Lunes 25 de agosto de 2014
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Sophía, Alberta, María Esther, Rosa, Eliana, Sandra, Claribel, Dany, Gumersinda y Gabriela fueron asesinadas entre enero y agosto en Santa Cruz. A ellas se suman otras mujeres del país que engrosan la tenebrosa lista de feminicidios, concepto antropológico-social que identifica el asesinato a mujeres y que adquiere calidad jurídica, aceptada por muchas legislaciones.
Como afirma Marcela Lagarde “Los feminicidios son la punta del iceberg de todas las formas de violencia cotidiana contra las mujeres”, violencias que “implican la violación de sus derechos humanos, atentan contra su seguridad, ponen en riesgo su vida” y pueden culminar en muerte atroz.
¿Cuántas mujeres más deberán sufrir los embates de machistas y misóginos de la cultura patriarcal que culpa a las mujeres de los oprobios que sufre, o de psicópatas que tienen trastornos de empatía afectiva con el grupo social en el que conviven, y actúan con alevosa premeditación? La muerte de una joven bioquímica debe recordarnos que en cada una las mujeres asesinadas, algo también morimos las que las sobrevivimos. Nunca tanto como sus madres y las mujeres de sus familias, así como sus padres y miembros de sus entornos. Con nosotras también algo mueren los hombres porque, en conjunto, somos parte de una sociedad enferma de inseguridad por indolencia de la Policía y la administración de justicia, es decir, por anomia estatal. También por ausencia de valores que inducen a la violencia y al crimen, así provengan de trastornados mentales, inadaptados sociales, del dinero fácil o del narcotráfico.