No sé cómo puede quererse tanto a un abuelo cuya sangre no tenemos la fortuna de llevar en el cuerpo. En cambio sé de cierto que ningún año de mi vida olvidaré la luz con que Renato se burlaba del mundo, y que entre las cosas importantes que le debo a la vida, está el haberme cruzado con la prosa de su boca y la poesía de su corazón incansable. Antes soñaba mi ambición con llegar a vieja siendo tan audaz, insensata y curiosa como llegó Renato a los noventa y dos años. Ahora les ruego a mis cuarentas que invoquen al esperanzado Leduz que sobrevivió a siete años de siglo diecinueve y a ochenta y seis de siglo veinte, sin transigir con la idea de que vivía en el peor de los Méxicos. Para él cada día era un enigma que encerraba en su paso el placer de resolverlo, y no se hubiera perdido un minuto de su vida porque sabía como pocos cuánto vale cada segundo de luz aun cuando le hiere la zozobra.

En los últimos tiempos, siempre que hablé con él encontró la manera de recordarme el privilegio de la sobrevivencia. Al principio me hacía sentir culpable de tener más años por delante, ahora me digo que insistía como si previera que las cosas podrían ser difíciles y quisiera heredarnos la certeza de que nunca son peores que cuando no son. Ahora, cuando el mundo se pone de dar miedo y temo caminar en la noche las seis calles que van de mi estudio a mi casa, le pido a Renato que deje la pared en que lo cuelgo que venga conmigo como el más claro de los amuletos.

Ángeles Mastreta. Puebla

México, 1949.

Periodista y escritora.

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