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Domingo 02 de noviembre de 2014

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Revista Dominical

Día de Muertos

02 nov 2014

Fuente: LA PATRIA

Por: Víctor Montoya - Escritor

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Siempre que llegaba el Día de Muertos, y todas las familias del pueblo esperaban el alma de sus difuntos, mi abuela se afanaba en sacarle brillo a la mesa de la sala, donde armaba sagradamente un altar, también conocido como tumba*, en memoria de mi abuelo, quien había fallecido años antes de que yo llegara al mundo.

En la tumba, ubicada en la parte más visible de la sala, lu-cían manteles de color negro, lila y blanco, que simbolizaban la pasión y el sufrimiento de Cristo, según decía mi abuela, como toda mujer católica, apostólica y romana. Eso sí, lo que no había en la tumba era la cruz de pan, porque mi abuelo no era creyente sino un ateo de armas llevar.

En medio de los manteles, como en un sitio de preferencia, destacaba el retrato en blanco y negro de mi abuelo, que tenía la mirada perdida en el horizonte y una sonrisa dibujada en los labios, lo que hacía suponer que fue un hombre inteligente y de vida alegre, aunque para mi abuela fue un hombre como todos los demás; es decir, un marido común y corriente.

Alrededor del retrato, adornado con guirnaldas y flores, mi abuela colocó las t’anta wawas, los bizcochuelos, las masitas con figuras de cholitas, panales, el apetecido misk’iplato y, junto a todo ello, un plato de cordero asado, con papas blancas, habas y su buena porción de llajwa, con killkiña y ulupica. No podían faltar los vasos de chicha, vino y singani, porque a decir de las malas lenguas, a mi abuelo, además de gustarle las mujeres de bonita cara y bonito cuerpo, le encantaban las buenas comidas y bebidas, sobre todo las bebidas, no moderadamente sino en exceso, por eso sus amigos lo apodaron Juan Charrasqueado.

Todo lo que había en la tumba tenía su función y significado específicos, por ejemplo, las cadenas de papel seda representaban el dolor de la muerte, las dos escaleras de pan ubicadas a los costados del retrato eran para que el alma pudiera subir y bajar del cielo, los caballitos para que pudiera transportarse de un lado a otro, la llamita para ayudarle a cargar los alientos hacia el reino de los muertos y las cañas de azúcar eran una suerte de bastones para su larga caminata entre el mundo de los vivos y los muertos.

Mi abuela, durante toda la mañana de ese día, se la pasó arreglando la tumba, hasta que abrió la puerta de par en par para dejar entrar el alma de mi abuelo, quien llegaría justo al mediodía de Todos Santos, como si hubiese sido la persona más puntual de este mundo, aunque en vida fue un fallute a carta cabal. Lo más increíble era que mi abuela, que estaba parada delante de la tumba se tambaleaba de un lado a otro, con un donaire de mujer coqueta y el rostro encendido por la felicidad.

Cuando le pregunté: “¿Qué te pasa, abuela?” Ella me contestó con una sonrisa de ceja a oreja, mientras las lágrimas le corrían sin control por las mejillas: “Sentí que el espíritu de tu abuelo me abrazó por la espalda y me dio un beso en la nunca. Ahora sólo falta esperar que todos los alimentos que puse en el altar sean consumidos por el amor de mi vida, que me visita una vez por año, pero una sola vez y nada más…”.

Lo cierto era que yo no vi a nadie detrás de mi abuela ni escuché ruido alguno; al contrario, pensé que mi abuela, debido a su avanzada edad, estaba con chocheras, ya que veía almas allí donde no había y sentía besos de labios que no existían.

Pasado el mediodía, asomaron por la puerta las caras de tres chicos que, recién peinados y ataviados con sus mejores ropas, pidieron permiso para entrar a rezar por el alma del difunto.

Mi abuela les saludó, se levantó de la silla y, con un desprendimiento de cordialidad, les dijo: “¡Pasen niños, en seguida les preparo las masitas y frutas!…”. Inmediatamente los chicos, que llevaban una bolsa de nylon en la mano, entraron en la sala y se pusieron de rodillas frente al retrato de mi abuelo, el mismo que parecía estarles observando por el rabillo del ojo.

