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Domingo 31 de agosto de 2014

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Cultural El Duende

H. C. F. Mansilla

Una mirada crítica sobre el indianismo y la descolonización. Resumen acerca de una temática incómoda

31 ago 2014

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Brevemente quisiera explicar por qué escribí esta colección de ensayos (Una mirada crítica sobre el indianismo y la descolonización. El potencial conservador bajo el manto revolucionario, La Paz: Rincón Ediciones 2014). Pudiendo equivocarme fácilmente, sostengo que la vida social y política nos depara muchas sorpresas porque no transcurre según esquemas evolutivos fijados de antemano o de acuerdo a leyes inexorables del desarrollo histórico. Lo que pasó con el colapso del sistema socialista a nivel mundial (1989-1991) o lo que sucede actualmente con el éxito económico y comercial –de carácter capitalista– en países oficialmente comunistas como China y Vietnam nos muestra, en el fondo, la poca capacidad explicativa de doctrinas como el marxismo o la Teoría de la Dependencia. Si se me permite una hipótesis concluyente, diría que los notables edificios teóricos basados en el marxismo no han resistido la prueba de los tiempos y de la prosaica realidad cotidiana.

En esta línea adelanto la tesis central de mi libro. Habitualmente nuestros intelectuales progresistas se inclinan a descubrir aspectos revolucionarios y, por lo tanto, muy positivos en las tradiciones populares y en las doctrinas que atacan el legado europeo-occidental. Creo que es útil y provechoso invertir la dirección de este esfuerzo y, por consiguiente, analizar el posible potencial conservador bajo el manto de tendencias revolucionarias. Supongo, por ejemplo, que el enaltecimiento indianista del orden prehispánico como si este hubiera sido un paradigma de fraternidad y prosperidad, es una clásica ideología que justifica como ejemplar un sistema social autoritario, jerárquico y poco innovador. Por otra parte, afirmo que los elementos más conservadores de la sociedad boliviana se han refugiado en las fuerzas de orden público (militares, policías, jueces, abogados, fiscales) y en los estratos intelectuales del país. Estos últimos, sobre todo los que hablan a nombre de los explotados y de las víctimas del imperialismo, representan, en general, las ideas más rutinarias y convencionales en torno a la historia, al ordenamiento social y a la moral colectiva, pero se trata de ideas expuestas mediante una vigorosa retórica revolucionaria. Y casi todos estos intelectuales progresistas tienen un relativo éxito porque apelan astutamente a los prejuicios irracionales de una buena parte de la población y al memorial de agravios que permanece incólume. Este último no es analizado fría y objetivamente, sino evocado con emoción e inflado artificialmente para sacarle un provecho material e ideológico.

Mi libro tiene, por lo tanto, el propósito de estudiar algunos aspectos centrales del imaginario colectivo de la nación boliviana, el cual, en los últimos tiempos, ha sido influido fuertemente por los enfoques indianistas y las teorías de la descolonización. Este imaginario colectivo se basa a menudo en una especie de sentido común que comparten amplios sectores sociales en el país. Un sentido común, por más extendido que esté y por más representantes doctrinales que tenga, no se halla por encima de la crítica científica. Las variantes del sentido común dan a conocer los anhelos postergados de una buena parte de la población, y por ello poseen una gran legitimidad. Pero a menudo este sentido común abarca también los prejuicios irracionales, las animadversiones profundas y los resentimientos de vieja data que alimentan dilatados grupos sociales, prejuicios que, en general, no constituyen elementos confiables para edificar una convivencia razonable en la época actual.

Bolivia constituye hoy una sociedad altamente compleja, que no puede ser comprendida convenientemente según los esquemas simples y simplistas de muchos intelectuales progresistas. Para ilustrar esta problemática podemos mencionar, sin riesgo de una grosera equivocación, la relevancia práctico-política de la modernidad entre los sectores poblacionales a los cuales están dirigidos los enfoques del indianismo y la descolonización. Esos sectores tienen como meta normativa, a menudo de forma espontánea, una modernidad económica y tecnológica, que también a nivel mundial posee una fuerza normativa considerable. Esta modernidad influye poderosamente sobre toda la sociedad boliviana, en sus más diversos estratos sociales y grupos étnicos. Las capas juveniles urbanas de origen indígena han adoptado, por ejemplo, los valores centrales de orientación de proveniencia moderna-occidental, sobre todo en los terrenos de la elección profesional-vocacional, el nivel de consumo masivo y el campo de la diversión y el ocio. Es improbable que estos estratos juveniles quieran renunciar a la libertad erótica, al uso de aparatos electrónicos y al disfrute de modas que proceden del modelo civilizatorio globalizado.

