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Domingo 12 de octubre de 2014

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Cultural El Duende

El texto como pretexto

12 oct 2014

“Uno desearía tener cómplices antes que críticos, pues créanme que cuando alguien quiere narrar por el mero placer de hacerlo, el texto es solo un pretexto para disfrutar”. De esta manera se expresa el filólogo e historiador peruano Fernando Iwasaki Cauti (1961) en su obra “Mi poncho es un kimono flamenco” al cual pertenece el presente discurso

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Ya sé que es un lugar común remontarse a la infancia para explicar cómo surgió en uno mismo la vocación de escribir, mas siento la urgente necesidad de persistir en ese manido ejercicio precisamente porque soy una persona común y corriente. En realidad, yo mismo me apresuro en definirme de esa manera –común y corriente– antes que me cataloguen como “buena gente”, porque ya se sabe que quienes no somos ni bellos ni seductores ni interesantes, apenas podemos aspirar a que se diga con falsa indulgencia que somos “buena gente”. Por contra, lo común y lo corriente aún mantienen esa extraña dignidad que tienen las cosas viejas y los cachivaches.

Y sin embargo, el rescate de nuestras más remotas experiencias vitales puede deparamos sorpresas entrañables y desconcertantes, como descubrir que desde entonces no hemos dejado de inventar nombres y fundar lenguajes. Palabras como “glúteo”, “picaporte”, “intravenosa” o “exquisito” estaban ausentes de nuestro acervo infantil, mas no las necesitábamos porque bastaba con referirse a la “cosa” o al “esto” o con decir “me duele” o “me gusta”. Del mismo modo, cada vez que hacemos el amor prescindimos de los conceptos anatómicos y las complicadas definiciones latinas, ya que esas “cosas” y aquellos “estos” bien pueden llamarse “picaporte” o “intravenosa”, y sigue siendo suficiente “me duele” o “me gusta”. Yo estoy seguro que mi vocación de fabulador surgió en esa etapa preverbal donde los sueños y las sensaciones no discurrían por cauces diferentes sino en una misma dimensión.

Recuerdo muy bien que comencé contándole a mis hermanos las cosas que soñaba y que ellos me escuchaban hechizados, porque mis sueños continuaban de una noche a otra como los episodios de El túnel del tiempo o Perdidos en el espacio. Yo tengo muchos hermanos y podría haber aclarado antes que pertenezco a una familia numerosa, pero creo que los hermanos no tenemos la culpa de ser numerosos y entonces prefiero decir que soy hijo de padres incontinentes. Precisamente por eso, a los 25 años mi madre ya tenía uno de 6, otro de 4, una de 3, uno de 1 y tres meses de embarazo, y entonces decidió mandarnos a todos al colegio. Fue allí donde descubrí que mis compañeros no tenían la misma paciencia de mis hermanos y cuánto les irritaba que mis sueños continuaran; pero uno tenía una terca vocación literaria y la mantuve porque hice el humor y no la guerra.

Es difícil precisar si el humor nace o se hace, pues antes de aprender a reírnos de nosotros mismos –esa fase superior del humorismo según los marxistas chaplinistas– es necesario desternillarse de alguien o de algo. Por ello me atrevo a sostener, parafraseando a Rousseau, que el hombre nace aburrido y la sociedad le divierte.

“¡No dejes que otros niños te peguen!”, me advertía mamá mientras me llevaba a mi primer día de clases en un colegio de monjitas españolas de Lima. “¿Y si me pegan pego?”, pregunté no muy convencido del poder intimidatorio de mis cuatro años. “No, no. Más bien búrlate de los que peguen”, aconsejaba mamá muriéndose de risa. Confieso que al principio la estrategia fue algo dolorosa, mas a la larga resultó eficaz porque los moratones a mí me duraban un par de días y en cambio los apodos de algunos compañeros duraron años. Nunca fui el más fuerte de la clase, pero la necesidad de encontrar parecidos me libró de más de una paliza. “¿A quién se parece el Hermano Bruno?”, querían saber mis amigos: “Al Oso Yogui”, dictaminaba. Y todo el mundo estaba risueñamente de acuerdo.

