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Domingo 26 de octubre de 2014

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Cultural El Duende

Adolfo Cáceres Romero

La suma poética de Mitre

26 oct 2014

“Ni duda cabe que Eduardo Mitre es un excelente lector de la realidad; de su espacio, de su tiempo y de lo que le dicen sus modelos de cualquier época, lugar o lengua. Poeta y crítico, su visión de la poesía boliviana es singular y vivencial; es decir, como poeta sabe cómo se gesta un poema y qué hay que hacer para consumarlo” ACR

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Segunda de tres partes

Su paso a “Mirabilia” (1979) es una verdadera celebración de la palabra; precisamente la primera parte lleva el título de “Celebraciones”, comenzando con “El cuarto”, poema reminiscente, que culmina con la consagración de un poeta que, en el ámbito de las odas nerudianas, muestra el prodigio de su arte, tan simple y llano en su desempeño. Ahí están: “La silla”, “La mesa”, “El sillón”, “El vino”, “La lechuga”; en fin, todo cuanto evoca ese aposento y vivencia un sentido trascendente de su existencia, para acabar con este magistral “Versículo”: “Al polvo vamos, pero venimos del agua”. Desde luego que Sáenz también tiene sus “Los cuartos” (1985), sólo que son desolados y umbríos. ¡Ah!, pero eso no es todo en Mitre; por cuanto, sin cambiar de estilo, la forma se proyecta al “Tríptico” elegiaco dedicado a la memoria del matemático Luis Frege. Luego viene el “Paréntesis”, donde todavía late la nostalgia de su morada; entonces, “Mirabilia”, nos abre; no, qué digo: nos conduce al Mitre supremo que empieza a narrar sus emociones. Aquí lo difícil se hace posible en el dominio verbal que denota; desde esa instancia su palabra se hace total, en tiempo y espacio. Cualquier poema vale, para señalar su singular existencia, inclusive en forma de prosa, a la mejor manera de Sáenz. Veamos “Sagitario”:

“Rostros en las ventanas y flores en las macetas. Brisa tibia y luz intensa. Sin rodeos: Primavera. Repentina como un lazo la envolvente extensión de una pradera. Por el verde, más que en sueños, palidece el ufano blanco de la estrella y la mitad que dividía lentamente cesa. Lentamente baja el arco que se deja caer sobre la hierba, y silbando felizmente, Sagitario se pone a caminar.”

Y este libro se pone en camino con una parte consagrada —de nuevo, pero con más oficio—, a los caligramas, siempre motivados en su morada, hasta el último poema, que se da en un círculo compacto, al modo de los versos concretos de Gomringer, poeta boliviano de ascendencia germana. El cierre se da con “La estación serena”, donde de nuevo sentimos la nostalgia mitreana por la casa, los rostros y la “estación serena”, que no sólo es el otoño. Es su otoño. Su madurez.

“Razón ardiente” (1980), es un extenso poema dedicado a su hermano Nazri, cuyo título sale de un verso de Apollinaire; de algún modo este poema se hace histórico y comprometido con su tiempo y espacio territorial, además de su entorno íntimo. Se da en forma de epístola, con sintaxis abierta, fechada en “París: Invierno de 1980”. Su destinatario está en sus:

“Queridos pájaros ausentes:

Barrios de nieve

Pinos

Pacientemente sentados

En la penumbra de un cuarto

A la luz de la lámpara

Solitaria”.

Entonces, la evocación también se da como un reclamo a la vida, imperceptible y subyacente, en sus circunstancias enaltecedoras:

“Como la kiswara en el Altiplano

Inclinado sobre la página

El vertiginoso pasado

La infancia: apenas un eco

Un silbido lejano

Un río de rostros distantes

O muertos.

“La patria:

Un río de nombres ensangrentados

No héroes ni hermanos:

Corderos sacrificados

Al buche de topes feroces

Renacerán con su pueblo:

¿Cuándo?”

En cambio: “Desde tu cuerpo” (1984), dedicado a Gabriel, su hijo, se da con un nuevo goce estético, coloquial e íntimo; de algún modo, aprendió a usar la diégesis lorquiana, que en él que cobra una ternura coloquial, poco usual en la poesía boliviana. Sáenz la tiene, extraña y funabulesca. En Mitre es el júbilo de la vida. “Desde tu cuerpo”, en sí es un poema cíclico —en cinco partes—, que se da como un preludio a “La luz del regreso” (1990), el más sentido y notable de sus poemarios diegéticos. Es que hay una relación mística, filial, de padre a hijo, que se abre, de corazón sensible, para culminar, con idéntico acento, en el referente del hijo al padre, en “Yaba Alberto”. “Desde tu cuerpo” nos pasma con la proyección de sus sentimientos; comienza con la premonitoria mirada que devela una devoción que se hace mística, cuando dice:

“Me miras, hijo,

y siento que nos miramos

yo y el destino.

“Tu cuerpo es santuario.

Tú eres el santo

y yo me inclino.

“Te esperé mucho, te esperamos

como se espera los barcos.

Y llegaste de súbito

como los pájaros.”

Dulce presencia la del hijo que prolonga su festejo y gestación a su obra poética: “¡Aleluya! Mirabilia”, dice y el canto se gloria en una aliteración tamayana, para arrullar al hijo:

“Lloras. Mama saca mamas.

Mamas manan mana.

Mana sacia extasia.

Sueño baja, colma calma.

Mama guarda mamas”.

Ahora sí, después de seis años, la entrega del poeta se hace singular con “La luz del regreso”, donde hasta la muerte se cobija en un prodigio verbal. No sé cómo, pero Mitre logra manejar la diafanidad de sus escenarios en imágenes cristalinas como las aguas de un manantial. “Poeta de lo cotidiano”, lo llama Juan Malpartida. Pienso que es más que eso. La cotidianidad es transitoria y efímera. Mitre va a lo esencial del tiempo por el que transita, día tras día. Sáenz dice al respecto: “Qué día, qué hora, en qué lugar, habré encontrado este cuerpo y esta alma que amo”. Nadie, si no Mitre, conoce los atributos de la lírica animada en hechos reales. Tal vez se le aproxime Antonio Ávila Jiménez, el poeta de “Las almas”, pero se queda en el umbral de los sueños. Mitre va más allá, mucho más allá, donde pocos poetas han atravesado el tiempo con tanta ternura, para tenerlo siempre, dispuesto, al alcance de su voz, en un hálito de vida, como un soplo o suspiro divino.

A propósito, ¿tendrá algún parentesco “Morella”, poema de Antonio Ávila Jiménez, con “Moreliana”, de Eduardo Mitre? Comparándolos, podríamos decir que sus autores se complacen con la palabra llana, sin ornamento retórico. Son líricos por naturaleza; sin embargo, cuán diferentes. Primero, para Ávila Jiménez todas las palabras tienen la misma alcurnia, de ahí que las escribe con minúscula y casi siempre concluye sus estrofas con puntos suspensivos. En “Morella” usa dísticos preferentemente octosilábicos de rima disonante. Veamos el canto V:

“morella viene en las noches

de las lámparas azules…!

“alta visión de misterio;

cuerpo esbelto sin substancia;

“morella es nieve en “el mar”

de un sueño de Debussy…

“cuando las aves nocturnas callan

morella dice el secreto sin palabras

“de las cosas

que serán siempre ignoradas…”

Continuará

Para tus amigos: