Las verdaderas raíces del fundamentalismo musulmán
28 sep 2014
Por: Adhemar Ávalos Ortiz
Algunos analistas internacionales de izquierda, con buenas intenciones, pero también azotados por la fiebre del odio visceral al imperialismo norteamericano y de otras latitudes, asumen equivocadamente que el fundamentalismo musulmán que siembra de terror y muerte una considerable parte de los territorios de Irak y Siria, y que amenaza arteramente a otros países de Medio Oriente, el norte de África y el sur de Europa, tiene como fuente fundamental la política sistemática de intromisión de Estados Unidos y sus aliados en los asuntos internos de los países que fueron configurados físicamente como consecuencia del reparto posterior a la derrota del Imperio otomano en la segunda década del siglo XX.
El fundamentalismo musulmán, como forma de ser y de hacer, no nace en 2003 con la invasión a Irak, menos todavía con la intervención soviética en Afganistán, solicitada por su gobierno, en 1979; ni siquiera en la expansión musulmana por medio mundo conocido, que prosiguió a la muerte de Mahoma en el siglo VIII y posteriores; sino en la esencia de lo que este último, mal llamado profeta, planteó de manera muy osada: convertir al islamismo a todos los seres humanos, tarea imposible y absurda, pero no carente de lógica. Sus seguidores se dedicaron a interpretar libremente sus afirmaciones, ideando la “Sharia”, una ley criminal que condena a todo el que piensa diferente y que lo convierte en objeto militar de destrucción moral y física. Los crímenes del fundamentalismo musulmán surgen en el propio hecho del nacimiento de esta religión, la que al prohibir el pensar diferente ya se ilegitimiza ante el resto del mundo y sus crímenes no son más que producto de una intolerancia que si bien no fue tan extrema entre los siglos VIII a XV, se tuvo que radicalizar en tiempos contemporáneos. La respuesta se encuentra en el Corán que es un compendio de dogmas extremos.
Lo que hicieron los norteamericanos y sus aliados no fue más que avivar una llama que estuvo encendida desde muchos siglos antes. En función de sus intereses mal llamados coloniales y neocoloniales, en aras de destruir al comunismo soviético y sus variantes teóricas y políticas, alimentaron núcleos contestatarios ya conformados ideológicamente. Simplemente los fortalecieron porque pensaban que eliminando a los “bolcheviques” ya tendrían controlado al Mundo, un error muy burdo que se quemó en las llamas del monstruo que hicieron nacer. Al final, los soviéticos eran enemigos confiables, se podía predecir lo que harían porque habían sido educados en la lógica occidental. Los otros no.
De los fanáticos talibanes y sus derivaciones impulsadas por Osama bin Laden nada se podía presumir o confirmar. Se trataba de un tipo astuto que jugaba a su propia guerra y para desarrollarla contaba con una base social y económica que, por diversos motivos: religiosos, políticos, sociales, ideológicos o psicológicos, estaba dispuesta a destruir las ideas de la razón occidental. En síntesis, los norteamericanos amamantaron a un diablo casi maduro que, independientemente de su promoción vía dos Bush, Clinton u Obama, igual iba a salir a la palestra del odio confesional y, principalmente, inter-religioso.
Parece que revivimos el siglo XVI, cuando la mal llamada Santa Inquisición cometió horribles crímenes en nombre de Cristo. Hoy, los llamados equívocamente liberadores creen fanáticamente que podrán imponer su reino del terror. Y los dirigentes de Norteamérica piensan, con doble intención, que los acabarán con bombardeos desde el aire, en la intención real de destruir a Siria. Creen estúpidamente que ella se rendirá por bombas más o menos. No lo hará. Tienen el odio inserto en su mente y lo inculcan sistemáticamente en sus vástagos. Una guerra contra estos fanáticos deberá ser total y en el terreno, no mediante drones. Y las víctimas serán incontables.
Y los izquierdistas de nuevo cuño harían mejor en olvidar su visceralismo dogmático para centrarse en un análisis crítico racional que permita identificar las causas y prever las consecuencias. El denunciar todo acto imperialista como malo ya implica una percepción distorsionada de la realidad. ¿O sea que todo crimen de los fundamentalistas debe ser aceptado solamente porque las tropas de Francia o Gran Bretaña lo rechazan militarmente? Un grave error. Si los supuestamente revolucionarios no están en condiciones físicas de impedir la barbarie de los discípulos de Alá en el norte de África y en Asia es mejor que se abstengan de inmiscuirse en el tema.
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