Un día la madre “Súper Ratón” descubrió que la profesora de inglés era la “Hormiga Atómica”, y me llevó hasta el despacho de la madre “Popeye”, quien después de recordarme mis escaramuzas con la señorita “Pato Lucas” y la madre “Drácula”, me amenazó con llamar al mismísimo Hermano Bruno. “¿Sabes cómo es el Hermano Bruno?”, tronó la monja. “Sí –respondí levantando la mano–, como el Oso Yogui”. Muchos años más tarde las monjitas me contaron divertidas que tuvieron que dedicar varios meses a estudiar los dibujos animados, pero el castigo que me infligieron entonces tuvo la virtud de encender una aureola de rebeldía y romanticismo a mi alrededor, semejante a la que irradian los santos, los heterodoxos y los revolucionarios. El humor siempre ha tenido efectos corrosivos contra el poder, ya se trate de una dictadura o de un colegio de monjas, quienes –dicho sea de paso– gracias a la televisión encontraron al Hermano Bruno más parecido a Magilla Gorila

Sin embargo, el humor no solo es un arma sino también una horma, ya que pronto descubriría la existencia de dominios impenetrables para la chispa y la ironía, tales como la seducción y eso que los etólogos llaman “rituales de cortejo”.

Oh, los etólogos. Desde niño admiré los documentales sobre la naturaleza, la revista National Geographic, la Enciclopedia de la Fauna dirigida por Félix Rodríguez de la Fuente y las obras de Gerald Durrell, aquel etólogo fallecido hace poco y cuya popularidad fue incluso mayor que la de su hermano, el célebre novelista Lawrence Durrell, autor de El cuarteto de Alejandría y El quinteto de Avignón. Así, gracias a mi interés por la vida silvestre muy pronto adquirí rebuscados conocimientos acerca de los ciclos vitales de los animales, con especial énfasis en el celo, los apareamientos y el cortejo; asuntos que a los etólogos les obsesionan tanto como a mí.

En efecto, yo sabía cómo hacía la mandril para seducir a los fosforescentes machos de su raza, qué señales eróticas enviaban las cebras para atraer a los garañones de la manada y cuándo la panda gigante sentía la urgente necesidad de encontrarse con otro panda, affaire harto extraño porque las pandas rara vez tienen ganas y tanto vis-à-vis en cautiverio las ha vuelto frígidas. Por lo tanto, la sexualidad salvaje no tenía secretos para mí, y estaba seguro que de haber sido rinoceronte, gorila o armadillo me lo hubiera pasado estupendamente. Tal era mi desgracia: yo era capaz de enamorar a una nutria, una cigüeña o una anaconda, pero del todo inútil con las hembras de mi especie. A lo mejor en un colegio mixto mi vida hubiera sido diferente.

Después de doce años en un colegio masculino de curas, la inminencia de las clases universitarias me turbaba cada día más porque allí finalmente me encontraría con chicas que llegarían a ser mis compañeras, mis amigas, mis dulces quimeras. El Hermano Carmelo nos advirtió en una de las charlas de orientación vocacional que las mujeres solo iban a la universidad en busca de novio, y a mí me embargó una dichosa ilusión. “Qué coincidencia –pensé–. Yo también quiero encontrar novia en la universidad.”

Pero con las chicas fracasaron los chistes, las imitaciones, los juegos de palabras, las caricaturas, los pitorreos, las bromas y todo cuanto en el colegio me granjeó simpatía y popularidad. En cambio, los introvertidos, los trágicos, los victimistas y los melancólicos enamoraban una barbaridad, como si ya no hubiera suficiente competencia con los guapos, los ricos, los deportistas y los interesantes, esa indescifrable categoría que a los hombres corrientes tanto nos desconcierta y que a las mujeres maravillosas tanto entusiasma. Por eso, cuando comprendí que amor y humor eran incompatibles, decidí tender nuevas redes sobre las chicas.

