¿Para qué poner a competir bajo las mismas condiciones a actores estructuralmente distintos, cuando sería más pertinente proponer políticas públicas diferenciadas, tanto de promoción como de coerción? Más allá de la complejidad que aquello podría acarrear, bien vale el intento, más aún en un contexto de heterogeneidad económica de sus actores.
A fin de entretenerse en un día de campo, un padre retó a sus tres hijos a una competencia de carreras cuyo premio era una manzana grande para el primero en llegar, una manzana mediana para el segundo y una manzana chica para el último. La competencia entre los dos hijos mayores fue feroz y finalmente el hijo mayor ganó la manzana grande. Sin embargo, el padre se percató que el hijo pequeño no corría sino caminaba tranquilamente. Al recriminarle por qué no había hecho el esfuerzo para obtener la manzana grande, el niño le respondió: “Yo soy pequeño, ¿Para qué quiero una manzana grande que luego no podría acabar?”.
De la misma forma que el padre del ejemplo anterior, el Estado tiende a veces a olvidar que más que a apuntar a la igualdad, las políticas públicas (tanto aquellas que fomentan cierta actividad como las que la inhiben) deben ir dirigidas a promover la equidad, más aún en sociedades estructuralmente diversas como la nuestra. La equidad introduce un principio ético o de justicia en la igualdad, pues sociedades que aplican la igualdad absoluta a sus miembros, sin considerar sus diferencias de base, terminan siendo injustas. No obstante, un par de ejemplos recientes de política pública en el ámbito económico-productivo en nuestro país nos recuerdan que la gestión actual todavía está midiendo con la misma vara a sujetos diametralmente diferentes, en perjuicio de aquellos menos desarrollados.
Primer ejemplo - El pago del segundo aguinaldo y las MyPEs: Durante estos días, la prensa local ha destacado la presión ejercida desde el gobierno para el pago del segundo aguinaldo denominado “Esfuerzo por Bolivia” a todos los empresarios privados sin excepción, respaldados en proyecciones de un crecimiento económico general mayor al 4,5%, que es el porcentaje sobre el cual este decreto se aplica. Todos a saltar de alpargatas pues, “cuando el dinero viene, no importa la fuente”.
En realidad, sí importa. Desde el año 2008 a la fecha, las sucesivas tasas de crecimiento récord del PIB (4.67% en promedio en este periodo) se explican en gran medida por el crecimiento en actividades extractivas (el sector minero creció el 2008 un 56,26% comparado a crecimientos mucho más moderados – del orden del 4 % - en los demás sectores). En efecto, en el periodo 2003 - 2013, la actividad textil ha crecido anualmente en promedio, sólo un 2,1 %, la actividad agrícola no industrial un 2,77%, la actividad pecuaria un 3,4% y las demás actividades manufactureras un 1,78% (INE). Es decir, tasas muy alejadas del umbral del 4,5%, y mucho más aún de tasas de crecimiento promedio del 4,67%, 7,53% y 8,71% que en ese periodo reportaron los sectores de telecomunicaciones, minero y petrolífero, respectivamente. Lo irónico es que justamente los sectores que crecieron más son aquellos que generan, en promedio, menos empleo pues son exhaustivos en capital y, por tanto, no serán afectados en la medida que serán afectadas las MyPEs que concentran un mayor porcentaje relativo de sus gastos en mano de obra.
Segundo ejemplo – El cantado incremento en el precio de la leche, por la presión de los proveedores de las principales industrias transformadoras del país. Ya en 2011 y como resultado de similar presión se había definido una política de “precio Justo” que fijó el precio del costo de la leche cruda entre 2,8 y 3,2 Bs el litro, y que incluía entre otras cosas la creación del Fondo PROLECHE, con ingresos provenientes de la venta de cerveza y otros, para luego ser transferidos, a manera de compensación por el alza en sus costos, a las empresas transformadoras de lácteos.
Hasta ahí todo excelente pero, a la fecha ¿Qué empresas se beneficiaron de las transferencias de dicho fondo? Un reporte de PROBOLIVIA muestra que en general, sólo medianas y grandes empresas cumplieron los requisitos establecidos en la R.A. 05/2012. Entre estos requisitos figuran incurrir en costos de registro sanitario y mantención de éste, muestras en laboratorios, pagos para mantener sus estados financieros, y otros.
Por tanto, el resultado efectivo ha hecho que para el pequeño transformador lácteo el costo de su principal insumo (la leche) se haya incrementado, al mismo tiempo que –debido a que no pueden acceder al beneficio del fondo – su competitividad se ha deteriorado al incrementar los precios de sus productos para cubrir sus costos, o mantenerlos, para mantener sus ventas, dado que la mediana y gran industria sí pueden hacerlo. No mencionamos en este análisis todos los costos inherentes a la caracterización de una MyPE rural como las limitaciones de escala (precios mayores por litro por pequeños volúmenes demandados, mayores costos de transporte, costos hundidos de tipo administrativo, legal, etc.) y también otros (localización, uso limitado de tecnología, cartera limitada de clientes. etc.).
Retomando el ejemplo inicial del artículo y aplicándolo en la implementación de políticas públicas en nuestro país, nos preguntamos ¿Para qué poner a competir bajo las mismas condiciones a actores estructuralmente distintos?, ¿Por qué en lugar de aquello no proponer políticas diferenciadas, tanto de promoción (premio) como de coerción (obligación)? Más allá de la complejidad que aquello podría acarrear, bien vale el intento, más aún en un contexto de multiculturalidad pero sobre todo de heterogeneidad económica de sus actores.
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