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Domingo 07 de diciembre de 2014

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Cultural El Duende

Entre el texto y el extrañamiento

07 dic 2014

“Mientras que en las ciencias humanísticas clásicas la metáfora de la cultura como texto tuvo gran resonancia durante mucho tiempo, en la etnología suscitó una profunda crisis de identidad”, así afirma la catedrática del Instituto de Etnología de la Universidad Ruprecht, Karl de Heidelberg

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Segunda y última parte

La metáfora del texto intenta eliminar estas dificultades de forma programática, a saber, trasladando el procedimiento hermenéutico –desarrollado originalmente para la interpretación de documentos escritos procedentes de la tradición propia– a un campo de investigación integrado principalmente por expresiones verbales y acciones que se enmarcan en situaciones individuales de un entorno de vida y de transmisión de conocimientos extraño. Lo problemático en este caso no es solo el hiato cultural existente entre la interpretación etnológica y su objeto de estudio, sino sobre todo el hecho de que dicho objeto de estudio no se compone de textos, sino de acciones concretas cuyo escenario práctico real debe ser pasado por alto para que estas puedan ser representadas como partes de un “texto-cultura” homogéneo y cuasi intemporal.

Para fundamentar esta traducción de la praxis cultural a un texto-cultura perdurable, Geertz se apoya en el filósofo Paul Ricœur, el cual ya antes había intentado compatibilizar la hermenéutica de los textos con las ciencias sociales, concibiendo el episodio de habla concreto como una acción que, gracias a sus efectos duraderos, se objetivaría en una realidad social o, por así decirlo, “se inscribiría” en ella. De este modo, el verdadero significado de una acción cultural residiría no ya en el hecho coyuntural de su ocurrencia, y ni siquiera en la representación que de ella tuviera el agente, sino en su efecto duradero, del que se derivaría un noema o contenido semántico situado fuera del tiempo. Geertz funda su concepción de la cultura como documento precisamente sobre esta noción de noema, y, al igual que Ricoeur, le exige a la etnología que fije como texto intemporal no el episodio de habla, sino lo que “es enunciado” en este, o sea, el sentido cultural general de una acción determinada.

Así pues, la clave y el complemento necesario para poner en su justa perspectiva la metáfora textualista reside en la diferenciación categorial entre un episodio de habla concreto y su significado noemático o universal, viraje éste que tiene, además de efectos teóricos notables, no pocas consecuencias prácticas. En efecto, Geertz identifica el noema con un cierto nivel semántico, transculturalmente traducible, de acciones específicamente culturales, las cuales, en su opinión, siempre serían susceptibles de ser analizadas en términos de constantes antropológicas tales como “poder” o “amor”. De ahí que, según él, el agente mismo no posea la comprensión adecuada de su propia cultura; tal comprensión estaría reservada a quien sea capaz de trascender un determinado episodio de habla y su marco referencial concreto. Geertz describe consecuentemente al etnólogo como “un tuerto en el país de los ciegos”, en cuanto que éste, en su condición de observador externo, estaría en condiciones de percibir como un todo libre de contradicciones las acciones y los enunciados que se le presentan empíricamente de forma heterogénea y mutuamente incompatible.

La analogía entre cultura y texto –al igual que su concomitante noción de espíritu universal– se nos ha revelado, por lo tanto, como harto ambivalente. Es verdad que tiende un puente entre la hermenéutica y la investigación de campo etnológica, superando, en su esfuerzo por lograr una comprensión intercultural, el concepto normativo de cultura que contraponía los pueblos naturales desconocedores de la escritura a las avanzadas culturas letradas. Pero la voluntad de comprensión hermenéutica universalista contradice abiertamente el mandato etnológico de que las formas de vida y de pensamiento foráneas sean reconocidas como interlocutor intelectual válido precisamente en su diferencia con respecto a la cultura occidental del conocimiento, en lugar de ser incorporadas como mero objeto de estudio.

