Domingo 26 de octubre de 2014

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Pocas obras como la breve y fulgurante del mexicano Juan Rulfo (Jalisco, 1918) convoca tanta admiración y universal estima. Desde las del feliz e insobornable Jorge Luis Borges –que lo incluyó en su “Biblioteca Personal” y escribió sobre su obra y persona con luminosa certeza hasta las de los millones de lectores anónimos que en América y en el mundo reconocen en su literatura una contraseña para adentrarse en la historia profunda de ese mundo –el rural– cuya agonía y extinción es uno de los signos más ominosos de nuestro ominoso tiempo. Pocos pero innumerables como el polvo, los personajes de Juan Rulfo se pasean por la tierra buscando en vano suelo firme, ya sea porque este se les hace aire en la Caída y la sentencia o porque ellos mismos han sido heridos de muerte por la historia y ahora se disipan ante nuestros ojos como sombras. Quedan, con todo, invictas, sus voces; resuenan con el eco perdurable de su callada música y, de lector en lector, de lengua en lengua, dejan esa huella distintiva de la gran literatura. Entrelineado en el silencio de esas voces, en cortante filigrana, se revela un paisaje que no es –advierte Octavio Paz– “la descripción de lo que ven nuestros ojos sino la revelación de lo que está detrás de las apariencias visuales. Un paisaje nunca está referido a sí mismo sino a otra cosa, a un más allá. Es una metafísica, una religión, una idea del hombre y del cosmos (...) Rulfo es el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen –no es una descripción– de nuestro paisaje”. Es el Paisaje casi siempre árido, hecho de tierra y aire, de El llano en llamas (1950), título de su primer libro de cuentos publicado cuando el autor ya casi contaba cuarenta años. Obra, pues, de un autor maduro y que aparece desde un principio armado y dueño de todos sus recursos en un volumen de cuentos que son cada uno una obra maestra y que a su modo sobrio y sabio concentran y revolucionan el complejo proceso de la narrativa de la Revolución Mexicana y de la literatura realista hasta entonces escrita en España y América hispana. Ese proceso de síntesis y renovación culmina en Pedro Páramo (1953), “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica y aun de la literatura”, al decir del ya citado Borges. Concisa y deslumbrante, esta novela despliega y pone en obra con aérea sencillez, una sabiduría literaria y humana que hace de ella no solo una inolvidable novela sobre el olvido y una obra maestra del arte narrativo sino uno de los símbolos en que mejor se reconoce la geografía interior de América Latina, la historia indecible de su extensión cultural.