Consecuencias de no proclamar la Reyecía de Cristo
31 ago 2014
Por: Augusto T. Espíndola
Al comienzo de la encíclica Quas Primas, donde se estableció la fiesta de Cristo Rey, el Papa Pío XI advertía que “un cúmulo de males había invadido la tierra porque la mayoría de los hombres se habían alejado de Jesucristo y de su ley santísima, así en su vida y costumbres como en la familia y en la gobernación del Estado…” y “ también que nunca resplandecería una esperanza cierta de paz entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador”.
Si en 1925 S.S. Pío XI tenía esa preocupación, ¿que podríamos decir de los tiempos que corren? Abandonada la cristiandad, es decir la impregnación en el orden temporal del Evangelio, y reducido el culto a la sola práctica privada, que es lo que se puede denominar simplemente cristianismo; el resultante lógico de estas claudicaciones es la gran apostasía en la que estamos inmersos. Y buscando desterrar a Cristo de nuestras sociedades, se creyó que su ausencia podría ser suplida con la con la técnica y la ciencia, sin embargo hoy vemos que nos están llevando casi a la extinción.
El “non serviam” del demonio, hoy se hace eco en la humanidad toda que clama por sus derechos anteponiéndolos a los de Nuestro Señor; sin embargo Él mismo aclaró el alcance de su poder al decir. “A Mí se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra” (Mt. XXVIII, 18). Pero insistimos en un demoníaco antropocentrismo que busca una fraternidad sin Dios, y que no puede sino caer en el abismo al pregonar una hermandad desprovista de filiación Divina. Esa orfandad que se busca con tanta soberbia al pretender independizarnos de Nuestro Creador, es la que nos llevó a querer expulsar a Cristo no sólo de nuestras sociedades sino también de nuestros corazones; y Dios respetando nuestra libertad, nos entregó a nuestros mundanos deseos y así vemos que en esta inmensa nueva Torre de Babel que es el mundo moderno, solo reina el caos y la anarquía.
Así, el asesinato de los hijos por sus madres en su mayor estado de indefensión, hoy es algo considerado “liberador”; el arte mientras más grotesco y blasfemo, es el más requerido por considerar hoy una “virtud” el ser transgresor; la familia está completamente desintegrada por el divorcio, el adulterio y la contracepción que destruye el amor conyugal para poner el sexo al servicio del hedonismo; se trata de redefinir a la familia para equipararla a las infecundas uniones de parejas con relaciones contranatura; la economía deja de estar al servicio de la prosperidad de los pueblos para convertirse en una herramienta de opresión a través de la usura; y la política deja de buscar el bien común de las naciones para transformarse en el instrumento de enriquecimiento personal de quienes trabajan para intereses foráneos a costa del bien común de sus compatriotas.
Y teniendo en cuenta que siempre que se deja un lugar vacío, éste es ocupado por alguien más, en este caso, el lugar de Dios en nuestros corazones es ocupado por Satanás, que como padre de la mentira, se complace en prometernos un paraíso terreno, que al estar basado en el más radical de los egoísmos, no puede sino generar este infierno en la tierra al que asistimos con la mayor de las indiferencias en la medida en la que no nos afecte personalmente los padecimientos del resto de la humanidad.
Siguiendo con el Evangelio antes mencionado, Cristo nos instó diciendo: “Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, y enseñadles a observar todas las cosas que os he mandado” (Mt. XXVIII, 19); sin embargo, hoy desde las más alta jerarquías eclesiásticas, se limita esta actividad por Cristo mandada, por considerar que la Iglesia crece por atracción y no por proselitismo; y nos preguntarnos ¿cómo funciona la atracción sin bautizar ni enseñar las cosas que Cristo nos encomendó? Y en esto consiste precisamente el proselitismo, en ganar personas para la causa de Dios, en buscar que las naciones sean católicas, que Cristo reine; ya que como señala también la encíclica “Quas Primas” citando a San Agustín, “Él es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos”. Sirva esto para contrarrestar falsas propuestas de felicidad sin Dios.
San Agustín en “De Civitate De” describía la lucha constante entre la ciudad de Dios y la del demonio diciendo: “Dos amores crearon dos ciudades, una creada por el amor a Dios hasta el desprecio de uno mismo, y la otra creada por el amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios”, y aunque hoy prevalezca la última y se diga como lo hicieron los judíos “no queremos que ese reine sobre nosotros”, debemos rezar y trabajar por que Cristo Reine en el orden temporal, tanto social como político, porque por mucho que le pese al mundo, al final de cuentas ¡Cristo Vence, Cristo Reina, Cristo Impera!
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