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Domingo 18 de enero de 2015

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Cultural El Duende

Menos para el Infierno

18 ene 2015

Odette Magnet

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Ayer me besó un desconocido. Fue tan inesperado, muy de repente. Estaba sentada en un banco de madera en el Parque Waterlow, al lado del cementerio de Highgate. La mañana estaba tibia, con un sol de comienzos de verano. Cerré los ojos y respiré profundo y por un rato creí que la vida era posible. El aire olía a lavanda y curry. De pronto sentí unas pisadas sobre el camino de piedrecilla. Abrí los ojos cuando un hombre se sentaba a mi lado y, tomando mis dos manos entre las suyas, me pidió dinero. Para comer, dijo, en un inglés precario, entrecortado. Me advirtió que esta era la última vez y me pareció reconocer algo antiguo y familiar en su encogida de hombros. Creí escuchar el latido de su alma derrotada. Vacilé unos segundos. Metí mi mano al bolsillo y saqué unas cuantas monedas. Era todo lo que tenía. Desconcertada, se las entregué. Entonces él titubeó también y con torpeza me dio un breve beso en la mejilla derecha. Murmuró unas palabras, algo sobre que volvería más tarde, que no me moviera. Luego retiró una hebra de pelo que cruzaba mi frente. Se levantó y, cabizbajo, se alejó arrastrando los pies.

Habría querido devolverle el beso y darle más dinero. Fue todo tan rápido. Quizás lo imaginé. Cuando la memoria me falla, recurro a la fantasía. Mejor así, duele menos. Qué importa si es verdad o mentira, si las cosas suceden o las fabricamos nosotros. Sentada en mi banco, todos los días, lanzo migas de pan a las palomas como hacen los jubilados del mundo entero. El sol entibia mi cuello. Me desabrocho el primer botón de mi blusa negra de lino. Se me vienen a la memoria, no sé por qué, esos pueblos del norte chileno, el grande y el chico, con sus tierras de grietas anchas, pozos olvidados, rostros curtidos, gente de pocas palabras, algo hosca y ademanes lentos, la mirada furtiva, rodeados por el silencio del desierto, la pampa infinita. Hacía tiempo que un hombre no me besaba de sorpresa. Más bien hacía tiempo que un hombre no me besaba. Nada bueno me había sucedido desde el inicio de la pesadilla. Había llegado a Londres un año antes. Para empezar de nuevo, para rehacer mi vida, como decía mi madre, que en paz descanse. Debes intentar olvidar, seguir adelante, sin rencores, remataba, y se le quebraba la voz cada vez que me lo decía. Una agrupación de derechos humanos del Reino Unido, no recuerdo el nombre, había hecho las gestiones pertinentes por medio de los canales regulares para que se me otorgara visa y pasaporte a Inglaterra como refugiada política. Más adelante, me aclararon, podría pedir la nacionalidad británica, si lo deseaba. Yo no elegí el destino, ni siquiera elegí salir. Para entonces ya tomaba pocas decisiones. Abordé el avión a Londres una semana después de que fuera liberada del centro de torturas cuyo nombre todavía no puedo pronunciar. Allá, en el sur profundo de Chile.

Desde entonces estaba en la lucha por la llamada sobrevivencia. No, no es cierto: ya había dejado de luchar. Pese al tiempo transcurrido, todavía me siento como un árbol arrancado de cuajo, sin aviso. Con mis raíces desnudas, patéticas, a la intemperie, aterricé en Heathrow una tarde lluviosa. A la salida de la manga me esperaba un funcionario de esa agrupación humanitaria. Me condujo a un hostal, me dijo que el alojamiento y las comidas ya estaban pagados para la semana y que me llamaría al día siguiente. Me dio la mano y me entregó cien libras. Lo fui a dejar a la puerta. Afuera, las calles adoquinadas, lustrosas, por la lluvia recién caída. Los cielos, revueltos, de colores indefinidos, grises, azules y violetas. No recuerdo mucho más. Ahora que lo pienso mejor, desaproveché la oportunidad de inventarme otra personalidad, otra personna. Un nuevo pasado, presente y futuro. Genial, aterrador, tentador. Pero, una vez más, no tuve el valor. Aún no tengo a quién llamar ni nadie que me llame a mí. Tengo la certeza de que podría caminar durante meses sin encontrarme con alguien conocido. Nadie sabe de mi existencia y lo prefiero así. El anonimato me viene bien. No tengo identidad ni pertenencia. Todo sigue igual. Deambulo con el alma seca por los parques verdes, los más bellos del mundo. No conozco el resto del mundo pero conozco los parques de Londres. Camino sin cesar, sin rumbo fijo, a la espera de un diluvio que pueda borrar mis grietas, lavar mis heridas y cerrarlas para siempre. Abrigo la esperanza de que un día, en medio de las palomas, no recuerde ni mi nombre y tenga mi mente en blanco como un vaso de leche tibia. Asisto a mis sesiones con la sicóloga –casi mi única conocida– que intenta librarme de la culpa que arrastro por haber sobrevivido. Con su voz suave, me habla de la necesidad de recuperar el tiempo perdido y botar los dolores.

