La Iglesia celebra el 1 de noviembre la “Festividad de todos los santos”, mientras que el 2 la fiesta litúrgica se titula: “Conmemoración de todos los fieles difuntos”.
La fiesta de Todos los Santos celebra a todos los modestos triunfadores, de los anónimos conquistadores del Reino, de los verdaderos campeones desconocidos para nosotros, pero que sin embargo han merecido la bendición de Dios y el que puedan vivir por toda una eternidad con plena felicidad en el Reino del Padre.
En la fiesta del 2 de noviembre, la liturgia católica distingue, entre los fallecidos, a los “fieles difuntos”. Y, con razón, ya que en realidad unos difuntos están por su cultura personal en el abismo de la condenación eterna, mientras los “fieles” se hallan en el Paraíso definitivo, o en el Purgatorio (pero con la seguridad de haber merecido ya el Cielo, tras su purificación en el Purgatorio).
La diferencia es enorme. Por el juicio particular que se verifica inmediatamente después de la muerte, toda persona adquiere su destino eterno, irreversible, que ni millones de siglos podrán cambiar. Luego, hay fallecidos que han sido “fieles” a los mandamientos de Dios, y los que han sido “infieles” a los mandamientos. Acá ya no se habla de ricos y pobres, de sabios y analfabetos, de dominadores y dominados. No hay más que una división: justos e injustos.
Jesús mismo indicó la diferencia: “Quien escuche mi palabra y la cumpla, será mi madre”; “¡quien la escuche y no la cumple, sería mejor que colgaran del cuello una gruesa piedra y lo arrojaran al mar!” Luego, lo que divide a las personas muertas es su cumplimiento (no sólo la lectura) de la Palabra Divina.
Una sola cosa puede poner en peligro la salvación del hombre y hacer fracasar el Plan de Dios. No es la pobreza ni la deshonra ni la enfermedad ni la muerte. Es el pecado.
“Creado por Dios en la justicia, el hombre sin embargo por instigación del demonio en el propio exordio de la historia abusó de su libertad levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios.
Conocieron a Dios pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la creatura, no al Creador” (Rom 1, 21-25).
Personas enlutadas, con surcos abiertos por las lágrimas acuden a las Misas conmemorativas. Y uno se pregunta: “cuánto interés se toma por las almas de los fallecidos, pero ¿qué se hizo por ellos mientras vivían en este mundo?” Porque frecuentemente mueren sin sacramentos, sin purificación de los pecados, habiendo permanecido meses enteros enfermos de consideración, guardando cama permanentemente. Y no se les ha atendido, sea por el abandono de los familiares, sea porque no querían asustarles al presentarles en casa un sacerdote, sea porque se ha buscado atención sacerdotal sin éxito, “porque el párroco estaba ocupado”. Y murieron sin Dios, sin su ayuda, sin su perdón, sin su viático, quizás condenados por pura negligencia personal, familiar y eclesial.
Porque, una vez que han traspasado el puente de la muerte, para nada les sirven, ni a los justos ni a los injustos, las flores y las velas, ni las Misas, puesto que la sentencia ya está echada para la eternidad.
Los pueblos latinoamericanos hasta llegan a venerar a sus difuntos. En la zona occidental de Bolivia, el día a ellos consagrado es más importante que cualquiera gran festividad litúrgica; esa jornada no se trabaja, se acude al lejano cementerio, se gasta en flores y velas, y se celebra un almuerzo medio sagrado. Hasta se coloca sobre la tumba cestillos y tutumas con alimentos y bebidas para los fallecidos familiares. Varía un poco la costumbre en la zona del Oriente donde no sólo se acude a los cementerios, sino que la gente se queda gran parte del día cerca de las tumbas “para acompañar a sus difuntos”.
Está muy bien que se den muestras de aprecio por los difuntos. Pero estaría mucho mejor que se preocuparan de los que van a morir, a tiempo, a fin de que no les faltasen los auxilios espirituales que pueden apartarlos de la condenación eterna y conducirlos al feliz Reino del Padre.
La jornada de los Fieles Difuntos ha de ser, sobre todo, de plegaria. Si dichas almas se hallan en el Purgatorio, pueden servirles solamente las oraciones (sea el Santo Sacrificio de la Misa, que Rosario, que plegarias propias), y las obras de caridad que practiquemos nosotros en su nombre. Todo lo demás no sirve para nada.
(*) Director Nacional Pioneros de Abstinencia Total
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