Esta sutil pero crucial diferencia es, sin embargo, sorprendentemente pasada por alto por Geertz. Sus interpretaciones de la cultura de Bali muestran de manera contundente que la meta de un texto-cultura libre de contradicciones solo se puede alcanzar a costa de una hegemonía intelectual. No es de extrañar, pues, que su interpretación de la pelea de gallos balinesa como forma artística en la que el honor y el rango se reflejan y establecen esté hoy tan desacreditada. Para apoyar esta interpretación y hacer la pelea de gallos textualmente comprensible para los lectores occidentales, Geertz prescinde de las categorías explicativas de los actores locales y remite en cambio dicha pelea a los dramas de Shakespeare y a la teoría aristotélica de la tragedia. Esta amalgama asociativa de pelea de gallos balinesa, teatro isabelino y teoría antigua de la tragedia pone al descubierto el auténtico problema de la metáfora del texto y del ideal de legibilidad intercultural. En aras de un texto-cultura traducible sin lagunas, Geertz toma prestados del pasado conceptos clave de la historia cultural de Occidente; y lo hace porque presupone que la “legibilidad” intercultural de las acciones específicamente culturales se debe nada menos que al hecho de que representan, en última instancia, ideas y realidades universales de la existencia humana y, por ende, variantes de un patrón antropológico sempiterno de “... autoridad, belleza, violencia, amor y prestigio”.

El modelo hermenéutico textualista de Geertz desemboca así en un controvertible ideal de traducibilidad universal que va de la mano del otorgamiento de una posición privilegiada al etnólogo en desmedro del representante de la tradición de conocimiento foránea. Tales pretensiones de autoridad hegemónicas quizás sean legítimas en el marco del análisis de textos llevado a cabo por la teoría literaria; pero en la etnología, ciencia consagrada no a los textos sino a individuos de otras tradiciones de vida y de pensamiento, ellas conducen a una distorsión metódica cuya secuela es una profunda crisis epistemológica y de identidad. Una y otra vez se ha criticado a este respecto no solo la autoridad hermenéutica del etnólogo, sino también el estatus ontológico del texto-cultura, e incluso credenciales epistemológicas mismas de la etnología. Mientras que Geertz presupone que la elaboración hermenéutica de un texto-cultura coherente refleja una capa profunda de la realidad cultural, el debate epistemológico crítico suscitado por sus ideas hace hincapié en la brecha categorial que existe entre praxis cultural y texto etnológico. De ahí que este último haya sido denunciado desde hace tiempo como una ficción retórica, y que la metáfora de la cultura “legible” sea vista generalmente como una mera construcción quimérica de un texto etnográfico, más reveladora acaso del acervo cultural del traductor que de una realidad vital foránea.

A pesar de las numerosas reinterpretaciones y ampliaciones que ha experimentado el modelo textualista de la cultura, éste sigue teniendo hoy un papel protagónico, debido esencialmente a la robustez del método hermenéutico como paradigma universalista de traducción. Ello no desmerece, empero, las críticas provenientes del campo de la etnología ni significa que no deban ser tomadas en serio. En efecto, cuando se establece a priori que la cultura puede ser representada bajo la forma de texto legible, se está poniendo en riesgo un principio fundamental de la investigación y el pensamiento etnológicos: la disposición de la etnología a reconocer lo culturalmente foráneo no solo como objeto de estudio sino también como reto intelectual. La capacidad del método hermenéutico para transformarse adecuadamente será por lo tanto la piedra de toque para determinar lo que pueda o quiera ser la comprensión intercultural en el futuro, en contraste con las ciencias exegéticas y frente a las tendencias globales homogeneizantes: o bien una traducción lo menos accidentada posible de las diferencias culturales, que las asimile discursivamente sin contradicciones; o bien un procedimiento para la reflexión crítica, que conserve, como frontera de las posibilidades de vida y de pensamiento propias, lo culturalmente foráneo incorporándolo textualmente bajo la forma de extrañeza constructiva.

Fin

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