Al principio les contaba mis problemas, mis traumas, mis angustias e intentaba despertarles algo de compasión, ¡pero nada! Después cambié de táctica y empecé a hacerme el enfermo en los viajes, a padecer dolencias exóticas durante las excursiones y a desmayarme en todas las fiestas, pero en lugar de arroparme o protegerme se iban corriendo y me dejaban tumbado en la primera silla que encontraban. Luego intenté llamarles la atención con la onda intelectual, hablando en todas las clases y saltando de Cien años de soledad a La ideología alemana o citando a Joyce, Habermas y Proust en cualquier conversación, pero mi cadáver ¡ay!, siguió muriendo de amor. Volví a la carga con el viejo truco del viajero cosmopolita que conoce París, Nueva York, Madrid y Buenos Aires como la palma de su mano, mas pronto me gané una fama de “huevón-duty free-visa múltiple indefinida” que para qué les cuento. Así que como último recurso, decidí presumir de una lúbrica y vasta experiencia amorosa que me condenó a la peor de las soledades.

Ahora contemplo aquellos años no solo sin amargura sino hasta socarronamente, y por eso he elegido diez de mis fracasos amorosos más espectaculares para reunirlos bajo el título de Libro de mal amor, porque el mal amor es garantía de buen humor. El mal amor no es el amor truncado por la desdicha, el infortunio o la tragedia, ya que entonces hablaríamos del mal humor. No. El buen humor de mi libro viene del amor cargoso, del amor visto a través de una cámara escondida y de los amores ridículos, si me permiten jugar con el título de una obra de Kundera ¿Y por qué cierto género de literatura amorosa se convierte en literatura humorosa?

Como ustedes saben, al amor le van la intimidad, el plano corto y los susurros; pero si le aplicamos publicidad, tomas panorámicas y uno que otro chillido, lo que nos queda es humor. Los amantes cuando se aman –por ejemplo– fundan lenguajes y códigos secretos que solo tienen sentido en los instantes más intensos del amor, esos momentos arrebatados en que a nadie le avergüenza que le llamen “mi Terminator” o “mi Spice Girl”. No es lo mismo que nuestra pareja pronuncie tales piropos con voz afiebrada de placer en el recogimiento de una habitación, que gritando a voz en cuello a través del programa de radio donde ha llamado para dedicarnos una canción. Entre una cosa y la otra existe la misma diferencia que hay entre correrse y salir corriendo, porque los amantes que presumen de arrumacos no hacen el amor sino más bien el humor.

Uno ha leído estas líneas con la sensación de haberlas escrito durante años y con la certeza de poder trazarlas sin necesidad de poblar una pantalla, una libreta o unas cuartillas, porque contar historias es un ocio antiguo aunque hoy parezca un moderno negocio. Siempre he creído que un narrador es algo más que un funcionario de la prosa, una criatura mediática o una vedette editorial, porque un narrador lo es ante todo por placer, y si está enfermo terminal de literatosis, mejor. Uno respeta a quienes escriben por comprometidos, como denuncia o para transformar el mundo, mas no ignoro que nadie respeta a los que escribimos para divertimos.

Y ya que las obras serias son las que se prestan mejor para desentrañar palimpsestos, fonocentrismos, prolepsis y cualquiera de las suertes más semióticas de la crítica deconstructiva, uno quiere advertir a los amables filólogos de guardia que no intenten hallar en mi obra nada semejante, ya que desde que tuve mi primera experiencia textual estoy a favor del texto libre, de las relaciones textuales sin compromiso, del texto por el texto y de la literatura homotextual, bitextual o heterotextual. Y es que un servidor no cree en la escritura como texto de representación, sino como texto de presentación.

Uno quiere reivindicar aquí y ahora la felicidad de leer y escribir, la alegría de contar y la dicha de comentar. ¿Qué me lleva si no a recrear mi infancia, confesar mis fracasos amorosos o compartir mi sentido del humor, si no es la necesidad de gozar? Hace unos años conocí a un profesor americano que me admitió que ya no leía literatura –“una pérdida de tiempo”, dijo– sino exclusivamente crítica o crítica de la crítica, aunque no epistemología, porque aquel profesor tampoco creía en logos. Uno desearía tener cómplices antes que críticos así, pues créanme que cuando alguien quiere narrar por el mero placer de hacerla, el texto es solo un pretexto para disfrutar.

Universidad Católica de Angers, 27 de Abril del 2000

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