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Domingo 31 de agosto de 2014

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Cultural El Duende

Desde el fondo de ti

31 ago 2014

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Los hombres tristes leen a Pablo Neruda. Su poesía es nostálgica y celebratoria, y en sus mejores momentos se instala en sus lectores con toda la fuerza real de un aluvión. Les llega sonando a piedras y agua, a troncos caídos y barro, a mariposas muertas, y los inunda, y los toma del todo. Al mismo tiempo, también los sensibiliza y convierte en seres guerreros, les recuerda un pasado fuerte y les canta las posibilidades del futuro con una convicción única: “Desde el fondo de ti, y arrodillado,/ un niño triste como yo, nos mira./ Por esa vida que arderá en sus venas/ tendrían que amarrarse nuestras vidas./ Por esas manos, hijas de tus manos,/ tendrían que matar las manos mías”. El amor esencial lo es todo. O, mejor: es la vida misma. El amor a ella, el amor al prójimo, el amor a la creación, claro.

Pablo Neruda profesó una ideología que apenas se sostuvo unos años más después de su muerte. Gran parte de su generación, muchos de ellos muy lúcidos, creían en lo mismo: la revolución rusa, su partido comunista rector universal y el mandato de la Historia. Pero yo no me refiero nunca a ese hombre porque no lo conocí. La contundencia de su mirada poética lo ocultó de tal manera que no se lo recuerda embajador, ni senador, tampoco candidato a la presidencia de Chile. Se ha quedado de pie como poeta, con la mirada puesta en el universo y un libro entre las manos. “Por sus ojos abiertos en la tierra/ veré en los tuyos lágrimas un día”.

La poesía de Pablo Neruda tiene el don de acercarnos a la semilla, a algo que bien puede llamarse la verdad. Su diálogo con la tierra y los frutos vitales, su comercio de palabras con las montañas con cuerpo de mujer, con los astros llenos de leche y esperanza, con el mar lleno de noticias, con el hombre que ama y odia, que vive y muere cada día… A mí me conmueve siempre y me modifica para bien. La gente lectora, en general, lo quiere y lo admira como un portento de inteligencia, talento y solidaridad.

Una lección fundamental emerge de su vasta lectura: que la vida vale la pena. Y que es mejor el encuentro que el desencuentro. “Yo no lo quiero, amada./ Para que nada nos amarre/ que no nos una nada./ Ni la palabra que aromó tu boca, ni lo que dijeron tus palabras./ Ni la fiesta de amor que no tuvimos,/ ni tus sollozos junto a la ventana”. Cuando lo (re)leo, pienso en la gente de nuestro país: tan distintos todos, y, sin embargo, cada día más iguales. “Amo el amor de los marineros/ que besan y se van./ Dejan una promesa,/ no vuelven nunca más./ En cada puerto una mujer espera:/ los marineros besan y se van./ (Una noche se acuestan con la muerte/ en el lecho del mar.)” Pienso en el batán y en el microondas hermanados en la cocina familiar, pienso en la llajua de cada día junto al sagrado pan, pienso en los picantes mixtos de los cumpleaños rociados de chicha y cerveza, en las abarcas fuertes, en las polleras oscilantes como repollos coquetos, en las minifaldas y en las medias nylon, en los salones elegantes y en el piso de tierra de nuestras chicherías persistentes. Es cierto que no comenzamos la historia nacional como una sola nación, pero me parece que vamos camino a serlo: la convivencia ha significado intercambio, contrabando de saberes, y con el tiempo se ha logrado, de manera natural, una cultura grande donde la k’oa aromatiza denso el bello Padre Nuestro, la Pachamama se ha hecho campo en el ideario religioso católico, la cueca nos explica junto al piano, y el paisaje de la puna, los valles y los llanos se ha instalado en la acuarela tan llena de agua o en el áspero óleo: todos los rostros, todos los idiomas y las visiones buscan la pacífica convivencia. Primero fue a codazos, pero luego con la luz sencilla del claro entendimiento. Ahí estamos. Unos pocos tontos, sin embargo, persisten en vivir a oscuras.

“Amo el amor que se reparte/ en besos, leche y pan./ Amor que puede ser eterno y puede ser fugaz./ Amor que quiere libertarse/ para volver a amar/. Amor divinizado que se acerca/ amor divinizado que se va”. Es imposible imaginar realidades sociales contiguas y sin influencia recíproca. La proximidad opera milagros cada día. Si prestamos atención, nuestro castellano está vigorosamente incrustado de vocablos y expresiones andinos o amazónicos, y por supuesto que también viceversa. No solo eso: nuestra mentalidad es híbrida y en ella pululan elementos propios de las culturas indígenas que se manifiestan, o expresan, cada día. Ya no somos tan nosotros, somos también ellos. Es decir: contenemos mucho del otro ser. Y todo este razonamiento está en la fuerza poética de Pablo Neruda, que amaba el continente y su gente, sus diversas culturas precolombinas y la recreación de la cultura occidental. Igual que Octavio Paz, advirtió que por una parte somos excéntricos, porque respondemos a la cultura europea pero vivimos en la lejana periferia, y por otro lado somos indígenas porque vivimos hace siglos con ellos. El arte, la comida y la política lo demuestran siempre: también somos el otro, es una linda noticia.

El poema Farewell continúa: “Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos,/ ya no se endulzará junto a mí tu dolor./ Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada/ y hacia donde camines llevarás mi dolor./ Fui tuyo, fuiste mía. Tú serás del que te ame,/ del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo./ Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste./ Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy./ Desde tu corazón me dice adiós un niño./ Y yo le digo adiós”. Imaginen, simplemente, que este mismo poema comience así: “Desde el fondo de ti, y arrodillado, un indio triste como yo, nos mira”. Porque ya lo llevamos dentro, ¿verdad? Ya somos un poco él.

Gonzalo Lema. Tarija, 1959.

Novelista y narrador.

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