Si los anuncios se cumplen, este jueves puede marcar un hito importante en la lucha por preservar la libertad de prensa en Bolivia. El Tribunal de Imprenta se reunirá para tratar una denuncia del Procurador del Estado contra la directora y un periodista de La Razón por “complicidad” y “espionaje”, respectivamente, a raíz de un reportaje publicado el pasado 13 de abril.
Más allá del fallo de ese Tribunal sobre el tema que motivó su convocatoria por el Concejo Municipal, la apertura del proceso plasma la vigencia plena de una de las normas más sabias del ordenamiento legal de Bolivia, pese a las críticas y los intentos de cambiarla so pretexto de su antigüedad: la ley data de 1925, pero sus orígenes están en el código penal de 1834, cuando Andrés de Santa Cruz introdujo en la legislación de la República la tipificación del “delito de imprenta”.
Ya entonces -hace 180 años- la gente visionaria que construía la estructura legal e institucional de la República que se preparaba a cumplir su primera década de vida introdujo en el Código Penal una herramienta poderosa para la defensa de la prensa libre. El artículo 477 establece el “Secreto del Anónimo”. Con mayor propiedad, el secreto de imprenta, que es el que se pretendió obligar a violar mediante el juicio penal por vía ordinaria instaurado a los dos colegas de La Razón.
La prensa libre es, desde siempre, la mirada inquisidora de la sociedad sobre el manejo de la cosa pública. Ya en 1851 el “tata” Belzu obligó por eso a los funcionarios públicos a rebatir cualquier acusación periodística referente a sus funciones exigiendo desmentido público o acudir a la justicia en un plazo de cuatro meses, bajo “pena de destitución automática”. La Ley de Bases –antecedente directo de la Ley de Imprenta- promulgada por la presidencia de Achá en 1862, instauró los Jurados de Imprenta a ser organizados por los concejos municipales. Pero eliminó la conminatoria de Belzu al disponer que una probable ofensa a los funcionarios públicos prescribe a los cuatro meses de publicada, sin obligación del desmentido público ni peligro de destitución.
Fue sobre esa base argumental que concluyó en el 2002 el último caso –no estoy seguro si único— que juzgó un Tribunal de Imprenta, que declaró la prescripción de la demanda de un ex ministro de gobierno y ex senador contra el director de un matutino local. El Tribunal argumentó que la demanda fue presentada después de los plazos establecidos (cuatro meses) en la ley de Imprenta. La demanda fue interpuesta ocho meses después de aparecida la publicación.
El de ahora es un caso sin precedentes. No se trata de probar la veracidad o no de una publicación periodística o si se lastimó o no el derecho a la privacidad. Con el juicio penal se pretendió obligar a violar el secreto de la fuente, que es requisito fundamental para el libre ejercicio de la libertad de información y de expresión.
El 22 de abril, cuando el procurador del Estado presentó su denuncia penal contra la directora de La Razón, Claudia Benavente, y el periodista Ricardo Aguilar, pedía acción penal por delitos de orden público y que el juez competente, vulnerando el artículo 8 de la ley de imprenta, levante el secreto de fuente. El 5 de agosto (cuatro meses y 13 días después), el tribunal de la judicatura aceptó la excepción de incompetencia y el 28 de noviembre (tres meses y 23 días después) derivó el caso al Concejo Municipal que convocó para este jueves a los 39 miembros del Tribunal de Imprenta.
Mucho se dijo, se escribió y se argumentó en los ocho meses transcurridos. A estas alturas, como desde el principio, es evidente que el reportaje en cuestión no lastimó en lo más mínimo la demanda marítima. La información sobre cómo triunfó la tesis de los “actos unilaterales” para sustentarla no revela absolutamente nada que en realidad no fuera conocido hasta su publicación.
En ese escenario, se podía interpretar que la intención era conocer al infidente dentro del gobierno (no importa porqué ni para qué) que le revela información reservada a la prensa. Se podría suponer, también, que se pretendía sentar un precedente interno, para impedir fuga de información, a partir de utilizar como pretexto un tema tan noble como la causa marítima, que nos une a todos. Y finalmente, es también válido suponer que la artillería estaba destinada a pulverizar la tan “obsoleta” ley de 1925.
Cualesquiera sea la motivación, no importa, se topó contra un muro firme de defensa de principios y valores imperecederos. La unidad del gremio se hizo evidente al superar diferencias ideológicas, partidarias o económicas para demostrar con argumentos jurídicos la razón de la razón. Al Tribunal de Imprenta le corresponderá ahora cerrar el tema.
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