Martes 30 de septiembre de 2014
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Hay señales que tienen la virtud de revelar la identidad y la naturaleza de algunos grupos humanos. Tal el caso de los indígenas de Achacachi, cuyo indumento de guerra es precisamente el “poncho rojo”. Se suele decir que el hábito no hace al monje, pero ayuda a identificar; aquí se puede decir que la prenda en cuestión hace a un aborigen especial, como se verá.
Ese lugar del altiplano “desplegado y violento como el fuego” (Cerruto), donde habitan los tales “ponchos”, es escenario de un relato cuyo autor, Néstor Taboada, eligió para una antología del cuento latinoamericano (1968), y bajo el título de El cañón de punta grande (Achacachi en aymara), retrata a los “Indios en rebelión” después del 52. Allí, el sastre que les vendió un vetusto armatoste de artillería, les dice: “De un cañonazo no hay rosca que aguante en el mundo”. Ahora diríase que a punta de chicotazos no hay democracia que funcione en el mundo.
En los tiempos de Evo, como escribiera un entusiasta panegirista del jefazo, el nombre de Achacachi corrió por el mundo junto a una imagen de inaudita crueldad. Creyendo que la rosca de otrora se llamaba neoliberalismo, y para demostrar la ferocidad de que son capaces, los “ponchos rojos” degollaron en público a unos inocentes canes: “así puede pasarles a los que rechacen los cambios”, dijeron (2007). Quizás asustados por esa amenaza, la mayoría de los opositores ha preferido actuar como aliada que arriesgar sin apelación el pellejo.