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Domingo 09 de noviembre de 2014

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Cultural El Duende

La filosofía, una invitación a pensar

09 nov 2014

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Nuestro mundo de palabras

El gran problema que enfrentamos los seres humanos, ya sea con nuestra pareja, hijos o vecinos, es la falta de comunicación, nuestra incapacidad para comprender a otras personas, culturas o épocas. Y este problema deriva, en parte, de que usamos las mismas palabras para designar cosas distintas.

La palabra “Dios”, por ejemplo. Para Francisco de Asís significaba amor, piedad, hermano sol, hermana luna, hermano asno, hermano pajarito, hermano leproso. Para otros, Dios es un principio supremo por el cual se debe luchar, y ese principio autoriza a matar a todos los que no practican su culto religioso.

Lo mismo sucede con el término “amor”: para algunos alude a la caricia y la dulzura. Otros ordenan que su amado o amada sea encerrado en casa y no vea jamás la luz del sol, para que no caiga en la tentación de amar a alguien más, o sucumba al amor de otro.

Una de las grandes funciones de la filosofía consiste en tomar las palabras y redefinirlas. Eso hizo Sócrates, y eso debemos hacer nosotros si pretendemos comunicarnos.

Tomemos el término “religión”. En su raíz latina (re-ligare), designa a un religamiento entre lo humano y lo que lo trasciende. La gente se reúne así en torno a una práctica, un ritual, una serie de ceremonias y comportamientos cuyo eje es lo santo. La re-ligión constituye una comun-idad y esta se reúne en una con-gregación. La religión trasciende lo individual, vincula al hombre con otros hombres.

Cuando rezamos todos juntos en la sinagoga, en la mezquita o en la iglesia, estamos practicando un culto.

Ahora, analicemos la religión desde su manifestación exterior. Para la religión islámica, el día santo es el viernes, para los judíos, el sábado; para los cristianos, el domingo. Unos rezan tres veces al día, otros cinco veces, otros no tienen una rutina estricta.

En el judaísmo el lugar de la congregación religiosa se llama syn-agogué (en griego), es decir “reunidos conjuntamente”. Su equivalente es la palabra “iglesia”, que viene del latín ecclesia. En el mundo del Islam tenemos la “mezquita”, que significa “el lugar donde la gente se arrodilla”. ¿Ante quién? Ante Dios, a quien ellos nombran Alá, que significa “la divinidad”.

Pero las religiones son distintas. ¿En qué? En su comportamiento, en sus costumbres, en sus normas, en sus leyes; estos ayunan cuando los otros comen, aquellos duermen cuando estos se levantan a rezar. Y cada religión posee sus propias oraciones.

“¿Y la fe?, se preguntará usted.

Aun si usted y yo perteneciéramos a la misma religión, lo que tendríamos en común serían nuestras fiestas, celebradas de la misma manera, en el mismo día, a la misma hora, con las mismas bendiciones, oraciones, ritos: el aspecto exterior: Creer, en cambio, cómo pensar, corresponde a un acto interno del individuo, es un hecho psíquico.

Compartimos afirmaciones generales. Los dos decimos, por igual, que creemos en Dios-Uno. Pero lo captamos de modo diferente, porque cada uno tiene su propio mundo interior.

La fe siempre es íntima.

La religión y la soledad

“La religión es lo que el individuo hace de su soledad”.

Es lo que aprendemos en El devenir de la religión, de Alfred North Whitehead, filósofo y lógico contemporáneo. Todos aquellos que poseen las mismas creencias, el mismo dogma, forman una comunidad histórica, un partido, un grupo interconectado. Pero la fe, la relación íntima del hombre con Dios, pertenece a su soledad.

A las preguntas últimas responden los hombres solos. Como dice Whitehead: “Quien no ha sido un solitario nunca fue religioso… Las grandes concepciones religiosas que pueblan la imaginación de la humanidad son escenas de soledad: Prometeo encadenado a su roca, Mahoma en el desierto, las meditaciones de Buda, la soledad del Hombre en la Cruz”.

La experiencia religiosa es una experiencia en soledad. Si esa experiencia es luego transmitida, enseñada, los que la reciban tendrán una experiencia inter-humana, nunca religiosa. Esto lo vio con claridad el filósofo inglés Thomas Hobbes, siglos más tarde, y escribió en su Leviatán: “… ningún hombre puede saber de modo infalible, por razón natural, que otro ha tenido una revelación sobrenatural de la voluntad divina; solo puede haber una creencia…”.

La creencia religiosa es en primera instancia un acto de fe de la sociedad o grupo humano en el profeta, ese hombre que habla de su encuentro privado y personal con Dios y transmite el mensaje. El origen del mensaje es Dios, pero el transmisor es el individuo, y el fin es la comunidad, que da sentido al re-ligio, es decir, la religión, la unión de los individuos a partir de las creencias compartidas.

El dios de los filósofos

Sócrates fue acusado de corromper a los jóvenes y de pretender cambiar los dioses de la ciudad por otros. Y lo condenaron a muerte.

Sócrates no hizo más que pensar. Porque las creencias habituales, derivadas de las prácticas habituales y de los ritos habituales, habían perdido su sentido, al menos para él. Entonces Sócrates salió a la calle a preguntar qué era el bien, qué era la belleza, para qué existía el hombre. En sus diálogos mencionaba juguetonamente a Zeus y el resto de las deidades del Olimpo; no les tenía reverencia religiosa.

Platón y Aristóteles se alejaron de los dioses míticos y hablaron de un Dios que no hacía favores, ni necesitaba sacrificio alguno. Los filósofos fueron grandes revolucionarios. Su Dios no el Dios de la fe, ni el de la religión: era el Dios del intelecto.

Aristóteles llegó a la idea de Dios considerándolo inteligencia suprema, el motor inmóvil que mueve toda la existencia.

El Dios de Aristóteles, justamente, estaba fuera de toda religión. Era razón pura. Logos.

Aristóteles se colocó fuera de la comunidad real y concreta de la sociedad. Esa sociedad había perdido su finalidad comunitaria; la polis había desaparecido. La nueva finalidad buscada ahora por Aristóteles era la verdad, la razón, el logos. Logos significa decir, discurso. Pero no se trata de un discurso hueco, de llenar con palabras un vacío. Hay que decir con autoridad, con verdad.

Esto valía y podría ser practicado por muy pocos, por una elite intelectual que disponía de ocio y de preparación espiritual para escalar las cumbres de la verdad. El pueblo quedaba afuera. Para el pueblo quedaban los jirones de los dioses, los mitos: los cuentos que instalaron los gobernantes. El pueblo no podía autogobernarse –una cualidad del sabio– y debía ser, por lo tanto, masa moldeada por los gobernantes. Los gobernantes les daban pan y circo, y ellos, contentos. Mientras hubiera pan, mientras hubiera circo.

Jaime Barylko. Argentina, 1936-2002). Escritor, ensayista

y pedagogo.

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