Uno de ellos, que hacía de guía por ser el mayor de todos, dirigió los rezos. Empezaron con la oración del Padre Nuestro, luego continuaron con el Ave María y concluyeron con un Credo.

Mi abuela, a tiempo de escuchar las oraciones repetidas por los reciris en voz alta, se levantaba y se sentaba de rato en rato, como si de veras sintiera la presencia del espíritu de mi abuelo en todas partes. Una vez concluidas las oraciones, mi abuela les distribuyó las masitas y frutas, que el guía se encargó de repartirlas de manera equitativa entre los tres. El más pequeño de ellos, con una cicatriz en la cara y una voz angelical, miró a sus compañeros y, a tiempo de cruzar la puerta que daba a la calle, les dijo: “Aquí tienen de todo, así que volveremos mañana para seguir cosechando, antes de que la abuelita esté lista para el volteo de la mesa”.

Durante el resto de la tarde, los reciris adultos, incluidos algunos indigentes thantosos, desfilaron delante de la tumba, con la esperanza de que los deudos les pagaran por las oraciones con generosas dosis de chicha, vino o alguna otra bebida espirituosa.

No faltaron quienes, haciéndose pasar por amigos de la familia, rezaron a lengua pelada por el alma bendita de mi abuelo, deseándole paz y vida eterna esté donde esté, así sea en el cielo o en el mismísimo infierno, donde probablemente estaba él por ateo, bebedor y mujeriego.

Por la noche me retiré a dormir en el segundo piso, pero no pude conciliar el sueño, debido a que escuchaba las voces del grupo de visitantes, compuesto por conocidos y familiares, quienes, después de comer el ají de fideos que cocinó mi abuela, se pusieron a jugar con cartas y dados, mientras libaban chuflay, canelitas y ponches de leche.

No pegué las pestañas hasta muy entrada la noche, no sólo debido a los ruidos que se arrastraban desde la sala, sino también porque presentí que el alma de mi abuelo estaba cerca, muy cerca, ansioso por conocerme e interactuar conmigo. Y aunque no veía su espíritu por ningún lado, escuchaba su respiración fantasmal y sus pesados pasos, subiendo y bajando por la escalera, una y otra vez.

No me entró el pánico, ni siquiera cuando escuché un crujido en el picaporte de la puerta, que se abrió y cerró inmediatamente. Entonces supe que no estaba solo, sino acompañado por el espíritu de mi abuelo; más todavía, en el cuarto, iluminado por el reflejo de la luna que penetraba por la ventana, los objetos empezaron a moverse de su lugar sin que nadie los tocara, mis cuadernos parecían flotar en el aire como mariposas y hasta el cuadro del santo Papa de Roma, que pendía de la pared de enfrente, se hizo añicos contra el piso, sin caer el clavo ni la argolla.

Yo levanté la cabeza, pero no logré ver a nadie entre las penumbras del cuarto. Así que, poco después, agotado por todos los ajetreos del Día de Muertos, me cubrí la cabeza con las frazadas y me quedé dormido como por un soplido divino.

Al amanecer del segundo día, como si las almas fueran a servirse un suculento desayuno, mi abuela les invitó a los visitantes un humeante k’allapari y, seguidamente, les pidió rezar ante la tumba de su difunto marido, quien, como prueba de que estuvo presente en la casa, se vació todos los vasos que habían en el altar.

Las señoras se santiguaron y empezaron a orar secundadas por sus esposos, que tenían las caras de trasnochados y las voces gangosas de tanto haber libado bebidas alcohólicas a nombre de mi abuelo. Y, como si fuera poco, pronunciaron varias veces su nombre y apellido, como si lo hubiesen conocido en vida, así nunca le hayan visto la cara.

