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Domingo 01 de febrero de 2015

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Cultural El Duende

Apuntes sobre el afuera K’ita, puruma y literatura

01 feb 2015

Publicado por Plural Editores, acaba de aparecer el reciente libro del escritor cochabambino Juan Cristóbal Mac Lean. A continuación, el texto inicial

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Empieza así esta historia: un niño se acuesta, por la noche, y espera, muy despierto, a que pasen los ruidos de la noche, a que se haga el silencio más propio de la noche; que dejen de ladrar los perros, no se escuche nada más en casa, llegue al fin la noche verdadera, reine entera la clara oscuridad más cierta. Cuando considera que ya es así, que definitivamente se hizo de noche en la noche, se levanta entonces, sigiloso. Camina de puntas, sale de su cuarto y se dirige al aparador en el que su mamá atiende y tiende sus porcelanas más preciadas y apreciables. Abre el aparador. Luego, siempre de puntas, va sacando, una a una, todas las piezas preciosas de porcelana y las lleva a su cuarto. Una vez que las tiene ahí todas, empieza con la minuciosa catástrofe. Meticuloso, preciso, silencioso, envuelve en un trapo cada pieza y muy luego, con una piedra o un martillo, sin hacer ruido, la destroza. Una por una, todas. Cuando ha terminado, respira hondo.

Ahora vuelve a salir de su cuarto, atento, siempre de puntas. Va al escritorio de su padre. Abre o deschapa la vitrina en que este atesora los cartapacios en que ordena su fabulosa colección de estampillas. Igual. De puntas, lleva los cartapacios a su cuarto. Cuando los tiene todos, en muy silencio, va destrozando con tijeras todas las hojas, todas las estampillas, todas.

A todo esto, claro, la noche, o el grueso de la noche, casi ya ha pasado. Ya empiezan a ladrar algunos perros.

Entonces el niño (tiene doce años en mi recuerdo) toma su atado, como se debe, amarrado este a la punta de un palo y otra vez, otra vez muy sigilosamente, se desliza hasta la puerta principal. La abre. Sale. La cierra pulcramente.

Y se va para siempre.

***

Una inquietante palabra aimara, bellísimamente anticomunitaria, asocial, es k’ita. K’ita puede ser tanto un niño que se va de casa, se desprende de comunidad, familia o territorio, como puede ser también una planta silvestre que crece sin cuidado, lejos del cultivo. El viento arrastró a una semilla, lejos, y ahí se puso a crecer una planta al lado de una piedra, sin riego ni cuidado: k’ita.

Puede ser el aromo de Atahualpa Yupanqui, para quien, recuerde esa canción del mismo título y en la que el aromo crece lejos del agua. Pero k’ita también puede ser un animal, el animal salvaje de las alturas y las lejanías, que no es posible domesticar ni llevar a ningún corral. Los seres k’ita, así, “viven y crecen en un espacio que no está controlado por las reglas sociales y políticas de la sociedad de origen” (Jacqueline Michaux). ¿Y dónde van los k’itas, al irse? Pues van a la puruma¸ ese lugar de la periferia y las tierras desérticas o en barbecho. Ese espacio de penumbra alejado de las comunidades, cercano a los espíritus, los demonios, los saxra y los ojos de agua; la pampa. En el espacio puruma también vive el chuquila, el cazador de vicuñas, el más grácil e indomesticable animal de las pampas.

En el espacio puruma se aloja la gran literatura.

Walter Benjamín, en Infancia en Berlín o en Calle de una sola mano, no recuerdo bien: La peor nostalgia es la de no haber escapado de casa a tiempo.

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O, también, uno podría decir: la mayor nostalgia de “la pobre breve infancia” es la de no haber sido un piel roja. Eso lo sabía muy bien Franz Kafka: “Ser un indio, siempre dispuesto, y sobre el caballo a la carrera, hendir el aire, vibrar siempre de nuevo sobre el terreno que vibra, hasta que se abandonan las espuelas, porque no hay espuelas, hasta que se arrojan las riendas, porque no hay riendas, y ya no se ve más que el campo frente a sí, igual a una extensión pelada, ya sin el pescuezo y sin la cabeza del caballo”. El “nuevo mundo” como llama Benjamín al espacio al que así accede ese jinete, esa extensión pelada, es el del espacio puruma, el afuera de todo y en el que Kafka, que nunca se fue de casa, vivía por la noche mientras escribía esa literatura grande y misteriosa que atravesó las letras y las pampas.

