Frecuentemente escuchamos a nuestros amigos y familiares, al hablar sobre una situación difícil, ya sea personal, del mundo o de la Iglesia que tenemos que ser optimistas. También se nos dice que al ser cristianos jugamos del lado ganador, por lo que no tenemos que preocuparnos ya que las cosas necesariamente se van a arreglar, o que debemos pensar que situaciones particulares difíciles van a tener un feliz término si confiamos adecuadamente.
Estas observaciones, tan arraigadas en el catolicismo moderno, o más bien el catolicismo modernista, tienen su causa en el inmanentismo en el que se nos educó en las últimas décadas. Y así este optimismo que se pretende cristiano, no se apoya en la realidad y la lógica sucesión de los acontecimientos, sino en un voluntarismo radical que deja a Dios las tareas que nos corresponden a nosotros, o supone que Él suspenda las mismas leyes de la naturaleza para estas situaciones que nosotros consideramos justas y por lo tanto dignas de la intervención divina.
Olvidado entonces el realismo tomista para ser reemplazado por el sentimentalismo carismático que tiene raíces indudablemente protestantes, no resulta extraño que ante el fracaso de nuestras expectativas, puestas ya no en la providencia divina sino en nuestros deseos, se produzca el abandono de la fe por considerar que está se asienta en un Dios que nos falló, o en casos más extremos, llevarnos a la desesperación que puede incluso terminar en suicidio.
Y es que si la gracia supone la naturaleza, no puede ser lógico que todas las situaciones cotidianas se resuelvan con intervenciones extraordinarias de Dios, como sería el caso de los milagros. De esta forma, muchas veces creemos que con sólo nuestras oraciones y buenas intenciones, torceremos el rumbo natural de los acontecimientos y hasta doblaremos la voluntad del malvado. Todo esto lo decimos sin negar de ninguna manera la eficacia de las oraciones que tienen que ser siempre el principio de toda acción, o cuando ésta no sea posible el único recurso, poniendo en manos de Dios el destino final de tales casos.
Esta pérdida de objetividad nos lleva a reemplazar la esperanza por éste optimismo basado exclusivamente en buenos deseos. La esperanza también conlleva un deseo, pero no pierde de vista la gravedad de la situación para poder enfrentarla adecuadamente. Mucho más peso tiene la esperanza, si nos referimos a la misma como virtud teologal, ya que de éste modo, ponemos nuestros deseos en la correcta perspectiva al buscar un destino trascendente dejando de lado los deseos inmanentes. Así dice el Catecismo N° 1817: “La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo”.
Entonces, si entendemos que tenemos cómo buscar como fin último nuestra salvación eterna, bien supremo por excelencia, dejaremos de lado la búsqueda desesperada de la añadidura para concentrarnos en la que realmente importa, la búsqueda del Reino, ya que, como podemos advertir en el optimismo que siempre es voluntarista, no se plantea el pedido, confiando a la voluntad divina lo que más nos convenga, sino que queremos sujetar la voluntad de Dios a nuestros deseos, no dejando de ningún modo lugar a la Providencia.
En tiempos donde sólo se promueve el laicismo masónico, el materialismo marxista como capitalista, el relativismo moral y religioso, el abandono del orden natural para reemplazarlo por el desorden convencional; todos basados en expectativas puramente mundanas; no debemos dejar de decir con esperanza “Venga a nosotros tu Reino”, y de ese modo entender, que no es la victoria la que nos corresponde, sino la lucha por la causa de Dios, y abandonando todo optimismo inmanentista, pensar en que no seremos juzgados por nuestros triunfos, sino por las heridas que nos quedaron en el Buen Combate por la defensa de los Derechos de Dios.
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