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Domingo 23 de noviembre de 2014

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Cultural El Duende

El hombre pluma y Madame Bovary:

¿Cuál fue el punto de partida de Madame Bovary?

23 nov 2014

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Aparentemente, una frustración. A mediados de septiembre de 1849, Flaubert convoca a su casa de Croisset, en las cercanías de Rouen, a sus amigos Maxime Du Camp y Louis Bouilhet para leerles un manuscrito que había comenzado el 24 de mayo de 1848 y concluido unos días antes, el 12 de septiembre, a las tres y veinte de una tarde soleada y ventosa: la primera Tentation de Saint Antoine. La idea de este libro le fue sugerida por el cuadro de Breughel que había visto en Génova en la primavera de 1845, aunque, en realidad, el tema del infierno y Satán lo rondaba desde niño, cuando veía representar cada otoño, en Rouen, en la feria de Saint-Romain, el misterio de San Antonio, en la barraca de un titiritero célebre en la comarca, el pere Legrain. A los catorce años había escrito, en versículos bíblicos, un Voyage en enfer, el hito más remoto de ese ciclo satanista que abarca casi cuarenta años de su vida (la versión definitiva de la Tentation apareció en 1874); dos años más tarde, un Reve d’enfer; en 1838, una Danse des morts, que tiene al Diablo como personaje, y en 1839 Smarh, extenso misterio luciferino, impregnado de romanticismo byroniano. La ansiedad con que Flaubert espera el veredicto de sus amigos no se debe solo a la importancia que tiene para él la materia de ese libro, demonio que azuza su vocación hace ya quince años. Ocurre que en esta primera Tentation de Saint Antoine ha trabajado con un disciplina rigurosa (a los dieciséis meses se sumaban cerca de tres años de documentación, en los que consultó toda clase de libros; incunables medievales, teólogos como Swedenbor y místicos como Santa Teresa, historias de los comienzos del cristianismo, tratados sobre religión) y con placer, sin esas angustias y depresiones que convertirán en calvarios la redacción de sus libros posteriores.

Hay otras razones por las cuales esa lectura que va a hacer es muy importante para él. Hace ya algunos meses, Madame Flaubert ha autorizado a su hijo Gustave a emprender un largo viaje por Oriente con Maxime Du Camp, pero Flaubert ha aplazado la partida hasta terminar este manuscrito. Así, el viaje por las tierras de la antigüedad, ambición suprema para un joven educado por lecturas románticas y ávido de exotismo y color local, pasa a ser como una recompensa al esfuerzo de esos dieciséis meses. Ya sabía entonces Gustave que lo único que le interesaba era la literatura, y la idea de tener un porvenir burgués, una actividad cualquiera que no fuera escribir, lo atormentaba, como atestiguan sus cartas de adolescencia, pero el doctor Flaubert no le permitía ninguna escapatoria: había que seguir el camino señalado por ese (Dios) Padre cuyo dedo apuntaba hacia la facultad de Derecho. En esos años Flaubert es un escritor a medias, un joven cuyo tiempo y energía se reparten la literatura y ocupaciones que él considera un obstáculo. Pero cuando escribe la primera Tentation su destino ha dado un vuelco: la literatura ocupa ahora el terreno como reina y señora. Una noche oscura de enero de 1844, en los alrededores de Pont-l’Évéque, Gustave ha tenido la primera crisis de esa enfermedad que, padecida o elegida, muy oportunamente viene a librarlo de los estudios de leyes, de la obligación de “labrarse un futuro” que lo estaba enloqueciendo. El cirujano-jefe del hospital de Rouen no tiene más remedio que inclinarse: Gustave abandonará la universidad y permanecerá en su casa, haciendo vida de inválido. Dos años después, se consolida su liberación: muere el doctor Flaubert, la sombra aplastante que todavía podía oscurecer su libertad (se dice que la amargura de ver a su hijo convertido en un inútil para la acción aceleró su muerte). El provenir de Flaubert está trazado a partir de entonces en el sentido que quería: vivirá junto a su madre, de las rentas que ha dejado su padre, dedicado exclusivamente a leer y escribir. La primera obra de creación, producto de esta nueva existencia consagrada a la literatura (el libro de viajes por Bretaña, escrito a medias con Maxime Du Camp, es apenas un ejercicio de estilo), es esa Tentation que el apuesto gigante normando de cabellos rubios y ojos azules, que pronto cumplirá veintiocho años, se dispone a leer a sus amigos Bouilhet y Du Camp, escritores también. Se comprende que esté lleno de alegría, desasosiego, temor, cuando inicia la lectura.