–Cuando el dolor no se expulsa como la leche agria, la mirada se vuelve opaca y la boca amarga – sentencia ella con la mirada fija en sus zapatos.

Yo le explico, con pocas ganas, que no se puede medir el dolor como quien toma la temperatura o el pulso de un enfermo, que no deseo recuperar nada sino perder lo único que tengo: la memoria. Le advierto, ahora con menos ganas, que en las noches de insomnio en una pieza arrendada en el norte de Londres ruego a los dioses, a cualquiera, a alguien que esté despierto, que me aceche la amnesia. Pero eso no ocurre, los dioses duermen profundo y el pasado me despierta y me arrastra al epicentro de la pesadilla, la misma que me hace mojar las sábanas de terror. Como la marea alta, el pasado regresa cada noche, montado en una gigante ola que me baña la piel, me revuelve las tripas, me quiebra los huesos. Ahí estoy, tendida sobre la parrilla, rodeada por mis torturadores, el metal frío bajo mi espalda, las patadas, los insultos, los gritos, mis oídos reventados, las quemaduras de cigarrillos sobre mis nalgas, mis pechos, las baldosas heladas, mis ojos vendados, el olor a mierda, mi mierda. Me voy desintegrando en partículas muertas, escamas que se desprenden de mi vagina agónica, un río de fuego, de lava quemante que baja como un torrente por mis piernas amoratadas. El olor de mi vómito me inunda. Caigo en un pozo negro, sola, muda, sin decirles palabra a los bastardos, sin soltar un puto nombre, negándome a hablar, a cooperar, como dicen ellos, los bastardos. Sólo se quedarán con mis aullidos y mis brazos abiertos, como un Cristo crucificado. Entonces lloro, creo. Siento la sal en mis labios resecos. Recuerdo esas irrisorias sesiones de cédulas del partido, cuando éramos jóvenes, en las cuales los llamados dirigentes nos exponían teorías baratas sobre el control mental para enfrentar la tortura. Eventualmente, decían ellos, con sus voces graves. Pendejos. Soberbios, ingenuos. Pura paja. No estábamos preparados para nada. Menos para el infierno. Pienso en mi playa favorita, en esas aguas de azul intenso, de verde marino, el sol que se desliza por la cresta de la ola y las gaviotas que hacen piruetas cuando se levanta la espuma, suspendida en el aire. Luego, en un estallido blanco, la ola revienta y lame mis muslos. Quiero volar como una gaviota. Estoy jodida, a nadie le importa un carajo si me muero aquí mismo.

Yo, única testigo muda, sobre la parrilla. Mi garganta hierve, mis pechos, mi vientre, mi vagina, todo late, a punto de reventar, la ola de electricidad me estremece, me eleva, me arrastra y me sumerjo en el dolor intenso. Sólo necesitas un par de buenas cachas con machos de verdad que te hagan gozar hasta que aúlles, me dicen los bastardos. Y yo les ruego que me suelten o me maten ya, de una buena vez. Ellos largan unas risotadas vulgares de hienas.

Me dan un poco de agua. –No le den mucho –dice la doctora–. Podría morir. Es lo que deseo. Estoy tan cansada. Quiero dormir, dormir. He perdido mi lengua, me la he mordido, la siento hinchada, carne molida. Soy una masa sin contornos ni rostro. La olí, doctora, mientras estaba en la parrilla. No vi su cara, pero olí su Chanel número 5. Fino, perfume de mujer, algo dulzón, intenso. ¿Por qué está examinando mi corazón? ¿Les dará la orden de que me dejen tranquila, que me suelten ya? Por favor, se lo pido, no se vaya, si se queda, doctora, no me volverán a poner electricidad. Alguna vez quise ser médico como usted, ¿sabe? Deseaba salvar vidas pero no podía soportar el dolor ajeno. Abandoné la idea de los primeros auxilios y me puse a hacer mis primeras tomas de una larga serie de largometrajes. El cine. Entonces era mi pasión, una de tantas. A nadie le importa eso ahora. Yo no hice nada malo, hasta abandoné el partido, era otra pendeja, aunque no me arrepiento de nada como dice la Edith Piaf. Me hicieron pebre igual y seguro, doctora Chanel número 5, que usted anda espléndida por la vida con gafas oscuras y tacones altos, madre ejemplar y esposa devota. Con los ojos nublados me arrastro en cuatro patas, lentamente, a mi guarida. En un rincón, me siento sobre un charco de orina. El piso está frío, al igual que los muros. Caigo en un pozo profundo y me envuelve el silencio.