Toda esta problemática ha sido formulada en muy distintas variantes y terminologías en los últimos cien años, por lo menos desde los escritos pioneros de Franz Tamayo y Fausto Reinaga, que son imprescindibles para entender las raíces históricas del indianismo y la descolonización. Hoy en día el indianismo y la descolonización han adoptado características deconstructivistas y relativistas, como lo prescriben las modas postmodernistas del momento.

En toda la problemática tratada hallamos un problema que podemos llamar clásico: la brecha entre retórica y realidad, entre el discurso intelectual y político, de una parte, y la esfera de la praxis cotidiana, por otra. Este tema, que siempre interesó a la filosofía y a las ciencias sociales, nos da luces en torno a las tensiones entre el campo de las ideologías, las esperanzas y las visiones del futuro, por un lado, y el accionar diario de los habitantes del país, por otro. Las mismas personas que pueden sentirse inspiradas (y tranquilizadas) por las concepciones indianistas, utilizan la tecnología occidental y se rigen por las pautas consumistas más habituales de la civilización que dicen detestar. Los regímenes populistas y socialistas, que celebran los indianistas y descolonizadores como modelos de evolución histórica, se han servido y se sirven de ideologías muy expandidas acerca de la igualdad fundamental de todos los ciudadanos, pero en la prosaica realidad cotidiana han construido estructuras sociales piramidales que culminan en una élite muy privilegiada. El igualitarismo se revela como un artificio de propaganda para tranquilizar a las masas de la población y para confundir a los intelectuales; lo último es lo más fácil de lograr.

La realidad contemporánea está signada por mezclas étnico-culturales de variada índole. La historia boliviana 㔀como casi cualquier otra㔀 puede ser vista como una serie interminable de fenómenos de mestizaje y aculturación. Además de las mezclas étnicas, se han dado variados procesos mediante los cuales la Bolivia contemporánea ha recibido la influencia de la cultura metropolitana occidental. La consecuencia principal puede ser descrita como una simbiosis entre los elementos tradicionales y los tomados de la civilización moderna. Cultura significa también cambio, contacto con lo foráneo, comprensión de lo extraño. El mestizaje étnico-cultural es uno de sus resultados más habituales, aunque puede ser obviamente traumático, pero también enriquecedor. Pensadores de diferentes tendencias, que van desde Franz Tamayo hasta el indianismo radical, se han opuesto y se oponen a toda forma de mestizaje, pero se puede aseverar que este esfuerzo está condenado a un cierto fracaso simplemente a causa de factores empírico-pragmáticos. Las sociedades exitosas han sido aquellas que han experimentado un número relativamente elevado de procesos de aculturación y mestizaje. El tratar de volver a una identidad previa a toda transculturación es, por lo tanto, un esfuerzo vano y anacrónico, aunque cuenta con simpatías en la Bolivia contemporánea.

Se puede explicitar toda esta temática mediante algunas menciones a la obra de Fausto Reinaga, el más notable precursor del indianismo. Él habló del “odio volcánico que hierve en el alma de mi raza” como la genuina y profunda esperanza para la redención de los indígenas. El estudio de las ideas reinaguistas es importante aun hoy porque algunas de ellas han subsistido con notable persistencia en el imaginario popular boliviano: la política como juego de suma cero, la organización social y ética del ámbito prehispánico como meta normativa de un posible futuro luminoso y el menosprecio del pluralismo ideológico como si este fuera únicamente una sutil política imperialista de dominación.

Al colocar la vivencia existencial como la base razonable y a veces única del trabajo intelectual y, al mismo tiempo, al cuestionar radicalmente la vigencia y la calidad intrínseca de la tradición occidental del racionalismo, Reinaga inaugura un relativismo de valores y una variante de la deconstrucción, y todo esto mucho antes de la actual expansión de las teorías postmodernistas. Aquí reside su importancia: Reinaga se adelantó a su tiempo al edificar un modo de articular ideas y programas que se distancia enfáticamente de la herencia occidental y que postula la experiencia personal como fuente y cimiento de otra manera de ver el mundo. Desde un primer momento Reinaga crea una prosa poética que evoca con pertinencia y pasión sus sufrimientos personales y los de su pueblo.

