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Domingo 04 de enero de 2015

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Cultural El Duende

La novicia

04 ene 2015

Irma María Magnani Valdez

Soy la novicia más joven de este convento y me preparo para tomar mis primeros votos. No sé si tengo vocación verdadera o no; sin embargo, esta es la única vida que conozco.

Mis padres me trajeron al convento cuando solo tenía seis años en cumplimiento de una promesa hecha a Dios por una gracia recibida y yo resulté siendo la moneda de pago.

Siempre me gustó la tranquilidad, el silencio del claustro y la obediencia a la regla no me significó gran sacrificio. De pequeña me sentía muy atraída por la idea de la santidad; ahora tengo algunas dudas pero todavía creo que esta puede ser una buena manera de pasar por este mundo.

Este último año, antes de tomar los votos, lo pasaremos en medio de prolongados ejercicios espirituales, meditación y oración en solitario. Entre la Madre Superiora y el nuevo sacerdote, enviado por el Obispo, decidirán quiénes de nosotras ya estamos preparadas para la siguiente etapa de la vida religiosa.

El nuevo sacerdote me causó muy buena impresión. Creo que puedo decir que me agrada su trato y además, sus ojos y su mirada irradian comprensión e inspiran confianza.

Aparte de los periodos de instrucción religiosa, la asistencia a la Santa Misa, la comunión y el rezo del rosario, día por medio tenemos largas conversaciones privadas con nuestro sacerdote guía para que vaya evaluando nuestro desarrollo espiritual.

Entre las novicias está terminantemente prohibido que comentemos las conversaciones sostenidas con nuestro guía espiritual; por tanto, ignoso si a las otras novicias les dedica tanto tiempo como me lo dedica a mí. Dice que todavía no está convencido de que mi vocación sea verdadera. Esa es la duda que empieza a atormentarme hasta el punto de no poder dormir, comer ni cumplir con las otras obligaciones dentro del convento.

Así van pasando los meses, siempre encandilada por esa mirada y esas palabras susurradas que me llenan de amor a Dios y a todas sus criaturas.

Luego, para mi sorpresa y desencanto, las entrevistas con el sacerdote se van espaciando. Finalmente, {el me dice que no habrán más entrevistas, que he avanzado lo suficiente en mi preparación, que me conviene practicar más la meditación solitaria y me recomienda que no vacile en tomar los votos ya que está convencido de mi vocación.

Quedo sumida en una gran angustia. No tengo a quien acudir en busca de apoyo o consuelo al sentirme naufragar en un mar de interrogantes: ¿qué paso? ¿qué fue lo que hice mal? ¿por qué me dice que estoy lista cuando yo me siento flotar en el aire como hoja al viento?

Pasan los días, las semanas y los meses. Vico con el corazón en la boca y me las ingenio para hacerle saber que necesito, que me urge tener una conversación en secreto. Él parece darse cuenta de mi desesperación y adivinar que algo muy malo podría pasar si no acepta mi pedido. Quedamos en que al día siguiente, al amanecer, nos encontraremos a poca distancia de la salida secreta que existe al extremo de la huerta atravesando los corrales del convento.

Paso la noche en vela en medio de grandes sufrimientos. Cuando empieza a clarear el día acudo presurosa a la cita sin imaginar lo que me esperaba al cruzar la pequeña puertecita semiescondida entre la maleza. Para mi sorpresa el sacerdote no está solo. Veo también a la Madre Superiora acompañada por dos albañiles del convento y dos guardias. El sacerdote, elevando la voz, me acusa de estar escapándome de la Santa como una delincuente, que sus sospechas no eran vanas y que se alegraba de que la Superiora hubiera dado crédito a lo que él consideró su deber avisar para que el mal ejemplo no corrompa a las otras novicias, y que estaba muy de acuerdo en que se me aplique el castigo correspondiente a esta falta tan atroz: tapiarme en vida para que así tenga el tiempo suficiente para reconocer mi pecado y pedir perdón a Dios, que Él, en su infinita misericordia, tomaría en cuenta mi lenta agonía y que tal vez, solo tal vez, se apiadaría de mi alma pecadora.

Un nudo me aprieta la garganta, por largos segundos no puede ni respirar; luego, algo se rebela en mi interior con la fuerza de un volcán y digo a gritos que no estaba escapando, que solo quería hablar con mi guía espiritual, que recién ahora que doy cuenta de por qué me ignoraba estos últimos meses, que yo estaba perdidamente enamorada de él y que suponía ser correspondida de la misma manera.

Por lo visto, el muy canalla encontró la manera de sepultar literalmente su delito y yo sería nuevamente el chivo expiatorio. Él, cobardemente, levanta las manos al cielo poniéndolo por testigo de mi mentira.

Ante semejante actuación, siento que me invade una fría calma. Miro a los ojos a la Superiora y le digo que vayan a mi celda y encontrarán la prueba de que no miento: un bebé recién parido. Continúo gritando que eso era lo que quería decirle para ver la manera de que él saque al bebé del convento después de haber dado a luz. Sin embargo, el alumbramiento se adelantó –es un niño con los mismos ojos que su padre y el mismo lunar en el omoplato izquierdo.

La Superiora hace una seña a los albañiles quienes empiezan a levantar dos nichos, frente a frente, para tapiar al mal sacerdote y a la novicia pecadora.

Cuando la pared me llega a la altura de los ojos, lo último que veo son aquellos otros ojos que me embrujaron y que ahora están llenos de espanto y furia. Siento que me desangro. Sonrío y me sumerjo en la nada.

* Miembro de UNPE Cochabamba y docente universitaria de posgrado. Ha publicado “Corazón mágico” (2011) y “Canto del alma” (2014).

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