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Domingo 18 de enero de 2015

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Cultural El Duende

El barroco de Alejo Carpentier

18 ene 2015

Marc E. Blanchard (Casa de las Américas 2006)

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Segunda parte

Al presentar esta parábola a sus lectores, Carpentier juega con el tiempo: con fórmulas (“Y al amanecer, todo estaba en buen orden”); breves reseñas (“los días se los pasaron en su mayor parte en vagar desde las bien provistas tabernas de vinos finos a las tiendas de libros”); con motivos empleados en diferentes momentos para indicar cómo la hora como tal se percibe cada vez como igual y diferente (“Afuera, los mori del Orologio acaban de martillar las seis”; “vinieron a mezclarse, caídas de una claraboya, las horas dadas por los moros de la torre del Orologio”. Sin embargo, esas fórmulas y reseñas solo sirven para destacar los insuficientes que resultan las convenciones para transmitir la esencia del paso del tiempo si el narrador, con una voz particularmente autoirónica, decide de repente pasar por alto los detalles analógicos con que, en otras partes de su narración, llena tanto una descripción que ofusca la trama. Así termina la novela sobre la historia del sirviente Filomeno, un negro cubano que se queda en Venecia, preparándose para el concierto de Louis Armstrong, después que su Amo, aburrido y frustrado con Europa, decide regresar a América: “Filomeno, por lo pronto se las entendía con la música terrenal, que a él, la música de las esferas lo tenía sin cuidado. Presentó su ticket a la entrada del teatro, lo condujo una acomodadora de nalgas extraordinarias…”

Estas trivialidades son típicas del barroco, una forma de arte que, según Woellflin, se sentía atraída por las oposiciones y mezclaba estilos con soltura. Pero, si bien Concierto barroco es la mezcla de una historia mitad cómica y mitad seria, con “la acción vuelve a enredarse, atravesarse, entreverarse…”, también es, sobre todo, una historia de incongruencias, anacronismos y disparidades entre el tiempo vivido y la duración del tiempo, entre la hora del reloj y el calendario. Con todo, no se trata en sí de un pasatiempo refinado, uno de esos ingeniosos divertimentos con que aquellos que se sienten aburridos de todo se deleitan al imaginar algo que pudieran no saber aún. Más bien es un juego de un narrador que considera que debe definir sus personajes y la trama a partir de documentos existentes y que se esfuerza con tenacidad por liberarse de la tiranía de la cronología. Así, los alegres parranderos, guiados por el trío integrado por Vivaldi, Haendel y Scarlatti, visitan la tumba veneciana de Stravinsky. Sin embargo, o bien Stravinsky ha muerto ya en el momento en que se supone que se presenta la ópera (presuntamente 1733), o bien Vivaldi y su alegre séquito en Concierto barroco están vivos todavía después de que el compositor ruso emigrado es enterrado en Venecia según su propio deseo. En todo caso, debería advertirse al lector que lea la nota del autor al comienzo del libro. Allí, en el estilo con que los editores del siglo XVIII procuraban brindar información a sus lectores al mismo tiempo que negaban su responsabilidad por su propio mal manejo del material, Carpentier se brinda para presentar la verdad histórica sobre las vicisitudes musicales del desventurado Montezuma. Carpentier distingue entre la fecha de la primera aparición de Montezuma como personaje en escena, la fecha de la primera ópera dedicada por entero al Emperador azteca Montezuma –compuesta por Vivaldi y probablemente nunca puesta en escena– y luego, una a una, todas las demás fechas en que los aztecas han sido llevados a la música. Con sucesivos pliegues y despliegues, Carpentier repasa con sorna los diversos momentos en que, en vez de ser quemados en la hoguera o apedreados hasta morir, los valientes mexicanos son enviados camino de su salvación por los libretistas, más emprendedores y manidos que famosos, siendo las únicas dos excepciones Montezuma, de Antonio Vivaldi, cuya ópera reinventa Carpentier a propósito del ensayo general que ocupa la mayor parte de la novela, e Indes Galantes, de Jean-Philippe Rameau, la cual siempre ha sido considerada, según Carpentier nos recuerda, la gran obra maestra sobre el Nuevo Mundo, y al mismo tiempo un simple ballet cortesano, compuesto dos años después de la ópera de Vivaldi. En Venecia, el famoso actor veneciano Miller se pone el disfraz de Montezuma usado por el criollo en la anterior noche de carnaval y asume el papel del verdadero Montezuma (“y se vuelve a enredar la acción, con un Montezuma nuevamente vestido de Montezuma”. Al final, una vez que Montezuma ha sido traicionado por los españoles, Vivaldi, siguiendo al cronista Antonio de Solís, hace posible que Cortés perdone a sus enemigos y libere a todos los cautivos, incluso Montezuma, apenas un momento antes de ser arrastrado a escena, “encadenado por el cuello”. Bien está lo que bien acaba, como sucede con la princesa azteca Teutile, que se casa con el español Ramiro en vez de tener que ser sacrificada por su madre Mitrena en ofrenda a los dioses. Eso no importa en esta historia, pues Vivaldi se ha permitido grandes libertades respecto de sus fuentes (en el texto de Solís, Teutile era un “general de los ejércitos de Montezuma”. En la ópera de Vivaldi, el criollo, que sin recato alguno hace gala de la erudición de Carpentier, se entera de que ese papel es asumido por una actriz famosa “que se acuesta con Su Alteza el Príncipe de Darmstadt, o Armestad, como dicen otros, que mora, por aburrido de nieves, en un palacio de esta ciudad”. A pesar de la vertiginosa interacción entre la tradición general de la Conquista, la prueba documental traducida que proporcionan los cronistas, los comentarios que constantemente hace in situ los personajes de la historia acerca de esa producción operática sobre la conquista de México que presencian como parte de su viaje por Europa, y la supervisión general de un narrador omnisciente que a veces interviene de manera directa en la narración y otras parece dejar que esta fluya y siga su propio curso, la historia gira en esencia en torno a la inversión del tiempo.

