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Domingo 23 de noviembre de 2014

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Cultural El Duende

Sabastito

23 nov 2014

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Todos le conocían en la hacienda. La llamaban Sabastito, haciendo diminutivo de Sebastián, y él sonreía siempre al oír pronunciar su nombre.

Nadie sabía que tuviera parientes. Recogido en las pampas de Yamparáez por uno de los colonos mejor acomodados, el alcalde, había vivido dieciocho años en la choza de sus protectores. Después, perseguido por una secreta inquietud, abandonó la región en busca de mejores cosas, sin reflexionar por qué se iba ni a dónde llegaría.

Los pongos de la hacienda lo encontraron un día, debajo de un árbol, adormecido por el hambre y por el frío, recibiendo con estoicismo la lluvia que caía a torrentes. Y el patrón, compadecido, le dio en arriendo un pedazo de tierra a fin de que sembrara trigo.

Corrió el tiempo. Se sucedieron los meses y los años.

Sabastito, un buen día, a fuerza de trabajo, sujeto a toda clase de privaciones, comiendo apenas, resultó comprando un burro muy viejo, pequeñito, roído por la sarna y la piojera.

Todos sonrieron, asombrados. Aquello parecía imposible. Y solo los viejos, que le habían visto trabajar duramente, gastándose los dedos, cubierto apenas de cuatro harapos, encontraron lógico que el pobre indio comprara un burro.

Humilde, con su eterna sonrisa de idiota, Sabastito enflaquecía cada vez más. Su “poncho” desgarrado al colgarle de los hombros semejaba un trapo sucio prendido de una percha. El “calzón” envejecido le cubría solamente a trechos sus piernas delgadas como cañas. Y su “montera”, llena de agujeros, se caía a pedazos.

Trabajaba incesantemente, los trescientos sesenta y cinco días del año. Y mientras los otros arrojaban el dinero ahorrado a duras penas, emborrachándose para las fiestas del Carnaval o de Todos los Santos, él desyerbaba con paciencia el trigo, cuidando las plantitas una a una, sin que jamás lograra entusiasmarle la flauta que se oía en los ranchos lejanos.

Durante las horas de trabajo, todos se burlaban de él en la hacienda. Y, generalmente, de resultas de las bromas torpes, regresaba con la frente manchada por el hilo de sangre o con el cuerpo destrozado, molido por los golpes y las caídas.

Por eso, en cuanto podía huía de la gente, ocultándose como un perro cabrero. Para él todos los hombres eran malos, temibles, capaces de las mayores infamias, de una crueldad mayor que de las fieras. Y cuando se veía torturado, martirizado tan brutalmente, regresaba a su choza, feliz de encontrarse solo, sin más compañía que la de su burro.

Ante la humilde bestia, su corazón se desbordaba de ternura. Le acariciaba la cabeza, el lomo lleno de heridas, las ancas huesudas, las patas manchadas de barro. Otras veces, le besaba el hocico humeante, entre los dos agujeros nasales que destilaban un jugo amarillento, llamándole su compañero, su amigo, su consuelo, su paloma. Y el asno, mejor que los hombres, parecía comprender al pobre indio, agachando las orejas con sumisión, como si quisiera corresponder a las caricias.

En las noches de tormenta, cuando la lluvia azotaba furiosamente el techo de la choza y el granizo se anunciaba con ronco estrépito, semejando arrastrar cadenas por los valles y los montes, Sabastito, entristecido, atormentado, se quitaba el poncho para proteger al burro, cubriéndole amorosamente el lomo. Entretanto, él se quedaba temblando de frío, acurrucado sobre dos cueros de oveja, esperando que pasara la tempestad.

Esa ternura hacía reír a todos en la hacienda y se decía irónicamente que Sabastito había por fin encontrado a su padre. Algunos, indignados porque se negara a fletarles el burro, inventaban maneras de atormentar a la pobre bestia, arrojándole piedras, clavándole espinos en la barriga o quemándole la cola. Pero entonces en indio, a pesar de su debilidad y de su timidez, se levantaba furioso, haciendo zumbar la honda alrededor de su cabeza erguida.

Siguió corriendo el tiempo.

En la hacienda la sorpresa fue mayor cuando Sabastito apareció comprendo otro burro. Y esta vez se trataba de un burro joven, fuerte, sano, adquirido en Sucre, durante la feria de la Pascua de Espíritu.

Al lado del rancho, junto al algarrobo donde solía estar amarrado el burro viejo, se levantó un corral hecho de ramas y de piedras.

Pero pronto la buena suerte de Sabastito comenzó a provocar la envidia de todos en la hacienda. ¡Aquello era el colmo! ¡Llegar a poseer dos burros en el espacio de unos cuantos años y eso trabajando solo, absolutamente solo!

Cuando llegaron a ser cuatro los burros y se supo que Sabastito había conseguido una novia, no hubo quién no se santiguara de asombro. Y, como antes, únicamente los viejos encontraban lógico todo eso.

Mas, la buena suerte, aun cuando sople mucho tiempo, siempre es ráfaga pasajera que se va tarde o temprano. La sarna y la piojera acabaron por consumir al burro viejo y un buen día apareció muerto en el corral, extendido en un rincón, con la barriga hinchada y los ojos redondos muy abiertos.

Fue inmensa la pena de Sabastito. Sin embargo, el pensamiento de la novia y la presencia de los otros burros, lograron consolarle rápidamente.

Pero la sarna se había ya extendido a todas las bestias, que fueron enflaqueciendo poco a poco. Entonces renació la inquietud del pobre indio y en su desesperación consultó a todos los jamp’iris del lugar, pagándoles generosamente, mientras les suplicaba con los ojos llenos de lágrimas que salvaran a sus burritos…

Cuando murió el segundo, Sabastito creyó necesario consultar al patrón. Después, por consejo de todos, viendo que el mal no cedía, fue hasta Yotala, a rogar al cura que le diera un poco de agua bendita para rociar con ella las espaldas de los pobres animales.

Sin embargo, todo resultó inútil. Cayó el tercero. Y, finalmente, después de unos días, murió el cuarto.

El corral quedó vacío, triste, nada más que con la sombra del algarrobo que se proyectaba en uno y otro sentido, protectoramente, recorriendo las piedras y trepando por las paredes, mientras el sol rodaba en el firmamento.

En la quebrada, los cuervos acudían vorazmente sobre la carne descompuesta, perforando la piel de los burros con sus picos de acero.

La novia misma –una indiecita alegre y chacotona– rechazó a Sabastito, revolcándose a su vista, con otro, sobre las eras de trigo y burlándose de su dolor.

Mucho más flaco que antes, con la cara llena de rayas azules, formadas por la tierra, el llanto y el sudor, el infeliz indio abandonó su rancho y comenzó a errar como un fantasma por las quebradas y los montes.

En la hacienda, todos hablaron de su desgracia, asombrados también. Y solo los viejos, como en las otras ocasiones, hallaron racional el cambio doloroso. Así era la vida. ¡Qué remedio!

Y una mañana clara, en que el sol reflejaba las gotas de rocío sobre las hojas de los árboles, el cadáver de Sabastito fue encontrado en la quebrada, muy cerca de los esqueletos de sus burros, rodeado de unos cuantos cuervos que aleteaban incesantemente.

Alberto Ostria Gutiérrez

(1897 – 1965).

Escritor, político y diplomático chuquisaqueño.

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