Desde hace unas semanas, vengo todos los días a este parque, al mismo banco, bajo la lluvia o el sol. Es mi favorito. Enorme, con césped cuidado, verde intenso, tiene dos lagunas colmadas de patos; por las orillas, los sauces llorones. Entre los árboles, algunas ardillas apresuradas y una decena de estatuas de figuras humanas repartidas por todo el terreno.

Los bancos lucen una pequeña placa de bronce con el nombre engravado de algún vecino que ya murió pero que también amaba ese parque. Los perros corren libres y los niños caminan de la mano con sus padres. Otros juegan a la pelota. Yo los miro, sentada, y les doy de comer a mis palomas gordas. Entonces soy casi feliz. No necesito nada más, ni siquiera sé lo que haré al minuto siguiente. Ahora estoy segura, lejos de Chile, ese país lejano que algunos llaman patria. Ya nadie me puede hacer daño, ya nunca más. Estoy a salvo, sola, sin padres ni hermanos, sin hijos, sin Manuel. Manuel. Mi ancla, mi brújula, mi hombre. Tu pelo olía a humo y tus ojos eran del color de la miel, la mirada dulce, pícara. Tus labios tibios, tus besos en plena boca en una esquina cualquiera. Del dolor sabías, mi amor. Perdiste a tu primera mujer, consumida por un cáncer que apenas le dejó la sombra y te quedaste solo, con el abrazo por cerrar, la pregunta por hacer, la promesa fallida de los hijos que vendrían. Te quebraste en mil pedazos pero, poco a poco, con todo el peso del mundo sobre tus hombros, te levantaste. No sabías perder, te costaba aceptar la derrota. Miraste a la muerte a los ojos y levantaste tu espada gloriosa, empeñado en domesticar a los molinos de viento, a los necios de siempre, los miopes, los bastardos. No te dabas por vencido antes de empezar. La justicia y la libertad fueron en un comienzo un desafío y se convirtieron en tu obsesión. Me contagiaste con tus sueños de un mundo mejor, una sociedad más justa, un hombre libre. Contigo compartí miles de amaneceres. Por primera vez el futuro sonó a verdad y olía a pan amasado recién sacado del horno de barro. Me empujaste, me entusiasmaste con tu esperanza. Hasta que vinieron a buscarnos. Ahí se reventó el futuro como una gran burbuja. Nos sacaron de la cama en la madrugada, no alcancé a ver el reloj. Tampoco a ponernos los zapatos. No los van a necesitar, nos gritó un tipo de bigote grueso, panzudo, de chaqueta de cuero negro. Salimos a la calle, a punta de bayoneta. Yo atiné a arrojar nuestra argolla de matrimonio bajo la cama. Te empujaron al interior de un jeep, a mí a otro. No había un alma en el vecindario. Nunca más te vi, Manuel. Tú figura se perdió en la inmensidad del silencio. No tuve tiempo ni de darte un beso, aunque fuera en la mejilla. Esa noche la vida nos ofreció una flor y la muerte nos mostró sus fauces. Ambos perdimos la batalla. Ha soplado tanto viento y aún retumba en mis oídos tu risa ligera, liviana, irreverente, que no pedía permiso para interrumpir, para irrumpir, para caer como una cascada de agua fresca en la cuenca de mis manos. ¿Dónde estás? ¿Estás? No me buscaste, no me esperaste. La noche te tragó de una bocanada y yo me quedé esperando para envejecer a tu lado. Trato de imaginarte en un lugar amable, con amigos, tocando tu guitarra frente a una fogata, a la orilla de un río, cerca de esos volcanes nevados que tanto amabas. Ha caído tanta lluvia y la sola mención de tu nombre me eleva por los aires y luego me arroja hasta el abismo profundo, el vértigo total, el dolor más espeso, la sangre coagulada. Quizás un día regreses, Manuel, y me beses en la mejilla, sin aviso, y te sientes a mi lado en mi banco favorito, como hizo ese hombre el otro día, no recuerdo cuándo. Dijo que volvería, que no me moviera y yo lo esperé hasta que cayó la noche. No regresó. ¿Te conté que su pelo también olía a humo y sus ojos eran del color de la miel? ¿Te lo conté, Manuel? ¿Me escuchas? Da igual. A nadie le importa un carajo. Ni siquiera a ti. Sólo espero que la leche tibia en el vaso comience a subir.

* Odette Magnet Ferrero. Agregada de prensa y cultura del Consulado General

de Chile en La Paz.

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