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Domingo 07 de marzo de 2010

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Revista Dominical

El doloroso día de la circuncisión

07 mar 2010

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya

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Para comprender mejor la “crueldad” de esta tradición arcaica, es necesario imaginar una escena cotidiana, que bien podría ser la siguiente:

La niña está asaltada por el miedo. Hoy será el día más doloroso de su existencia. Será sometida a la circuncisión o extirpación de su clítoris y sus labios superiores. Se asea el cuerpo con la ayuda de su madre, se pone un vestido nuevo y se atusa los cabellos con un peine en forma de trinche.

La comadrona, encargada de ejecutar la “operación” traumática, entra en una de las cabañas de construcción rústica, mientras en el patio se aglomeran las mujeres de la tribu, dispuestas a entonar los cánticos que suelen acompañar la “ceremonia de iniciación”.

La niña, de aproximadamente seis años de edad, llega agarrada de la mano de su madre, una mujer joven que, en lugar de sentir pena, denota alegría en su rostro, aun sabiendo que esta costumbre brutal provoca infecciones, obstruye el parto y origina complicaciones que a veces tienen un desenlace fatal.

La niña espera su turno, con los ojos llenos de temor y espanto. Escucha el cántico de las mujeres y el chillido de otra niña que pasa por la hoja de afeitar de la comadrona. La niña sabe lo que le espera. Ahora le llega el turno. No puede permanecer tranquila. Cuatro mujeres la tienden boca arriba sobre el camastro, de modo que la comadrona pueda realizar la “operación” con el consentimiento de la madre. La niña patalea y rompe a llorar a gritos. Las mujeres la sujetan de pies y manos, mientras la miran intentado distraerla con un cántico que recuerda a las canciones de cuna.

La comadrona, sin usar anestesia, se esteriliza las manos con ceniza, sujeta la hoja de afeitar entre los dedos de la mano derecha, en tanto con los dedos de la izquierda tira de la vulva, lista para ejecutar el corte transversal desde el clítoris hasta la comisura posterior de los labios superiores. La niña se retuerce entre espasmos de dolor. Llora, chilla, pide ayuda y consuelo. Las mujeres prosiguen el cántico monocorde, hasta que la comadrona sujeta una aguja con hilo de fibras y cose la herida como si se tratara de la rotura de una tela. Después le echa un puñado de ceniza entre las piernas y le aplica un vendaje para evitar las infecciones y la hemorragia. Consumada la “operación”, sin instrumentos estériles, la niña se levanta del camastro, apoyándose en los brazos de su madre y se aleja de la comadrona, sintiendo un dolor que le arde entre las piernas, como si un hachazo le hubiese mutilado la parte más sensible de su cuerpo.

La niña, con la cara empapada en lágrimas, no entiende los motivos de esta ceremonia cruel, salvo el hecho de que las mujeres adultas, quienes siguieron pacientemente la “ceremonia de iniciación”, la miran con un gesto de aprobación, como diciéndole que ahora está a salvo el honor de su familia y que ella será considerada una “mujer verdadera” por los hombres de la comunidad y los dioses de la fecundidad, pues la mujer que no pasa por las pruebas de la circuncisión es la “vergüenza de la familia” y está condenada al aislamiento social, que es el peor castigo para una mujer de vida tribal.

La niña, aunque no deja de temblar ni sentir dolor, sabe que de esta “operación” no se salva nadie, ni siquiera quienes viven rogando a los dioses de la fecundidad. Lo peor es que aquí no termina el suplicio, ya que la mutilación en sus genitales influirá negativamente en su vida conyugal. Cuando se case, le volverán a abrir la herida con una hoja de afeitar, el coito será doloroso y el embarazo un riego para su salud. Ella misma conoce a varias víctimas de esta tradición arcaica, empezando por su madre y sus hermanas.

Fuente: LA PATRIA
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