Reinaga llegó a la conclusión central de que todo el pensamiento occidental desde Sócrates hasta Marx representa una sola lógica dominacional basada en la mentira y el crimen. En varios momentos menciona que su prosa “no ha logrado expresar todo el asco, todo el horror que inspira Europa. […] Occidente ha inventado el hambre y la guerra”. La doctrina reinaguista, que nunca respetó las diferenciaciones básicas entre las numerosas concepciones de los otros, los occidentales, ha sostenido que, en el fondo, hay un único pensamiento que engloba y caracteriza a toda la civilización europea. Los matices teóricos – dice Reinaga, influido seguramente por Friedrich Nietzsche – son meras máscaras que encubren la omnipresente voluntad de poder y no dan cuenta de las mentiras del pensamiento occidental acerca de los pueblos extra-europeos. El impugnar y refutar estas falacias se transforma en la misión vital de Reinaga. Y en el análisis de estas falacias encontramos algunas sorpresas, no muy agradables para los izquierdistas ortodoxos.

Muy interesante es el tratamiento del marxismo y teorías afines por Reinaga. Él supuso, por ejemplo, que “el comunismo ya no es un ideal”: “los principios se han convertido en apetitos”. Sus palabras son definitivas: “El comunismo ha devenido en este suelo y en este pueblo en una fuerza maligna, deshumanizada y reaccionaria, igual o peor que la Rosca gamonal”. La doctrina reinaguista consideró al marxismo como mero ingrediente de la detestable tradición occidental, a momentos como la coronación de esa herencia cultural que había que combatir por todos los medios. A esto hay que añadir la crítica de Reinaga a los partidos y a los intelectuales izquierdistas en Bolivia, que él conocía muy bien y que le indujeron a escribir algunas de sus mejores páginas. Reinaga poseía un especial talento para el panfleto político, que utilizó para tratar un tema incómodo hasta hoy, tabuizado por la llamada corrección política: las incongruencias entre la teoría y la retórica de los partidos marxistas, por un lado, y la praxis y la vida cotidiana de los miembros destacados de esos partidos, por otro. La utilización meramente instrumental de los indígenas para fines particulares de los partidos de izquierda era algo muy grave e indignante para nuestro autor. En numerosas variaciones Reinaga fustigó la declinación moral de los políticos y sindicalistas de izquierda, que usaban sus conocimientos, su astucia y posición partidaria no para mejorar o aliviar la situación de las masas indígenas, sino para promover el propio ascenso social, el enriquecimiento individual y el acercamiento a la cúspide del poder político. Su descripción de las rutinas y convenciones de la casta política tradicional, que no cambió gran cosa con el advenimiento al poder del Movimiento Nacionalista Revolucionario en 1952, constituye uno de sus pasajes mejor logrados: Reinaga analiza en detalle la carencia de principios éticos entre los políticos del país, su obstinado oportunismo, su falta de prudencia y tacto y su incompetencia profesional y técnica.

Pero al mismo tiempo Reinaga persiste en una visión edulcorada y, por consiguiente, falsa del pasado indígena prehispánico. Nuestro autor describe de la siguiente manera una comunidad incaica, cuyos elementos centrales pervivirían en las comunidades campesinas del presente que no han sido contaminadas por la modernidad: “No se conoce hambre, mendicidad ni prostitución. No existen ladrones ni holgazanes. Nadie roba; nadie miente; nadie explota. Todos trabajan”. […] “No hay comercio; no hay moneda; no hay propiedad privada. Todo es de todos”. […] “Todos tienen pan y casa. La tierra, los bosques, las aguas constituyen un bien común”. Y esta constelación celestial se extiende al campo del orden público: “La comunidad no conoce ningún temor. Como nunca ha pecado, no espera castigo de nadie. Aquí no hay curas católicos ni pastores protestantes. Ni policías. No hay sotana ni bota militar de ninguna clase”.

Conectado con lo anterior hay que mencionar que Reinaga mantenía ideas muy convencionales acerca de la juventud y el erotismo. Sobre la juventud en general afirma en 1978: “Quiere derrumbar todo. La razón y la fe; el arte y la moral carecen de valor. Nada respeta. Nada quiere. Nada admira. No tiene mística, no tiene ilusiones, no tiene ideal. […] Miente, roba, mata. […] Bebe y fornica sin tasa y sin medida. En la embriaguez demencial genocida y suicida, alterna la droga con la guerrilla; la guerrilla con la droga”. Inmediatamente después afirma: “La virginidad y la santidad son un imperativo social. Hombre y mujer van al matrimonio vírgenes. Y no hay idea de infidelidad ni de celos”. En una palabra: la crítica reinaguista de la racionalidad occidental deja vislumbrar un modo más humano de percibir el mundo, sus dilemas y sus posibles soluciones, pero en terrenos fundamentales el maestro se aferró a valores tradicionalistas y conservadores, sobre todo en la cultura política, en la configuración de la vida familiar e íntima y también en la aceptación de las metas normativas de la incriminada civilización occidental. Reinaga describió con mucho cariño y detalle la comunidad ideal de Sak’abamba, que no conoce las alienaciones modernas porque allí no hay ni dinero, ni comercio, ni forma alguna de explotación. Pero esta comunidad, cuya localización es premeditadamente nebulosa (puede estar en el pasado mítico y también en el futuro anhelado), está orgullosa de poseer los instrumentos generados por la racionalidad occidental: “tractores, bombas de agua, trilladoras, máquinas de hilar y de tejer, molinos mecánicos”. Ante la fuerza normativa irradiada por los tractores y la electricidad, el desarrollo estrictamente autóctono se pinta como improbable y claramente como indeseable en una era de normas y metas universalistas.