En ese sentido, el recurso a la parodia exorbitante, burlona y hasta grotesca es decisivo para esta inversión del tiempo, a la vez que las referencias históricas, que aportan a esta pieza de ficción creativa un toque de investigación académica, se completan con un conjunto de notas históricas –concesivas (“a pesar de…”), impersonales (“se asume…”), condicionales (“uno pudiera…”)– y agradecimientos (“gracias al amigo musicólogo que me puso sobre la pista de Montezuma de Vivaldi”). Esos gestos, por muy coquetos que puedan ser, tienen también su propia lógica. Preparan al lector para una experiencia de lectura diferente en que, en lugar de cambios de lugar que determinan el avance de una trama lineal que se desenvuelve desde una perspectiva fija, encontrará a un narrador que entra y sale de los episodios con calculada soltura y estableciendo conexiones no solo entre espacio físico (Veracruz, La Habana, Cuenca, Barcelona y Venecia), sino también entre lugares culturales (entre el México de los tiempos de la Conquista y el México del Virreinato, entre la época del concerto grosso y la del Dixieland Jazz, entre los tiempos de la carabela y los de la locomotora); una narrador que ofrece al lector la oportunidad de experimental sentido del tiempo complemente diferente, anacrónico sin surreal, cómica sin ser épico, discontinuo y homogéneo a la vez, a medida que hechos ficticios, escandalosos e íntimos, discretos y entrelazados, forman el basso continuo de lo que parece ser la fascinante ejecución de un suave divertimento, que en una noche de disipación y la tarde siguiente de resaca, se convierte en toda una ópera de cámara, concebida para exasperar al académico baquiano y estimular al amateur culto:

Prendido el frenético allegro de las setenta mujeres, que se sabían sus partes de memoria, de tanto haberlas ensayado, Antonio Vivaldi arremetió en la sinfonía con fabuloso ímpetu, en juego concertante, mientras Doménico Scarlatti –pues era él– se largó a hacer vertiginosas escalas en el clavicémbalo, en tanto que Jorge Federico Haendel se entregaba a deslumbrantes variaciones que atropellaban todas las normas del bajo continuo.

Continuará

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