Domingo 18 de enero de 2015
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Cuando se pasan las horas con una criatura imaginaria, o que haya vivido en otro tiempo, ya no es solo la conciencia la que la concibe, entran en juego la emoción y el afecto. Se trata de una lenta ascesis, se hace callar completamente el propio pensamiento; se oye una voz: ¿qué puede decirme este individuo, qué puede enseñarme? Y cuando se oye bien, no nos abandona más. Esta presencia es casi material, se trata en suma de una “visitación”. A veces, es algo bastante extraño, la primera visitación se produce en un momento en el que sabemos aún muy poco de ese personaje que se volverá importante para nosotros. Se impone, quizás a través de un clima, como si estuviéramos ya, sin saberlo, dispuesto a recibirlo […]. Me ocurre también, me ocurría sobre todo en el pasado, que me adueño de mis personajes demasiado pronto, antes de que hayan dicho todo ellos mismos, y en ese caso el libro fracasa, pero llega un día en que vuelvo al trabajo. Escribí –enteramente– una o dos versiones de “Adriano” que arrojé al cesto. Las razones de este fracaso eran muy simples: no había cotejado lo suficiente los textos que le concernía, y no había visto lo suficiente los paisajes en los que se había desarrollado su existencia; no había reflexionado lo suficientes sobre ciertos temas para ser capaz de hacerle hablar de ellos. Después, un día, recordé el personaje de Adriano, y debo decir que regresé al trabajo con indecible alegría.