No hay duda de que la teoría de Fausto Reinaga y las escuelas sucesorias, como las doctrinas de la descolonización, han iluminado los lados flacos de la modernidad occidental, que no son pocos. Y lo han hecho para restablecer la dignidad mellada de los pueblos indígenas. En ambas líneas estas concepciones representan, en el fondo, una respuesta comprensible (dentro de un cierto contexto cultural) al impulso modernizador-globalizante de cuño mayoritariamente capitalista que ha hecho su aparición en gran parte de Asia, África y América Latina desde el siglo XIX y de manera acelerada desde la segunda mitad del siglo XX. Y esta respuesta – con muchas modificaciones y variantes – exhibe algunas de las características que a comienzos del siglo XIX tuvo la reacción romántica contra la Revolución Francesa y contra la transformación de las sociedades europeas en un orden signado por la vida urbana y la industrialización. Al igual que las diversas manifestaciones del romanticismo convencional, la teoría de Reinaga y las doctrinas de la descolonización pasan por alto el hecho de que el estudio crítico del propio pasado y, sobre todo, el cuestionamiento de la modernidad occidental y sus efectos, ocurren después de un contacto o choque prolongado y doloroso con el llamado imperialismo capitalista. Y es precisamente la experiencia traumática de una cultura distinta y exitosa la que promueve el análisis de las propias carencias y la que obliga a un examen de consciencia con repercusiones sociales.

La base última de la problemática aquí tratada reside en una paradoja histórica: el éxito y la facultad de atracción de la modernidad occidental, que es ambicionada y detestada simultáneamente. Casi todas las corrientes indigenistas, indianistas, nacionalistas, teluristas y hasta socialistas combinan un rechazo radical de las esferas política, ética y cultural de la modernidad occidental con una aceptación, a menudo entusiasta, de sus adelantos tecnológicos. En una buena parte del Tercer Mundo se cuestionan enfáticamente los logros del modelo civilizatorio occidental, sobre todo en la perspectiva político-institucional, pero al mismo tiempo se quiere alcanzar rápidamente los adelantos técnicos y económicos que han surgido de ese mismo ámbito. El resultado es una ambivalencia básica y traumática frente a la modernidad occidental, una constelación signada por la propensión a la imitación y el anhelo de producir un nuevo paradigma civilizatorio original.

Para concluir: El resultado es y será probablemente una civilización sincretista, como ha sido la experiencia reiterativa de la historia universal y específicamente la del Nuevo Mundo. Esta cultura que combina aspectos de proveniencia muy diversa predomina hoy en día en el ámbito urbano boliviano, que ya es mayoritario en el país. Con alguna probabilidad y seguridad se puede afirmar que la ideología oficial, las doctrinas del indianismo y de la descolonización y los esfuerzos similares por construir una identidad popular diferente (de la que prevalecía hasta 2005) no podrán sustraerse de la enorme influencia normativa que irradia la cultura globalizadora occidental.

Persiste un dilema fundamental. El imaginario colectivo del indianismo, reacio al espíritu crítico y a ponerse él mismo en cuestionamiento, fomenta al mismo tiempo y paradójicamente la tecnofilia, por un lado, y el infantilismo político, por otro: el respeto a la Madre Tierra permanece en el campo de la retórica y la actividad pública se limita a obedecer las consignas que vienen de arriba. La historia, convencional y rutinaria, se repite. Las teorías de Tamayo y Reinaga son importantes para comprender el memorial de agravios de la nación, pero no son una contribución a la democracia contemporánea o al pluralismo cultural.

Hugo Celso Felipe Mansilla Ferret. Argentina, 1942. Doctor en filosofía.

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