Viernes 12 de septiembre de 2014
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Siguiendo el comentario del libro “De oro, plata y estaño” del cual soy autor, quiero referirme a uno de los temas recurrentes del mismo y dilema mayor de la minería nacional a través de su historia: su incorporación (o no) a las corrientes globalizadoras de la actividad que tuvieron su mejor escenario en la segunda mitad del siglo XX y en lo que va del actual. Grandes transnacionales de la minería dominan aún la industria extractiva en países emergentes como el nuestro y la lucha por el control de áreas de probado potencial en el continente americano y de manera particular aquellas ubicadas en los Andes Centrales, es el pan nuestro de cada día.
Decidir entre insertar al país a esta corriente globalizadora o no, ha sido y es el talón de Aquiles de políticas mineras contemporáneas probadas a lo largo de la historia, por el elevado costo político que una decisión de esa magnitud significa para cualquier gobierno. Ahora bien, grandes proyectos como el Mutún o el Salar de Uyuni enfrentan esta disyuntiva, inversiones de miles de millones de dólares necesarias para generarlos y desarrollarlos hacen que inevitablemente se acuda a la billetera de estas grandes corporaciones que dominan también los mercados de materias primas, o alternativamente cerrar el país y depender de la reducida billetera del Estado y acudir a la burocracia de la ayuda de países amigos como viene ocurriendo actualmente. Esto último genera un cansino andar de los emprendimientos e incertidumbre en las regiones mineras y en el país todo, en aras de una pretendida soberanía sobre los recursos minerales, necesaria pero impracticable en los términos radicales que se pretende imponer. ¿Qué hacer?