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A esa escapada de la que en definitiva hablamos aquí, la llamaba Gilles Deleuze línea de fuga. Se refería, con tal formulación, a esa dimensión en que el alma se rehúsa a ser atrapada, conquistada, domada, por el poder o los poderes. O por la comunidad, o por el cultivo: el alma que se va a la pampa peligrosa. Y Deleuze tiene sus grandes filósofos k’itas, que desdeñaron los sistemas, apostaron por la libertad y la línea de fuga: Lucrecio, Spinoza, Nietzsche…

Gente “del afuera” llama el poeta y escritor Kenneth White a todos aquellos que, en los campos de la literatura, vivieron en los márgenes de la literatura, salieron a la puruma, o, como ya también lo dice Blanchot, a lo neutro: Rimbaud, Thoreau, la poesía zen…

Y si bien aquí relacionamos la literatura, o al menos cierta literatura con los conceptos de k’ita y de puruma, tal vez, antes que de la literatura, y de una forma radical, el espacio puruma sea más bien el lugar del viento y del silencio. O como el espacio blanco en el poema. Dice Pascal Quignard: “El lenguaje es para la familia, o para la sociedad, o para la ciudad. El sexo y la muerte –que son los otros dos dones que de la vida nos concede– deben ser preservados del contacto con el lenguaje. La pasión y el goce reposan en la exclusividad y el respeto del silencio”. Silencio puruma.

***

¿Y cuál sería la literatura más afín a ese espacio puruma, ese espacio de las afueras?

La respuesta no debiera ser difícil, y para que no lo sea, bastará que recordemos, dando un pequeño salto, los espacios de las religiones o dioses, los dioses. Dentro de las religiones (seamos rápidos y algo inexactos) se dice: hay una parte exotérica (hacia fuera) que se encarga de intermediar entre el “pueblo” y su eventual ansia de “dios” y cosas así. Para eso están los altares, los ritos y las pompas, etc. Todos más o menos contentos, ya que a ningún hijo de vecino se le puede pedir, en efecto, que se tome demasiado en serio eso de Dios o los evangelios, o la verdad, pues lo destrozarían –o en otro lo trocarían. Luego está, entonces, el núcleo esotérico de cualquier religión (el sufismo en el Islam, cierto budismo en el budismo, el misticismo cristiano, el cabalismo judío, etc.). es decir ese coto, verdaderamente vedado para nosotros hijos de vecino, en que de verdad se atisba al Dios vivo.

Valgan las distancias, valga el símil de la asimilación religiosa y aún el abuso metafórico que este implica. Pero ahí íbamos: hay literatura y literaturas. Hay cuentos y cuentitos. Para todos y para casi todos y “ninguno” –como el libro de Zarathustra. Hay la literatura k’ita, la del espacio puruma, y hay la (muchas veces muy buena) doméstica, de corral.

El gran niño que se fue de casa y no de la casa, sino hasta de literatura misma, fue Arthur Rimbaud, el poeta k’ita por excelencia, que a los dieciséis años, poco antes de irse de Charleville, “la más idiota d elas pequeñas ciudades de provincia”, escribe el gran poema Les poetes de sept ans, en el que anticipa al otro niño, el que antes de irse masacra porcelanas y colecciones numismáticas. El niño de Rimbaud, A los siete años hacía novelas, sobre la vida / de los grandes desiertos, en los que brilla la Libertad arrebastada, / Espesuras, soles, orillas, sabanas! Y antes de irse, a lo que procede es, para S. Solmi, a la “masacre de los significados” en palabras de Jacques Riviere, “Rimbaud rechaza todo en bloque: se erige contra la condición humana, o mejor: contra la condición física y astronómica del Universo”. Con ese talante, lo deja simplemente todos, aunque más allá tampoco encuentra nada. Pero antes que preguntarnos sobre su itinerario, su final moderadamente trágico, quedémonos con las palabras que quizá también lo anunciaban, y profetizaban, a tiempo que le cambiaban el rostro a la poesía entera. Como cuando en las Iluminaciones, algo más tarde, vuelve al niño: “Y hasta sería el niño abandonado sobre un muelle partido hacia alta mar, el pequeño sirviente que sigue un pasaje cuyo extremo toca el cielo.

Los senderos son ásperos. Los montículos se cubren de retama. El aire está inmóvil. ¡Cuán distantes los pájaros y las fuentes! Estos no puede ser sino el fin del mundo, que se anticipa”…

(1) Las palabras aimaras que se usan en esta nota provienen del libro, aún sin título oficial, de Jacqueline Michaux sobre el mundo aimara, la mujer, la “medicina” étnica y la procreación. Para estos términos, de los que me sirvo de otra forma, muy libre y personal si se quiere, Jacqueline Michaux, a su vez, se apoya fuertemente en el libro Pacha: en torno al pensamiento aimara de Thérése Bouysse-Cassage y Olivia Harris

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