Mi abuela, a modo de compensar las oraciones y los cánticos entonados en coro, llenó las bolsas de los visitantes con t’ant’awawas, p’asankhallas, frutas y con los restos de comida que quedaron al rescoldo del fogón de leña. “Ya es hora de desmantelar el altar para trasladarlo al cementerio”, dijo mi abuela, pidiéndoles a los visitantes que la ayudaran a asear la habitación volteando todos los muebles, convencida de que esta tradición tenía el significado de que no quede ninguna pena a los deudos y mucho menos a ella, quien siempre lo tuvo en gran cariño y nunca le fue infiel desde el día en que se entregó enterita.

Cuando todos se marcharon rumbo al cementerio, me quedé solo a cuidar la casa por órdenes de mi abuela, quien estaba dispuesta a volver a armar un altar en el nicho de mi abuelo, con todos los elementos necesarios, empezando por las flores y terminando con el t’ocoro. Además, para rematar el rito del Día de Muertos, que se celebró durante dos días entre comilonas, rezos y fiestas, los asistentes al cementerio despedirían a las almas al son de pinquillos, tarqas y bombos, para que se vayan satisfechos del mundo de los vivos y retornen al subsuelo para ayudar en la germinación de las plantas y la fertilidad de los animales.

Como por entonces no había televisión ni Internet para pasar el tiempo y no aburrirse, me puse a jugar con mi autito hecho con carretas de hilo y latas de conserva. Ahí nomás, mientras jugaba en la sala, arrastrándome debajo de la mesa donde se armó la tumba, escuhé unos pasos a mis espaldas. Me levanté de un salto y, como si estuviese inmerso en una horrible pesadilla, me enfrenté a un hombre que estaba plantado delante de mis ojos; era de buen porte y estaba bien trajeado, con botas de charol y sombrero de ala ancha; tenía los mostachos de puntas revueltas, la mirada penetrante y una sonrisa que dejaba entrever su dentadura salpicada de oro. Parecía uno de esos coboysqueros de las películas del Oeste, aunque le faltaban sus revólveres y su canana ribeteada de balas.

“¿Quién es usted, señor?, le pregunté con la respiración atascada en la garganta. “No tengas miedo”, repuso él, acariciándome la cabeza con una de sus manos. Luego guiñó un ojo y añadió con voz suave: “Soy tu abuelo”.

Yo me quedé helado de pavor, con ganas de gritar y orinarme en los pantalones. Pero me sobrepuse al terror y alcancé a preguntarle: “¿Y por qué te quedaste aquí, abuelo, y no te fuiste otra vez al más allá?”.

Él me miró sonriente, me levantó como a un peluche entre sus brazos, me estampó un beso en la frente y contestó: “Si me quedé hasta ahora, era sólo para conocerte y hablar un poco contigo”.

Después se sentó en la silla y a mí me sentó sobre sus rodillas. De este modo, mientras mi abuela y los demás seguían en el cementerio, yo me quedé conversando con mi abuelo como con un compañero de juegos. Él me contó muchas cosas de su vida y, durante el tiempo que estuvimos juntos, me dio la impresión de que era tan real como las personas vivas, hasta que, de súbito, me bajó al piso y, tras darme otro beso en la frente, prometiéndome retornar para el próximo Día de Difuntos, su espíritu se desvaneció en la sala como el humo del cigarrillo, pero no sin antes revelarme un impactante secreto del reino de los muertos que, por tratarse de otra historia, se las contaré otro día.

Glosario

K’allapari: Comida tradicional de maíz, papas y frijoles.

Killkiña: Planta aromática para sazonar la salsa picante.

Llajwa: Salsa picante hecha con tomate, ulupica, killkiña y un poco de sal que se muele en batán.

Misk’iplato: Plato de mazamorra dulce de durazno deshidratado.

P’asankhallas: Rosetas de maíz con sabor dulce.

Reciri: Persona que reza ante un altar o tumba durante la celebración de Todos Santos.

T’anta wawa: Pancitos horneados en forma de niños.

Tarqa: Instrumento musical de viento, autóctono de los Andes.

T’ocoro: Tallo de la cebolla.

Thantoso: Persona pobre, ataviada con ropas viejas o muy usadas.

Tumba: Altar que se prepara en las casas en honor a los difuntos durante la celebración de Todos Santos.

Ulupica: Ají de los valles andinos y zonas tropicales.

Fuente: LA PATRIA
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