Loading...
Invitado


Domingo 21 de septiembre de 2014

Portada Principal
Revista Dominical

La Jap’iñuñu

21 sep 2014

Por: Víctor Montoya - Escritor

¿Fotos en alta resolución?, cámbiate a Premium...

El Chupetín era uno de los bohemios más mentados en la población de Llallagua; tenía treinta y cinco años cumplidos y aún vivía en la casa de su anciana madre. Aunque nunca ganó sus propios billetes, siempre se lo veía bien vestido: botines con hebillas, pantalones tejanos, chaqueta de cuero y vistosa pañoleta al cuello.

Como todo hombre acostumbrado a mirar la vida a través de un telescopio con forma de botella, era dado a las bebidas y al encanto de las mujeres, a quienes conquistaba con su florida labia y sus atributos de hombre guapo. Frecuentaba los bares y las chicherías, donde los dueños le prestaban la guitarra y los clientes le hacían cantar a cambio de pagarle con bebidas espirituosas.

La última mujer que se le cruzó en su vida, y con quien mantuvo una relación más duradera que con ninguna, lo dejó por otro hombre, arguyendo que no podía estar con una persona que prefería más las copas que el trabajo decente, que vivía a expensas de su anciana madre, que estaba ausente cuando más se lo necesitaba y que andaba emborrándose de chichería en chichería.

A partir de entonces, el Chupetín, marcado por la desilusión y los celos que eran más fuertes que las palabras de desprecio y los golpes en la cara, se hundió en los bajos fondos del alcohol, como si consumiendo los amargos tragos, que le quemaban la garganta y las entrañas, aliviarían su dolorosa historia de amor marcada a fuego en su corazón.

Así vivía día a día, sin dejar de beber ni tocar la guitarra. A veces, despertaba tirado en las aceras de la calle Linares y no faltaban noches en que la gente lo veía caminar, con una botella en la mano, por las zonas periféricas de la población. Algunos decían que lo vieron vagar como un zombi, sólo en compañía de la luna, sin mirar ni hablar a nadie.

El Chupetín -apodo que le pusieron sus compañeros de bohemia-, en poco tiempo dejó de ser el mismo galán de antes; estaba demacrado y se vestía como un fantoche, pero seguía concurriendo a los bares y las chicherías, donde tocaba la guitarra para cantar sus penas, mientras ahogaba sus amarguras en las copas de licor.

Una de esas noches, en que fue echado de un bar por estar más mamado que una cuba, perdió el sentido de orientación en la calle y no supo dónde quedaba la casa de su anciana madre. Así que, sujetándose de las paredes para no caer como un costal de papas, arrastró sus pies sin rumbo, hasta que apareció en el túnel de Cancañiri, ubicado en el cerro San Miguel.

Era pasada la medianoche y él estaba solo como un condenado. No sabía cómo llegó a dar en ese lugar, pero se dispuso a cruzar el túnel, que era escenario de truculentas historias contadas de boca en boca. Apuró el paso y se internó en el subterráneo, con la mirada puesta en la luz de la luna que se divisaba en el otro extremo del túnel.

Cuando le faltaba muy poco para alcanzar la salida, escuchó a sus espaldas una voz femenina, llamándole por su apodo:

–¡Chupetín!

Él se volteó de golpe y, tambaleándose como todo borracho, se enfrentó a la hermosura de una mujer desnuda que, aureolada por una luz en forma de alas desplegadas, parecía flotar como un ángel en medio de la oscuridad.

–¿Quién eres? –preguntó con voz aguardentosa, pero sin sentir ni una pizca de temor.

–Soy la Jap’iñuñu (*) –contestó ella, con una sonrisa que le iluminó el rostro.

El Chupetín se sintió irremediablemente atraído por la belleza de la Jap’iñuñu, le examinó los voluptuosos senos, grandes como cántaros de leche. Y, apenas ella se dio la vuelta, le observó los cabellos cubriéndole la espalda hasta la cintura y las abultadas nalgas que, por sus proporciones y armonía, pare-cían esculpidas por las prodigiosas manos de un artista.

–Tienes los pechos más grandes y el trasero más perfecto que he visto en mi vida –comentó él, sin dejar de admirar su belleza.

–Eso dicen todos –replicó ella, sonriéndole con una expresión lujuriosa. Luego, tomándolo por el brazo y alumbrándole el camino con la luz de sus verdes ojos, añadió–: Ahora, haz el favor de acompañarme…

El Chupetín, como si la Jap’iñuñu le hubiese sorbido los sesos apenas le clavó con el fulgor de su mirada, decidió acompañarla así fuera al infierno.

Ambos caminaron y caminaron, hasta que ingresaron en una lujosa alcoba, donde la Jap’iñuñu se tumbó sobre una cama cubierta con pieles de animales salvajes y, exhibiendo sus enormes senos, le pidió a Chupetín acercarse a gatas como un bebé. Él se echó a su lado y ella le amamantó con su abundante leche, hasta saciar su sed y hacerle perder los sentidos.

Después se quedó dormido, con la cabeza recostada entre los senos de la Jap’iñuñu, como si estuviese echado sobre cojines de terciopelo, mientras ella le desabrochó los pantalones y le acarició las partes íntimas de su cuerpo.

Cuando el Chupetín despertó al día siguiente, con el sol suspendido en medio del cielo, se sorprendió al ver que no había nadie a su lado, salvo un perro que le lamía las babas de la cara. Luego cayó en la cuenta de que estaba en un muladar, alejado de la población de Llallagua, abrazado a una piedra y con los pantalones más abajo de sus rodillas.

El Chupetín espantó al perro de un grito y, por primera vez en su vida, sintió una angustia acometiéndole de manera brutal. Se puso de pie, se ajustó los pantalones y se encaminó a la casa de su anciana madre, con el corazón embargado de dolor y con un miedo acosador que le hizo temer por su vida.

Esa misma noche, se reunió con sus compañeros de bohemia en una de las chicherías de la calle Omiste, donde, en lugar de tocar la guitarra y vaciar las copas una tras otra, les contó los detalles de la espeluznante experiencia que le tocó vivir en el túnel de Cancañiri.

–Esa mujer era la Jap’iñuñu, hermanito –le dijo uno de ellos– Se les aparece a los borrachos que caminan perdidos en la noche, los seduce con su belleza y se los lleva a los parajes apartados, donde les roba el alma y los abandona bañados en sangre.

–Es una suerte que todavía estés vivo, Chupetín –le dijo el otro–, porque la Jap’iñuñu podía haberte aplastado la cara contra sus pechos, ahogarte con su abundante leche, pero poquito a poco, hasta quitarte el último aliento de vida.

El Chupetín, al escuchar la versión de sus compañeros de bohemia, sintió un repentino escalofrío que le recorrió por todo el cuerpo, erizándole los pelos y haciéndole temblar de miedo. Estaba convencido de que la Jap’iñuñu le dio una segunda oportunidad de vida. No dijo nada, se levantó de la silla y se despidió de todos, con la promesa de no volver a beber por el resto de sus días.

(*) Ser sobrenatural en la creencia popular, tiene la apariencia de una mujer bella, con enormes senos llenos de sabrosa leche. Vuela por las noches y encanta a los hombres desprevenidos en las afueras de las ciudades o los pueblos. Su nombre proviene de los vocablos quechuas: “jap’iy” (agarrar) y “ñuñu” (seno).

Para tus amigos: