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Domingo 17 de agosto de 2014

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Cultural El Duende

De: “Poemas y cuentos para los niños de Bolivia”:

Entre los valles y la selva

17 ago 2014

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El hombre al que seguían las mariposas

Seguro que ustedes no conocen esta historia, porque es un secreto de familia; pero hoy yo tengo ganas de compartirlo con ustedes. Debe ser porque el cielo está hermoso y todo empezó una tarde así, un día en que el cielo se había puesto su mejor traje naranja cuyo delgado velo caía sobre las copas de los árboles, sobre las palmeras, sobre los viejos techos donde fundía sus colores con el musgo de los tejados.

Él estaba viendo nacer el día: el sonido de las chicharras, la hamaca y la inmovilidad de las flores lo tenían adormecido y feliz. De pronto, por algún extraño motivo, se quedó colgado de una hilacha de sueño. Una larga y bien cuidada hilacha que pendía del cielo para que alguna vez, alguien, pudiera colgarse de ella. Pero… ¿por qué Jo lo había elegido a él?... Los sueños son traviesos y caprichosos, todo podemos soñar pero no todos podemos tocar una de sus hilachas.

Él no sabía cómo pasó todo. Solo sabía que estaba colgado allí; y, aunque asustado, empezó a trepar por ella. “¡Qué difícil era subir!”. Sentía que las horas pasaban y le costaba avanzar. El miedo lo había envuelto, no veía nada, una negra noche lo cubría todo. ¡Cuánto hubiera querido poder escalar volando!... De pronto, desapareció la hilacha. Asustado, se agarró a la negrura de la noche, apretándose a ella fuertemente con las manos. Así estaba cuando la hamaca lo sacó de tan extraño sueño. Él se estiró y ahí fue que la vio. Tenía un puñado de noche apretada en la mano, que parecía no querer soltarse.

Desde entonces, su mayor deseo fue robarse un pedacito de cielo azul, el más azul que existiera. “Ha de ser maravilloso colgar de allí, de día, sin tener miedo y con granas de bajar con algún recuerdo”. Quizás hasta le diera poderes mágicos y pudiera bajar volando como mariposa. En todo eso pensaba todos los días, cuando tirado en la hamaca cayera por ahí, o que viniera a buscarle.

Fue una tarde calurosa y clara, muy poco tiempo después, cuando estaba descansando bajo un enorme mango, que la hilacha juguetona llegó a él. No se dio cuenta pero ahí estaba de nuevo, colgado del cielo y asustado. Aun así, sabía lo que esta vez quería.

Cuando el sueño le devolvió a su descanso, él se miró la mano y vio su puñado de cielo azul que, esta vez, parecía tener ganas de escaparse. Se fue corriendo a guardarlo en la misma cajita donde tenía el otro poco de cielo.

Fue en ese momento que ocurrió lo increíble, fantástico, terrible y fenomenal. La cajita saltaba y se movía, el día y la noche peleaban para salir, un hilito de noche filtraba por una esquina y otro de día por la otra.

Las chicharras asustadas se callaron, las flores se inclinaron para ver qué pasaba. Él corría por las galerías tratando de retener los hilos que salían de los costados de la caja, pero nada consiguió; solo se le tiñeron las manos de azul y negro.

Cuando la caja estuvo vacía, triste se sentó en el suelo, y con sus manos teñidas de noche y de día empezó a trazar mariposas en el suelo. ¿Por qué de tanta ilusión le había quedado tan poco?...

De pronto, empezaron a salir mariposas azules y negras volando de sus dibujos. Las mariposas revoloteaban sobre sus hombros y se escondían entre los pliegues de las mangas de su camisa: toda la casa, todo el patio y todo el pueblo se llenó de ellas.

Eran tantas y tan hermosas que era difícil verlas. Un poco de la noche había inundado aquel día y los que no saben mirar hasta hablaron de un extraño eclipse que nunca se confirmó. Después de unas horas, una a una se repartió por el campo y jardines, donde ustedes seguro las ven, solitarias, revoloteando muy de vez en cuando.

Por eso es que por muchos años fue llamado “El hombre al que seguían las mariposas”, porque le seguían sin tregua a todas partes, dejándole un permanente y suave olor y una amplia sonrisa de felicidad. Además de que hasta viejo lo buscaron siempre los niños, a él y a sus mariposas.

Tampoco vayan a creer que “El hombre de las mariposas” es un cuento, que es puro cuento. No lo es porque me lo contó mi abuelito, porque el protagonista de la historia era el papá de mi abuelito y la casa de la que se habla es mi propia casa. La verdad es que estas mariposas siempre vuelven solitarias. En mi casa, extrañamente, siempre hay varias, aunque solo nos quede un pequeño jardín. Pensamos con mi abuelito que por ahí todavía debe caer una hilacha de vez en cuando.

¿Y saben qué más?... El otro día que fuimos al centro, mi abuelito, viendo el musgo sobre los techos, se emocionó y me dijo que juntos buscaríamos la hilacha. ¡¿Se imaginan si llegamos a encontrar una?!

Gigia Talarico. Chile, 1953. Escritora, poeta y profesora de arte.

La luna es testigo

La Luna inquieta empieza su carrera con el tiempo, junto a la Noche. Su amiga incondicional llega a su encuentro y, juntas, tomadas de la mano recorren los parajes solitarios, así como los bullangueros rincones que emparejan los secretos más indescifrables. Las dos se han propuesto vigilar en todas direcciones. La luz nocturna impacta en un muro fuerte y oscuro, de cuyo interior emergen figuras dispares.

–Noche, ya descubrí algo… y aquí nos detendremos un momento. Hiere tu silencio. Vigilantes las dos contemplaremos una aventura, que ya se origina –susurra la Luna al oído de la Noche.

En lo alto de aquel muro hace su aparición una graciosa figura octogonal. Parece hecha de arcilla, por el color ocre de su tersura. La Luna sonríe; la noche también. La figura, muy bien dispuesta, da un salto hacia la calle, iniciando una marcha que poco a poco se va poblando de otras tantas figuras; igualmente color tierra, pero de las más curiosas proporciones. Unas son triangulares, otras cuadradas; y también hay rectangulares. De estos cuerpos se desprenden líneas rectas, que hacen la función de pies y manos, moviéndose al compás de una música singular. Redoble de tambor, con el rata… rata… plan… plan… plan.

–¿Quién toca? –la luna quiere indagar. La Noche levanta los hombros en señal de incertidumbre.

Los rayos lunares indagan el lugar. Se proyectan al pie mismo de aquel muro. Solo el silencio y la nada. Junto al muro crece un árbol. La Luna recorre el tronco y el follaje. La Noche se retira, deja el paso a la luz, y sigue su recorrido. Los sones marciales avanzan con el desfile. Cada vez se suman más y más figuras, algunas deformadas, cojean, pero no dejan de marchar. Otras tropiezan desordenando la fila. Algo o alguien las obliga a seguir. La Luna decide mostrarles el camino, mientras la Noche hace reverencias y sigue el juego de su amiga.

La luz de la Luna encandila todo el largo recorrido, que sigue interminable la hilera de figuras. Unas son más grandes, otras pequeñas; una gorditas y otras delgadas. A una grande le sigue, necesariamente, otra más pequeña. A la gordita, la más delgada; así, sin errores, todos en perfecta simetría. La más pequeña tiene dificultades para subir y bajar, no puede andar de prisa, pero luego se acostumbra, muy pronto se pone a tono con el rata… rata… plan… plan.

La Noche se ha retirado, discreta, sabe que su amiga la Luna está empecinada y no dejará su juego. Y, así es, la Luna contempla complacida ese desfile que llena las calles y después la plaza, largas avenidas y estrechas callejuelas, siempre en línea recta, siguiendo la marcha con el rata… rata… plan… plan… plan.

El ser que saltó primero avanza y se detiene, sobre todo cuando debe sortear un peligro. Gira sobre sí mismo y sonríe. Toda la larga fila se para en seco y todos sonríen. Los más grandes no tienen dentadura, los pequeños, sí.

La Luna se rasca la cabeza.

–¿Esto tendrá fin algún momento? –se dice–, ¿o tendré que marcharme con esa inquietud?

Mientras tanto, el gran ejército de seres multiformes prosigue. Siempre muy juntos, con las manos al compás de los sones del rata… rata… rata… plan… plan.

Cuando ya aparecía haber terminado de pasar la última figura, y la Luna suspira, en lo alto del muro aparece una pequeña. Salta como puede, para luego correr detrás de aquel ejército tan singular.

–¡Espérenme, espérenme, por favor! –su vocecita es tan tierna que hace brotar una cálida sonrisa en el rosto de la Luna.

La figura de arcilla es un cuadrado pequeño que, jadeante, llega postrero a la cola del singular regimiento, de dispares formas, mientras los sones del tambor vuelven a sonar rata… rata… rata… plan… plan.

El gran desfile prosigue su marcha internándose en la Noche, quien le hace un guiño a la Luna, a modo de despedida. La Luna no alcanza a comprender la misteriosa confabulación de la Noche y de ese ejército. El último cuadradito le hace ¡adiós! con su manecita, también cuadrada, mientras sonríe, mostrando sus dientes, cuadriculados.

–La Noche, mi amiga, es tan desleal como el día –se dice la Luma–. Y el misterio prosigue, lo mismo en lo alto, como aquí en la tierra.

Angélica Guzmán. Santa Cruz.

PEN BOLIVIA

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