Jueves 21 de agosto de 2014
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Hasta hace unos días, James Foley era un nombre más en el cúmulo de informaciones que los periodistas procesamos diariamente.
Su secuestro, en noviembre de 2012, fue noticia por ser la segunda vez que le ocurría. Mientras sus amigos y familiares comenzaban una campaña exigiendo su liberación, la mayoría de los periodistas del mundo concentramos nuestra atención en otras cosas. Esa es una de las actuales desventajas del mejor oficio del mundo: cada vez es más difícil concentrarse en determinado hecho o área porque la dinámica de las informaciones obliga a estar pendiente de todo.
Foley volvió a robar nuestra atención el 19 de agosto de 2014, cuando un video supuestamente difundido por el Ejército Islámico de Siria mostró su decapitación. La brutalidad de ese crimen y su difusión masiva mediante internet conmovió al mundo. Imagínese cómo quedamos los periodistas.
James Wright Foley era un periodista de vocación, de esos que no necesitan del academicismo forzado del título universitario para ejercer el oficio. Estudió Periodismo a través del programa Medill de la Universidad Northwestern de Illinois pero previamente se graduó en Historia en la Universidad de Marquette de Wisconsin. Está más que claro que sintió el llamado vocacional y optó por dedicarse a la información. Sus antecedentes demuestran que ejercía el periodismo más como pasión que como profesión. No era de los que se amilanan ante las dificultades como lo demuestra el hecho de que siguió en la cobertura de los conflictos de Oriente Medio pese a que ya fue secuestrado una vez, en Libia, por los fuerzas de Gadafi. En su primer cautiverio vio morir a su colega sudafricano Anton Hammerl y, tras ser liberado, prosiguió su trabajo pese a que cualquiera en su lugar hubiera desistido. Sólo su segundo secuestro lo sacó de su primera línea y lo hizo de la peor manera: fue decapitado por los yihadistas.