¿Cómo se llevó a cabo la lectura y cuál fue la reacción de los amigos?

La lectura del enorme manuscrito –la primera Tentation duplica las páginas de la definitiva– tuvo como escenario el dormitorio y el cuarto de trabajo de Gustave y se llevó a cabo según una puesta en escena y un horario estrictos. Quedó acordado, desde un principio, que Bouilhet y Du Camp no harían comentarios hasta el final. La ceremonia duró cuatro jornadas, cada una dividida en dos sesiones de lectura de cuatro horas: de medio día a cuatro de la tarde y de ocho a doce de la noche. El único lector era Gustave, quien “modulaba, cantaba, salmodiaba” su texto mientras Bouilhet y Du Camp escuchaban silenciosos, cambiando a veces una rápida mirada. El primer día, antes de iniciar la lectura, en un arranque de euforia, Gustave agitó el manuscrito en el aire: “¡Si no dan gritos de entusiasmo, nada puede conmoverlos!”. Madame Flaubert no asistía a las sesiones, pero merodeaba por el pasillo, inquieta, y, a veces, sin poder contenerse, llamaba aparte a Louis y a Maxime: “¿Y? Ellos respondían con evasivas. Pero, a solas, los dos amigos decidieron ser sinceros con Flaubert. Hasta entonces tenían la falsa idea del libro; imaginaban un monólogo del eremita refiriendo sus experiencias o una novela histórica sobre el cristianismo de los tiempos heroicos. Esas ochos horas diarias de lectura quedaron grabadas en la memoria de Maxime como algo “penoso”. A la media noche del cuarto día, Gustave lee la última frase y, sin duda ronco, da un golpe en la mesa: “Bueno, les toca a ustedes. Díganme francamente lo que piensan” quien pronuncia el fallo es Louis Bouilhet, un tímido que, según Du Camp, podía ser implacable cuando se trataba de literatura: “Nuestra opinión es que debes echarlo al fuego y no volver a hablar jamás de eso”. Flaubert reacciona como un animal herido. Todo el resto de la noche los amigos discuten, Gustave defendiendo su libro, Louis y Maxime criticándolo. Finalmente, Flaubert se rinde: “Quizá tengan razón. Me dejé absorber por el tema, me entusiasmé con él y ya no vi claro. Lo admito, el libro tiene los defectos que señalan, pero estos defectos están en mi naturaleza. ¿Qué puedo hacer?” le responden: “Renuncia a esos temas, tan difusos y vagos que no puedes dominar, que no consigues concentrar. Puesto que tienes una invencible tendencia hacia el lirismo, busca un tema en el que el lirismo resultaría tan ridículo que te verás obligado a controlarte y a eliminarlo. Algún asunto banal, uno de esos incidentes que abundan en la vida burguesa, algo como La Cousine Bette o Le Cousin Pons, de Balzac, y esfuérzate por tratarlo de manera natural, casi familiar, desechando esas digresiones, esas divagaciones, bellas en sí mismas pero que son entremeses inútiles al desarrollo de la concepción y molestias para el lector”. Flaubert, “más vencido que convencido”, murmura: “No será fácil, pero lo intentaré”. Eran las ocho de la mañana, la luz y los ruidos del día invadían la espaciosa mansión, y, al salir del cuarto, Du Camp alcanzó a ver un vestido negro de mujer que desaparecía en la escalera: Madame Flaubert había estado escuchando, el oído pegado a la puerta. La señora se conformó aún menos que su hijo al veredicto; guardó rencor a Bouilhet y a Du Camp y vivió convencida de que esa opinión (sobre todo la de Maxime) era hija de la envidia que tenían a Gustave. Al día siguiente, luego de esa noche desvelada y tensa, los tres amigos pasean por el jardín de la casa de Croisset, mirando las aguas del Sena, incómodos por lo sucedido la víspera. De pronto, Bouilhet se vuelve a Gustave: “Oye, ¿y por qué no escribes una novela basada en la historia de Delaunay?”. Flaubert alzó la cabeza, feliz: “¡Qué gran idea!”.

Esa sería la partida de nacimiento de Madame Bovary.

Mario Vargas Llosa (Perú, 1936) en: “La orgía perpetua” (1989).

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